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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

Anaconda y otros cuentos (9 page)

De los tres visitantes, Rienzi era el más goloso. Comía fácilmente diez o doce naranjas, y cuando volvía a casa llevaba siempre una bolsa cargada al hombro. Es fama allá que una helada favorece a la fruta. En aquellos momentos, a fines de junio, eran ya un almíbar; lo cual reconciliaba un tanto a Rienzi con el frío.

Este frío de Misiones que Rienzi no esperaba y del cual no había oído hablar nunca en Buenos Aires, molestó las primeras hornadas de carbón ocasionándoles un gasto extraordinario de combustible.

En efecto, por razones de organización encendían el horno a las cuatro o cinco de la tarde. Y como el tiempo para una completa carbonización de la madera no baja normalmente de ocho horas, debían alimentar el fuego hasta las doce o la una de la mañana hundidos en el foso ante la roja boca del hogar, mientras a sus espaldas caía una mansa helada. Si la calefacción subía, la condensación se efectuaba a las mil maravillas en el aire de hielo, que les permitía obtener en el primer ensayo un 2 por ciento de alquitrán, lo que era muy halagüeño, vistas las circunstancias.

Uno u otro debía vigilar constantemente la marcha, pues el peón accidental que les cortaba leña persistía en no entender aquel modo de hacer carbón. Observaba atentamente las diversas partes de la fábrica, pero sacudía la cabeza a la menor insinuación de encargarle el fuego.

Era un mestizo de indio, un muchachón flaco, de ralo bigote, que tenía siete hijos y que jamás contestaba de inmediato la más fácil pregunta sin consultar un rato el cielo, silbando vagamente. Después respondía: «Puede ser». En balde le habían dicho que diera fuego sin inquietarse hasta que la tapa opuesta de la caldera chispeara al ser tocada con el dedo mojado. Se reía con ganas, pero no aceptaba. Por lo cual el vaivén de la meseta al monte proseguía de noche, mientras la chica de Dréver, sola en el bungalow, se entretenía tras los vidrios en reconocer, al relámpago del hogar, si era su padre o Rienzi quien atizaba el fuego.

Alguna vez, algún turista que pasó de noche hacia el puerto a tomar el vapor que lo llevaría al Iguazú, debió de extrañarse no poco de aquel resplandor que salía de bajo tierra, entre el humo y el vapor de los escapes: mucho de solfatara y un poco de infierno, que iba a herir directamente la imaginación del peón indio.

La atención de éste era vivamente solicitada por la elección del combustible. Cuando descubría en su sector un buen «palo noble para el fuego», lo llevaba en su carretilla hasta el horno, impasible, como si ignorara el tesoro que conducía. Y ante el halago de los foguistas, volvía indiferente la cabeza a otro lado, para sonreírse a gusto, según decir de Rienzi.

Los dos hombres se encontraron así un día con tal stock de esencias muy combustibles, que debieron disminuir en el hogar la toma de aire, el que entraba ahora silbando y vibraba bajo la parrilla.

Entretanto, el rendimiento de alquitrán aumentaba. Anotaban los porcentajes en carbón, alquitrán y piroleñoso de las esencias más aptas, aunque todo grosso modo. Pero lo que, en cambio, anotaron muy bien fueron los inconvenientes —uno por uno— de la calefacción circular para una caldera horizontal: en esto podían reconocerse maestros. El gasto de combustible poco les interesaba. Fuera de que con una temperatura de 0 grados, las más de las veces, no era posible cálculo alguno.

Ese invierno fue en extremo riguroso, y no sólo en Misiones. Pero desde fines de junio las cosas tomaron un cariz extraordinario, que el país sufrió hasta las raíces de su vida subtropical.

En efecto, tras cuatro días de pesadez y amenaza de gruesa tormenta, resuelta en llovizna de hielo y cielo claro al sur, el tiempo se serenó. Comenzó el frío, calmo y agudo, apenas sensible a mediodía, pero que a las cuatro mordía ya las orejas. El país pasaba sin transición de las madrugadas blancas al esplendor casi mareante de un mediodía invernal en Misiones, para helarse en la oscuridad a las primeras horas de la noche.

La primera mañana de ésas, Rienzi, helado de frío, salió a caminar de madrugada y volvió al rato tan helado como antes. Miró el termómetro y habló a Dréver que se levantaba.

—¿Sabe qué temperatura tenemos? Seis grados bajo cero.

—Es la primera vez que pasa esto —repuso Dréver.

—Así es —asintió Rienzi—. Todas las cosas que noto aquí pasan por primera vez.

Se refería al encuentro en pleno invierno con una yarará, y donde menos lo esperaba.

La mañana siguiente hubo siete grados bajo cero. Dréver llegó a dudar de su termómetro, y montó a caballo, a verificar la temperatura en casa de dos amigos, uno de los cuales atendía una pequeña estación meteorológica oficial. No había duda: eran efectivamente nueve grados bajo cero; y la diferencia con la temperatura registrada en su casa provenía de que estando la meseta de Dréver muy alta sobre el río y abierta al viento, tenía siempre dos grados menos en invierno, y dos más en verano, claro está.

—No se ha visto jamás cosa igual —dijo Dréver, de vuelta, desensillando el caballo.

—Así es —confirmó Rienzi.

Mientras aclaraba al día siguiente, llegó al bungalow un muchacho con una carta del amigo que atendía la estación meteorológica. Decía así: «Hágame el favor de registrar hoy la temperatura de su termómetro al salir el sol. Anteayer comuniqué la observada aquí, y anoche he recibido un pedido de Buenos Aires de que rectifique en forma la temperatura comunicada. Allá se ríen de los nueve grados bajo cero. ¿Cuánto tiene usted ahora?»

Dréver esperó la salida del sol y anotó en la respuesta: «27 de junio: 9 grados bajo 0».

El amigo telegrafió entonces a la oficina central de Buenos Aires el registro de su estación: «27 de junio: 11 grados bajo 0».

Rienzi vio algo del efecto que puede tener tal temperatura sobre una vegetación casi de trópico; pero le estaba reservado para más adelante constatarlo de pleno. Entretanto, su atención y la de Dréver se vieron duramente solicitadas por la enfermedad de la hija de éste.

Desde una semana atrás la chica no estaba bien. (Esto, claro está, lo notó Dréver después, y constituyó uno de los entretenimientos de sus largos silencios). Un poco de desgano, mucha sed, y los ojos irritados cuando corría.

Una tarde, después de almorzar, al salir Dréver afuera encontró a su hija acostada en el suelo, fatigada. Tenía 39° de fiebre. Rienzi llegó un momento después, y la halló ya en cama, las mejillas abrasadas y la boca abierta.

—¿Qué tiene? —preguntó extrañado a Dréver.

—No sé… 39 y pico.

Rienzi se dobló sobre la cama.

—¡Hola, viejita! Parece que no tenemos alambre carril, hoy.

La pequeña no respondió. Era característica de la criatura, cuando tenía fiebre, cerrarse a toda pregunta sin objeto y responder apenas con monosílabos secos, en que se transparentaba a la legua el carácter del padre. Esa tarde, Rienzi se ocupó de la caldera, pero volvía de rato en rato a ver a su ayudante, que en aquel momento ocupaba un rinconcito rubio en la cama de su padre.

A las tres, la chica tenía 39,5 y 40 a las seis. Dréver había hecho lo que se debe hacer en esos casos, incluso el baño.

Ahora bien: bañar, cuidar y atender a una criatura de cinco años en una casa de tablas peor ajustada que una caldera, con un frío de hielo y por dos hombres de manos encallecidas, no es tarea fácil. Hay cuestiones de camisitas, ropas minúsculas, bebidas a horas fijas, detalles que están por encima de las fuerzas de un hombre. Los dos hombres, sin embargo, con los duros brazos arremangados, bañaron a la criatura y la secaron. Hubo, desde luego, que calentar el ambiente con alcohol; y en lo sucesivo, que cambiar los paños de agua fría en la cabeza.

La pequeña había condescendido a sonreírse mientras Rienzi le secaba los pies, lo que pareció a éste de buen augurio. Pero Dréver temía un golpe de fiebre perniciosa, que en temperamentos vivos no se sabe nunca adónde puede llegar.

A las siete la temperatura subió a 40,8, para descender a 39 en el resto de la noche y montar de nuevo a 40,3 a la mañana siguiente.

—¡Bah! —decía Rienzi con aire despreocupado—. La viejita es fuerte, y no es esta fiebre la que la va a tumbar.

Y se iba a la caldera silbando, porque no era cosa de ponerse a pensar estupideces.

Dréver no decía nada. Caminaba de un lado para otro en el comedor, y sólo se interrumpía para entrar a ver a su hija. La chica, devorada de fiebre, persistía en responder con monosílabos secos a su padre.

—¿Cómo te sientes, chiquita?

—Bien.

—¿No tienes calor? ¿Quieres que te retire un poco la colcha?

—No.

—¿Quieres agua?

—No.

Y todo sin dignarse volver los ojos a él.

Durante seis días Dréver durmió un par de horas de mañana, mientras Rienzi lo hacía de noche. Pero cuando la fiebre se mantenía amenazante, Rienzi veía la silueta del padre detenido, inmóvil al lado de la cama, y se encontraba a la vez sin sueño. Se levantaba y preparaba café, que los hombres tomaban en el comedor. Instábanse mutuamente a descansar un rato, con un rondo encogimiento de hombros por común respuesta. Tras lo cual uno se ponía a recorrer por centésima vez el título de los libros, mientras el otro hacía obstinadamente cigarros en un rincón de la mesa.

Y los baños siempre, la calefacción, los paños fríos, la quinina. La chica se dormía a veces con una mano de su padre entre las suyas, y apenas éste intentaba retirarla, la criatura lo sentía y apretaba los dedos. Con lo cual Dréver se quedaba sentado, inmóvil, en la cama un buen rato; y como no tenía nada que hacer, miraba sin tregua la pobre carita extenuada de su hija.

Luego, delirio de vez en cuando, con súbitos incorporamientos sobre los brazos. Dréver la tranquilizaba, pero la chica rechazaba su contacto, volviéndose al otro lado. El padre recomenzaba entonces su paseo, e iba a tomar el eterno café de Rienzi.

—¿Qué tal? —preguntaba éste.

—Ahí va —respondía Dréver.

A veces, cuando estaba despierta, Rienzi se acercaba esforzándose en levantar la moral de todos, con bromas a la viejita que se hacía la enferma y no tenía nada. Pero la chica, aun reconociéndolo, lo miraba seria, con una hosca fijeza de gran fiebre.

La quinta tarde, Rienzi la pasó en el horno trabajando, lo que constituía un buen derivativo. Dréver lo llamó por un rato y fue a su vez a alimentar el fuego, echando automáticamente leña tras leña en el hogar.

Esa madrugada la fiebre bajó más que de costumbre, bajó más a mediodía, y a las dos de la tarde la criatura estaba con los ojos cerrados, inmóvil, con excepción de un rictus intermitente del labio y de pequeñas conmociones que le salpicaban de tics el rostro. Estaba helada; tenía sólo 35 grados.

—Una anemia cerebral fulminante, casi seguro —respondió Dréver a una mirada interrogante de su amigo—. Tengo suerte…

Durante tres horas la chica continuó de espaldas con sus muecas cerebrales, rodeada y quemada por ocho botellas de agua hirviendo. Durante esas tres horas Rienzi caminó muy despacio por la pieza, mirando con el ceño fruncido la figura del padre sentado a los pies de la cama. Y en esas tres horas Dréver se dio cuenta precisa del inmenso lugar que ocupaba en su corazón aquella pobre cosita que le había quedado de su matrimonio, y que iba a llevar al día siguiente al lado de su madre.

A las cinco, Rienzi, en el comedor, oyó que Dréver se incorporaba; y con el ceño más contraído aún entró en el cuarto. Pero desde la puerta distinguió el brillo de la frente de la chica empapada en sudor, ¡salvada!

—Por fin… —dijo Rienzi con la garganta estúpidamente apretada.

—¡Sí, por fin! —murmuró Dréver.

La chica continuaba literalmente bañada en sudor. Cuando abrió al rato los ojos, buscó a su padre y al verlo tendió los dedos hacia la boca de él. Rienzi se acercó entonces:

—¿Y…? ¿Cómo vamos, madamita?

La chica volvió los ojos a su amigo.

—¿Me conoces bien ahora? ¿A que no?

—Sí…

—¿Quién soy?

La criatura sonrió.

—Rienzi.

—¡Muy bien! Así me gusta… No, no. Ahora, a dormir…

Salieron a la meseta, por fin.

—¡Qué viejita! —decía Rienzi, haciendo con una vara largas rayas en la arena.

Dréver —seis días de tensión nerviosa con las tres horas finales son demasiado para un padre solo— se sentó en el sube y baja y echó la cabeza sobre los brazos. Y Rienzi se fue al otro lado del bungalow, porque los hombros de su amigo se sacudían.

La convalecencia comenzaba a escape desde ese momento. Entre taza y taza de café de aquellas largas noches, Rienzi había meditado que mientras no cambiaran los dos primeros vasos de condensación obtendrían siempre más brea de la necesaria. Resolvió, pues, utilizar dos grandes bordelesas en que Dréver había preparado su vino de naranja, y con la ayuda del peón, dejó todo listo al anochecer. Encendió el fuego, y después de confiarlo al cuidado de aquél, volvió a la meseta, donde tras los vidrios del bungalow los dos hombres miraron con singular placer el humo rojizo que tornaba a montar en paz.

Conversaban a las doce, cuando el indio vino a anunciarles que el fuego salía por otra parte; que se había hundido el horno. A ambos vino instantáneamente la misma idea.

—¿Abriste la toma de aire? —le preguntó Dréver.

—Abrí —repuso el otro.

—¿Qué leña pusiste?

—La carga que estaba allaité.

—¿Lapacho?

—Sí.

Rienzi y Dréver se miraron entonces y salieron con el peón.

La cosa era bien clara: la parte superior del horno estaba cerrada con dos chapas de cinc sobre traviesas de hierro L, y como capa aisladora habían colocado encima cinco centímetros de arena. En la primera sección de tiro, que las llamas lamían, habían resguardado el metal con una capa de arcilla sobre tejido de alambre; arcilla armada, digamos.

Todo había ido bien mientras Rienzi o Dréver vigilaron el hogar. Pero el peón, para apresurar la calefacción en beneficio de sus patrones, había abierto toda la puerta del cenicero, precisamente cuando sostenía el fuego con lapacho. Y como el lapacho es a la llama lo que la nafta a un fósforo, la altísima temperatura desarrollada había barrido con arcilla, tejido de alambre y la chapa misma, por cuyo boquete la llamarada ascendía apretada y rugiente.

Es lo que vieron los dos hombres al llegar allá. Retiraron la leña del hogar, y la llama cesó; pero el boquete quedaba vibrando al rojo blanco, y la arena caída sobre la caldera enceguecía al ser revuelta.

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