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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

Anaconda y otros cuentos (7 page)

—Parece que el paludismo no me dejará mucho tiempo —objetó tranquilamente mi amigo, que en realidad amaba mucho sembrar.

—¡Qué paludismo! ¡Eso no es nada! Una buena plantación de quina y todo está concluido… ¿Usted sabe cuánto necesita allá para brotar un poroto…?

Málter —así se llamaba mi amigo— se marchó al fin. Iba con el más singular empleo que quepa en el país del tse-tsé y los gorilas: el de dactilógrafo. No es posiblemente común en las factorías coloniales un empleado cuya misión consiste en anotar, con el extremo de los dedos, cuántas toneladas de maní y de aceite de palma se remiten a Liverpool. Pero la casa, muy fuerte, pagábase el lujo. Y luego, Málter era un prodigio de golpe de vista y rapidez. Y si digo
era
se debe a que las fiebres han hecho de él una quisicosa trémula que no sirve para nada.

Cuando regresó de Fernando Poo a Montevideo, sus amigos paseaban por los muelles haciendo conjeturas sobre cómo volvería Málter. Sabíamos que había habido fiebres y que el hombre no podía, por lo tanto, regresar en el esplendor de su bella salud normal. Pálido, desde luego. ¿Pero qué más? El ser que vieron avanzar a su encuentro era un cadáver amarillo, con un pescuezo de desmesurada flacura, que danzaba dentro del cuello postizo, dando todo él, en la expresión de los ojos y la dificultad del paso, la impresión de un pobre viejo que ya nunca más volvería a ser joven. Sus amigos lo miraban mudos.

—Creía que bastaba cambiar de aire para curar la fiebre… —murmuró alguno. Málter tuvo una sonrisa triste.

—Casi siempre. Yo no… —repuso castañeteando los dientes.

Muchísimo más había castañeteado en Fernando Poo. Llegado que hubo a Santa Isabel, capital de la isla, se instaló en el pontón que servía de sede comercial a la casa que lo enviaba. Sus compañeros —sujetos aniquilados por la anemia— mostráronse enseguida muy curiosos.

—Usted ha tenido fiebre ya, ¿no es verdad? —le preguntaron.

—No, nunca —repuso Málter—. ¿Por qué?

Los otros lo miraron con más curiosidad aún.

—Porque aquí la va a tener. Aquí todos la tienen. ¿Usted sabe cuál es el país en que abundan más las fiebres?

—Las bocas del Níger, he oído…

—Es decir, estas inmediaciones. Solamente una persona que ya ha perdido el hígado o estima su vida en menos que un coco es capaz de venir aquí. ¿No se animaría usted a regresar a su país? Es un sano consejo.

Málter respondió que no, por varios motivos que expuso. Además confiaba en su buena suerte. Sus compañeros se miraron con unánime sonrisa y lo dejaron en paz.

Málter escribió, anotó y copió cartas y facturas con asiduo celo. No bajaba casi nunca a tierra. Al cabo de dos meses, como comenzara a fatigarse de la monotonía de su quehacer, recordó, con sus propias aficiones hortícolas, el entusiasmo del arboricultor amigo.

—¡Nunca se me ha ocurrido cosa mejor! —se dijo Málter contento.

El primer domingo bajó a tierra y comenzó su huerta. Terreno no faltaba, desde luego, aunque, por razones de facilidad, eligió un área sobre toda la costa misma. Con verdadera pena debió machetear a ras del suelo un espléndido bambú que se alzaba en medio del terreno. Era un crimen; pero las raicillas de sus futuros porotos lo exigían. Luego cercó su huerta con varas recién cortadas, de las que usó también para la división de los canteros, y luego como tutores. Sembradas al fin sus semillas, esperó.

Esto, claro es, fue trabajo de más de un día. Málter bajaba todas las tardes a vigilar su huerta —o, mejor dicho, pensaba hacerlo así—, porque al tercer día, mientras regaba, sintió un ligero hormigueo en los dedos del pie. Un momento después sintió el hormigueo en toda la espalda. Málter constató que tenía la piel extremadamente sensible al contacto de la ropa. Continuó asimismo regando, y media hora después sus compañeros lo veían llegar al pontón, tiritando.

—Ahí viene el americano refractario al chucho —dijeron con pesada risa los otros—. ¿Qué hay, Málter? ¿Frío? Hace treinta y nueve grados.

Pero a Málter los dientes le castañeteaban de tal modo, que apenas podía hablar, y pasó de largo a acostarse.

Durante quince días de asfixiante calor estuvo estirado a razón de tres accesos. Los escalofríos eran tan violentos, que sus compañeros sentían, por encima de sus cabezas, el bailoteo del catre.

—Ya empieza Málter —exclamaban levantando los ojos al techo.

En la primera tregua Málter recordó su huerta y bajó a tierra. Halló todas sus semillas brotadas y ascendiendo con sorprendente vigor. Pero al mismo tiempo todos los tutores de sus porotos habían prendido también, así como las estacas de los canteros y del cerco. El bambú, con cinco espléndidos retoños, subía a un metro.

Málter, bien que encantado de aquel ardor tropical, tuvo que arrancar una por una sus inesperadas plantas, rehízo todo y empleó, al fin, una larga hora en extirpar la mata de bambú a fondo de azada.

En tres días de sol abierto, sus porotos ascendieron en un verdadero vértigo vegetativo, todo hasta que un ligero cosquilleo en la espalda advirtió a Málter que debía volver enseguida al pontón.

Sus compañeros, que no lo habían visto subir, sintieron de pronto que el catre se sacudía.

—¡Calle! —exclamaron alzando la cabeza—. El americano está otra vez con frío.

Con esto, los delirios abrumadores que las altas fiebres de la Guinea no escatiman. Málter quedaba postrado de sudor y cansancio, hasta que el siguiente acceso le traía nuevos témpanos de frío con cuarenta y tres a la sombra.

Dos semanas más y Málter abrió la puerta de la cabina con una mano que ya estaba flaca y tenía las uñas blancas. Bajó a su huerta y halló que sus porotos trepaban con enérgico brío por los tutores. Pero éstos habían prendido todos, como las estacas que dividían los canteros, y como las que cercaban la huerta. Exactamente como la vez anterior. El bambú destrozado, extirpado, ascendía en veinte magníficos retoños a dos metros de altura.

Málter sintió que la fatalidad lo llevaba rápidamente de la mano. ¿Pero es que en aquel país prendía todo de gajo? ¿No era posible contener aquello? Málter, porfiado ya, se propuso obtener únicamente porotos, con prescindencia absoluta de todo árbol o bambú. Arrancó de nuevo todo, reemplazándolo, tras prolijo examen, con varas de cierto vecino árbol deshojado y leproso. Para mayor eficacia, las clavó al revés. Luego, con pala de media punta y hacha de tumba, ocasionó tal desperfecto al raigón del bambú, que esperó en definitiva paz agrícola un nuevo acceso.

Y éste llegó, con nuevos días de postración. Llegó luego la tregua, y Málter bajó a su huerta. Los porotos subían siempre. Pero los gajos leprosos y clavados a contrasavia habían prendido todos. Entre las legumbres, y agujereando la tierra con sus agudos brotes, el bambú aniquilado echaba al aire triunfantes retoños, como monstruosos y verdes habanos.

Durante tres meses la fiebre se obstinó en destruir toda esperanza de salud que el enfermo pudiera conservar para el porvenir, y Málter se empeñó a su vez en evitar que las estacas más resecas, reviviendo en lustrosa brotación, ahogaran a sus porotos.

Sobrevinieron entonces las grandes lluvias de junio. No se respiraba sino agua. La ropa se enmohecía sobre el cuerpo mismo. La carne se pudría en tres horas y el chocolate se licuaba con frío olor de moho.

Cuando, por fin, su hígado no fue más que una cosa informe y envenenada y su cuerpo no pareció sino un esqueleto febril, Málter regresó a Montevideo. De su organismo refractario al chucho dejaba allá su juventud entera, y la salud para siempre jamás. De sus afanes hortícolas en tierra fecunda, quedaba un vivero de lujuriosos árboles, entre el yuyo invasor que crecía ahora trece milímetros por día.

Poco después, el arboricultor dio con Málter, y su pasmo ante aquella ruina fue grande.

—Pero allá —interrumpió, sin embargo— aquello es maravilloso, ¿eh? ¡Qué vegetación! ¿Hizo algún ensayo, no es cierto?

Málter, con una sonrisa de las más tristes, asintió con la cabeza. Y se fue a su casa a morir.

El yaciyateré

Cuando uno ha visto a un chiquilín reírse a las dos de la mañana como un loco, con una fiebre de cuarenta y dos grados, mientras afuera ronda un yaciyateré, se adquiere de golpe sobre las supersticiones ideas que van hasta el fondo de los nervios.

Se trata aquí de una simple superstición. La gente del sur dice que el yaciyateré es un pajarraco desgarbado que canta de noche. Yo no lo he visto, pero lo he oído mil veces. El cantito es muy fino y melancólico. Repetido y obsediante, como el que más. Pero en el norte, el yaciyateré es otra cosa.

Una tarde, en Misiones, fuimos un amigo y yo a probar una vela nueva en el Paraná, pues la latina no nos había dado resultado con un río de corriente feroz y en una canoa que rasaba el agua. La canoa era también obra nuestra, construida en la bizarra proporción de 1:8. Poco estable, como se ve, pero capaz de filar como una torpedera.

Salimos a las cinco de la tarde, en verano. Desde la mañana no había viento. Se aprontaba una magnífica tormenta, y el calor pasaba de lo soportable. El río corría untuoso bajo el cielo blanco. No podíamos quitarnos un instante los anteojos amarillos, pues la doble reverberación de cielo y agua enceguecía. Además, principio de jaqueca en mi compañero. Y ni el más leve soplo de aire.

Pero una tarde así en Misiones, con una atmósfera de ésas tras cinco días de viento norte, no indica nada bueno para el sujeto que está derivando por el Paraná en canoa de carrera. Nada más difícil, por otro lado, que remar en ese ambiente.

Seguimos a la deriva, atentos al horizonte del sur, hasta llegar al Teyucuaré. La tormenta venía.

Estos cerros de Teyucuaré, tronchados a pico sobre el río en enormes cantiles de asperón rosado, por los que se descuelgan las lianas del bosque, entran profundamente en el Paraná formando hacia San Ignacio una honda ensenada, a perfecto resguardo del viento sur. Grandes bloques de piedra desprendidos del acantilado erizan el litoral, contra el cual el Paraná entero tropieza, remolinea y se escapa por fin aguas abajo, en rápidos agujereados de remolinos. Pero desde el cabo final, y contra la costa misma, el agua remansa lamiendo lentamente el Teyucuaré hasta el fondo del golfo.

En dicho cabo, y a resguardo de un inmenso bloque para evitar las sorpresas del viento, encallamos la canoa y nos sentamos a esperar. Pero las piedras barnizadas quemaban literalmente, aunque no había sol, y bajamos a aguardar en cuclillas a orillas del agua.

El sur, sin embargo, había cambiado de aspecto. Sobre el monte lejano, un blanco rollo de viento ascendía en curva, arrastrando tras él un toldo azul de lluvia. El río, súbitamente opaco, se había rizado.

Todo esto es rápido. Alzamos la vela, empujamos la canoa, y bruscamente, tras el negro bloque, el viento pasó rapando el agua. Fue una sola sacudida de cinco segundos; y ya había olas. Remamos hacia la punta de la restinga, pues tras el parapeto del acantilado no se movía aún una hoja. De pronto cruzamos la línea —imaginaria, si se quiere, pero perfectamente definida—, y el viento nos cogió.

Véase ahora: nuestra vela tenía tres metros cuadrados, lo que es bien poco, y entramos con 35 grados en el viento. Pues bien; la vela voló, arrancada como un simple pañuelo y sin que la canoa hubiera tenido tiempo de sentir la sacudida. Instantáneamente el viento nos arrastró. No mordía sino en nuestros cuerpos: poca vela, como se ve, pero era bastante para contrarrestar remos, timón, todo lo que hiciéramos. Y ni siquiera de popa; nos llevaba de costado, borda tumbada como una cosa náufraga.

Viento y agua, ahora. Todo el río, sobre la cresta de las olas, estaba blanco por el chal de lluvia que el viento llevaba de una ola a otra, rompía y anudaba en bruscas sacudidas convulsivas. Luego, la fulminante rapidez con que se forman las olas a contracorriente en un río que no da fondo allí a sesenta brazas. En un solo minuto el Paraná se había transformado en un mar huracanado, y nosotros, en dos náufragos. Íbamos siempre empujados de costado, tumbados, cargando veinte litros de agua a cada golpe de ola, ciegos de agua, con la cara dolorida por los latigazos de la lluvia y temblando de frío.

En Misiones, con una tempestad de verano, se pasa muy fácilmente de cuarenta grados a quince, y en un solo cuarto de hora. No se enferma nadie, porque el país es así, pero se muere uno de frío.

Pleno mar, en fin. Nuestra única esperanza era la playa de Blosset —playa de arcilla, felizmente—, contra la cual nos precipitábamos. No sé si la canoa hubiera resistido a flote un golpe de agua más; pero cuando una ola nos lanzó a cinco metros dentro de tierra, nos consideramos bien felices. Aun así tuvimos que salvar la canoa, que bajaba y subía al pajonal como un corcho, mientras nos hundíamos en la arcilla podrida y la lluvia nos golpeaba como piedras.

Salimos de allí; pero a las cinco cuadras estábamos muertos de fatiga, bien calientes esta vez. ¿Continuar por la playa? Imposible. Y cortar el monte en una noche de tinta, aunque se tenga un Collins en la mano, es cosa de locos.

Esto hicimos, no obstante. Alguien ladró de pronto —o, mejor, aulló; porque los perros de monte sólo aúllan—, y tropezamos con un rancho. En el rancho había, no muy visibles a la llama del fogón, un peón, su mujer y tres chiquilines. Además, una arpillera tendida como hamaca, dentro de la cual una criatura se moría con un ataque cerebral.

—¿Qué tiene? —preguntamos.

—Es un daño —respondieron los padres, después de volver un instante la cabeza a la arpillera.

Estaban sentados, indiferentes. Los chicos, en cambio, eran todo ojos hacia afuera. En ese momento, lejos, cantó el yaciyateré. Instantáneamente los muchachos se taparon cara y cabeza con los brazos.

—¡Ah! El yaciyateré —pensamos—. Viene a buscar al chiquilín. Por lo menos lo dejará loco.

El viento y el agua habían pasado, pero la atmósfera estaba muy fría. Un rato después, pero mucho más cerca, el yaciyateré cantó de nuevo. El chico enfermo se agitó en la hamaca. Los padres miraban siempre el fogón, indiferentes. Les hablamos de paños de agua fría en la cabeza. No nos entendían, ni valía la pena, por lo demás. ¿Qué iba a hacer eso contra el yaciyateré?

Creo que mi compañero había notado, como yo, la agitación del chico al acercarse el pájaro. Proseguimos tomando mate, desnudos de cintura arriba, mientras nuestras camisas humeaban secándose contra el fuego. No hablábamos; pero en el rincón lóbrego se veían muy bien los ojos espantados de los muchachos.

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