Read Anaconda y otros cuentos Online
Authors: Horacio Quiroga
Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror
Afuera, el monte goteaba aún. De pronto, a media cuadra escasa, el yaciyateré cantó. La criatura enferma respondió con una carcajada. Bueno. El chico volaba de fiebre porque tenía una meningitis y respondía con una carcajada al llamado del yaciyateré.
Nosotros tomábamos mate. Nuestras camisas se secaban. La criatura estaba ahora inmóvil. Sólo de vez en cuando roncaba, con un sacudón de cabeza hacia atrás. Afuera, en el bananal esta vez, el yaciyateré cantó. La criatura respondió enseguida con otra carcajada. Los muchachos dieron un grito y la llama del fogón se apagó.
A nosotros, un escalofrío nos corrió de arriba abajo. Alguien, que cantaba afuera, se iba acercando, y de esto no había duda. Un pájaro; muy bien, y nosotros lo sabíamos. Y a ese pájaro que venía a robar o enloquecer a la criatura, la criatura misma respondía con una carcajada a cuarenta y dos grados.
La leña húmeda llameaba de nuevo, y los inmensos ojos de los chicos lucían otra vez. Salimos un instante afuera. La noche había aclarado, y podríamos encontrar la picada. Algo de humo había todavía en nuestras camisas; pero cualquier cosa antes que aquella risa de meningitis…
Llegamos a las tres de la mañana a casa. Días después pasó el padre por allí, y me dijo que el chico seguía bien, y que se levantaba ya. Sano, en suma.
Cuatro años después de esto, estando yo allá, debí contribuir a levantar el censo de 1914, correspondiéndome el sector Yabebirí-Teyucuaré. Fui por agua, en la misma canoa, pero esta vez a simple remo. Era también de tarde.
Pasé por el rancho en cuestión y no hallé a nadie. De vuelta, y ya al crepúsculo, tampoco vi a nadie. Pero veinte metros más adelante, parado en el ribazo del arroyo y contra el bananal oscuro, estaba un muchacho desnudo, de siete a ocho años. Tenía las piernas sumamente flacas —los muslos más aún que las pantorrillas— y el vientre enorme. Llevaba una vara de pescar en la mano derecha, y en la izquierda sujetaba una banana a medio comer. Me miraba inmóvil, sin decidirse a comer ni a bajar del todo el brazo.
Le hablé, inútilmente. Insistí aún, preguntándole por los habitantes del rancho. Echó, por fin, a reír, mientras le caía un espeso hilo de baba hasta el vientre. Era el muchacho de la meningitis.
Salí de la ensenada: el chico me había seguido furtivamente hasta la playa, admirando con abiertos ojos mi canoa. Tiré los remos y me dejé llevar por el remanso, a la vista siempre del idiota crepuscular, que no se decidía a concluir su banana por admirar la canoa blanca.
Los dos hombres dejaron en tierra el artefacto de cinc y se sentaron sobre él. Desde el lugar donde estaban, a la trinchera, había aún treinta metros y el cajón pesaba. Era ésa la cuarta detención —y la última—, pues muy próxima la trinchera alzaba su escarpa de tierra roja.
Pero el sol de mediodía pesaba también sobre la cabeza desnuda de los dos hombres. La cruda luz lavaba el paisaje en un amarillo lívido de eclipse, sin sombras ni relieves. Luz de sol meridiano, como el de Misiones, en que las camisas de los dos hombres deslumbraban.
De vez en cuando volvían la cabeza al camino recorrido, y la bajaban enseguida, ciegos de luz. Uno de ellos, por lo demás, ostentaba en las precoces arrugas y en las infinitas patas de gallo el estigma del sol tropical. Al rato ambos se incorporaron, empuñaron de nuevo la angarilla, y paso tras paso, llegaron por fin. Se tiraron entonces de espaldas a pleno sol, y con el brazo se taparon la cara.
El artefacto, en efecto, pesaba, cuanto pesan cuatro chapas galvanizadas de catorce pies, con el refuerzo de cincuenta y seis pies de hierro L y hierro T de pulgada y media. Técnica dura, ésta, pero que nuestros hombres tenían grabada hasta el fondo de la cabeza, porque el artefacto en cuestión era una caldera para fabricar carbón que ellos mismos habían construido y la trinchera no era otra cosa que el horno de calefacción circular, obra también de su solo trabajo. Y, en fin, aunque los dos hombres estaban vestidos como peones y hablaban como ingenieros, no eran ni ingenieros ni peones.
Uno se llamaba Duncan Dréver, y Marcos Rienzi, el otro. Padres ingleses e italianos, respectivamente, sin que ninguno de los dos tuviera el menor prejuicio sentimental hacia su raza de origen. Personificaban así un tipo de americano que ha espantado a Huret, como tantos otros: el hijo de europeo que se ríe de su patria heredada con tanta frescura como de la suya propia.
Pero Rienzi y Dréver, tirados de espaldas, el brazo sobre los ojos, no se reían en esa ocasión, porque estaban hartos de trabajar desde las cinco de la mañana y desde un mes atrás, bajo un frío de cero grado las más de las veces.
Esto era en Misiones. A las ocho, y hasta las cuatro de la tarde, el sol tropical hacía de las suyas, pero apenas bajaba el sol, el termómetro comenzaba a caer con él, tan velozmente que se podía seguir con los ojos el descenso del mercurio. A esa hora el país comenzaba a helarse literalmente; de modo que los treinta grados del mediodía se reducían a cuatro a las ocho de la noche, para comenzar a las cuatro de la mañana el galope descendente: –1, –2, –3. La noche anterior había bajado a –4, con la consiguiente sacudida de los conocimientos geográficos de Rienzi, que no concluía de orientarse en aquella climatología de carnaval, con la que poco tenían que ver los informes meteorológicos.
—Éste es un país subtropical de calor asfixiante —decía Rienzi tirando el cortafierro quemante de frío y yéndose a caminar. Porque antes de salir el sol, en la penumbra glacial del campo escarchado, un trabajo a fierro vivo despelleja las manos con harta facilidad.
Dréver y Rienzi, sin embargo, no abandonaron una sola vez su caldera en todo ese mes, salvo los días de lluvia, en que estudiaban modificaciones sobre el plano, muertos de frío. Cuando se decidieron por la destilación en vaso cerrado, sabían ya prácticamente a qué atenerse respecto de los diversos sistemas a fuego directo, incluso el de Schwartz. Puestos de firme en su caldera, lo único que no había variado nunca era su capacidad: 1400 cm
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. Pero forma, ajuste, tapas, diámetro del tubo de escape, condensador, todo había sido estudiado y reestudiado cien veces. De noche, al acostarse, se repetía siempre la misma escena. Hablaban un rato en la cama de a o b, cualquier cosa que nada tenía que ver con su tarea del momento. Cesaba la conversación, porque tenían sueño. Así al menos lo creían ellos. A la hora de profundo silencio, uno levantaba la voz:
—Yo creo que diecisiete debe ser bastante.
—Creo lo mismo —respondía enseguida el otro.
¿Diecisiete qué? Centímetros, remaches, días, intervalos, cualquier cosa. Pero ellos sabían perfectamente que se trataba de su caldera y a qué se referían.
Un día, tres meses atrás, Rienzi había escrito a Dréver desde Buenos Aires, diciéndole que quería ir a Misiones. ¿Qué se podía hacer? Él creía que a despecho de las aleluyas nacionales sobre la industrialización del país, una pequeña industria, bien entendida, podría dar resultado por lo menos durante la guerra. ¿Qué le parecía esto?
Dréver contestó: «Véngase, y estudiaremos el asunto carbón y alquitrán».
A lo que Rienzi repuso embarcándose para allá.
Ahora bien; la destilación a fuego de la madera es un problema interesante de resolver, pero para el cual se requiere un capital bastante mayor del que podía disponer Dréver. En verdad, el capital de éste consistía en la leña de su monte, y el recurso de sus herramientas. Con esto, cuatro chapas que le habían sobrado al armar el galpón, y la ayuda de Rienzi, se podía ensayar.
Ensayaron, pues. Como en la destilación de la madera los gases no trabajaban a presión, el material aquel les bastaba. Con hierros T para la armadura y L para las bocas, montaron la caldera rectangular de 4,20 x 0,70 metros. Fue un trabajo prolijo y tenaz, pues a más de las dificultades técnicas debieron contar con las derivadas de la escasez de material y de una que otra herramienta. El ajuste inicial, por ejemplo, fue un desastre: imposible pestañar aquellos bordes quebradizos, y poco menos que en el aire. Tuvieron, pues, que ajustarla a fuerza de remaches, a uno por centímetro, lo que da 1680 para la sola unión longitudinal de las chapas. Y como no tenían remaches, cortaron 1680 clavos, y algunos centenares más para la armadura.
Rienzi remachaba de afuera. Dréver, apretado dentro de la caldera, con las rodillas en el pecho, soportaba el golpe. Y los clavos, sabido es, sólo pueden ser remachados a costa de una gran paciencia que a Dréver, allá adentro, se le escapaba con rapidez vertiginosa. A la hora turnaban, y mientras Dréver salía acalambrado, doblado, incorporándose a sacudidas, Rienzi entraba a poner su paciencia a prueba con las corridas del martillo por el contragolpe.
Tal fue su trabajo. Pero el empeño en hacer lo que querían fue asimismo tan serio, que los dos hombres no dejaron pasar un día sin machucarse las uñas. Con las modificaciones sabidas los días de lluvia, y los inevitables comentarios a medianoche.
No tuvieron en ese mes otra diversión —esto desde el punto de vista urbano— que entrar los domingos de mañana en el monte a punta de machete. Dréver, hecho a aquella vida, tenía la muñeca bastante sólida para no cortar sino lo que quería; pero cuando Rienzi era quien abría monte, su compañero tenía buen cuidado de mantenerse atrás a cuatro o cinco metros. Y no es que el puño de Rienzi fuera malo; pero el machete es cosa de un largo aprendizaje.
Luego, como distracción diaria, tenían la que les proporcionaba su ayudante, la hija de Dréver. Era ésta una rubia de cinco años, sin madre, porque Dréver había enviudado a los tres años de estar allá. Él la había criado solo, con una paciencia infinitamente mayor que la que le pedían los remaches de la caldera. Dréver no tenía el carácter manso, y era difícil de manejar. De dónde aquel hombrón había sacado la ternura y la paciencia necesarias para criar solo y hacerse adorar de su hija, no lo sé; pero lo cierto es que cuando caminaban juntos al crepúsculo, se oían diálogos como éste:
—¡Piapiá!
—¡Mi vida…!
—¿Va a estar pronto tu caldera?
—Sí, mi vida.
—¿Y vas a destilar toda la leña del monte?
—No; vamos a ensayar solamente.
—¿Y vas a ganar platita?
—No creo, chiquita.
—¡Pobre piapiacito querido! No podés nunca ganar mucha plata.
—Así es…
—Pero vas a hacer un ensayo lindo, piapiá. ¡Lindo como vos, piapiacito querido!
—Sí, mi amor.
—¡Yo te quiero mucho, mucho, piapiá!
—Sí, mi vida…
Y el brazo de Dréver bajaba por sobre el hombro de su hija y la criatura besaba la mano dura y quebrada de su padre, tan grande que le ocupaba todo el pecho.
Rienzi tampoco era pródigo de palabras, y fácilmente podía considerárseles tipos inabordables. Mas la chica de Dréver conocía un poco a aquella clase de gente, y se reía a carcajadas del terrible ceño de Rienzi, cada vez que éste trataba de imponer con su entrecejo tregua a las diarias exigencias de su ayudante: vueltas de carnero en la gramilla, carreras a babucha, hamaca, trampolín, sube y baja, alambre carril, sin contar uno que otro jarro de agua a la cara de su amigo, cuando éste, a mediodía, se tiraba al sol sobre el pasto.
Dréver oía un juramento e inquiría la causa.
—¡Es la maldita viejita! —gritaba Rienzi—. No se le ocurre sino…
Pero ante la —bien que remota— probabilidad de una injusticia propia del padre, Rienzi se apresuraba a hacer las paces con la chica, la cual festejaba en cuclillas la cara lavada como una botella de Rienzi.
Su padre jugaba menos con ella; pero seguía con los ojos el pesado galope de su amigo alrededor de la meseta, cargado con la chica en los hombros.
Era un terceto bien curioso el de los dos hombres de grandes zancadas y su rubia ayudante de cinco años, que iban, venían y volvían a ir de la meseta al horno. Porque la chica, criada y educada constantemente al lado de su padre, conocía una por una las herramientas, y sabía qué presión, más o menos, se necesita para partir diez cocos juntos, y a qué olor se le puede llamar con propiedad de piroleñoso. Sabía leer, y escribía todo con mayúsculas.
Aquellos doscientos metros del bungalow, al monte fueron recorridos a cada momento mientras se construyó el horno. Con paso fuerte de madrugada, o tardo a mediodía, iban y venían como hormigas por el mismo sendero, con las mismas sinuosidades y la misma curva para evitar el florecimiento de arenisca negra a flor de pasto.
Si la elección del sistema de calefacción les había costado, su ejecución sobrepasó con mucho lo concebido.
«Una cosa es en el papel, y otra en el terreno», decía Rienzi con las manos en los bolsillos, cada vez que un laborioso cálculo sobre volumen de gases, toma de aire, superficie de la parrilla, cámara de tiro, se les iba al diablo por la pobreza del material.
Desde luego, se les había ocurrido la cosa más arriesgada que quepa en asuntos de ese orden: calefacción en espiral para una caldera horizontal. ¿Por qué? Tenían ellos sus razones y dejémoselas. Mas lo cierto es que cuando encendieron por primera vez el horno, y acto continuo el humo escapó de la chimenea, después de haberse visto forzado a descender cuatro veces bajo la caldera… al ver esto, los dos hombres se sentaron a fumar sin decir nada, mirando aquello con aire más bien distraído, el aire de hombres de carácter que ven el éxito de un duro trabajo en el que han puesto todas sus fuerzas.
¡Ya estaba, por fin! Las instalaciones accesorias —condensador de alquitrán y quemador de gases— eran un juego de niños. La condensación se dispuso en ocho bordelesas, pues no tenían agua; y los gases fueron enviados directamente al hogar. Con lo que la chica de Dréver tuvo ocasión de maravillarse de aquel grueso chorro de fuego que salía de la caldera donde no había fuego.
—¡Qué lindo, piapiá! —exclamaba, inmóvil de sorpresa. Y con los besos de siempre a la mano de su padre—: ¡Cuántas cosas sabés hacer, piapiacito querido!
Tras lo cual entraban en el monte a comer naranjas.
Entre las pocas cosas que Dréver tenía en este mundo —fuera de su hija, claro está— la de mayor valor era su naranjal, que no le daba renta alguna, pero que era un encanto de ver. Plantación original de los jesuitas, hace doscientos años, el naranjal había sido invadido y sobrepasado por el bosque, en cuyo
sous-bois
, digamos, los naranjos continuaban enervando el monte de perfume de azahar, que al crepúsculo llegaba hasta los senderos del campo. Los naranjos de Misiones no han conocido jamás enfermedad alguna. Costaría trabajo encontrar una naranja con una sola peca. Y como riqueza de sabor y hermosura aquella fruta no tiene rival.