Read Anaconda y otros cuentos Online
Authors: Horacio Quiroga
Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror
—¿Para qué? —replicó Lanceolada, sin dignarse volver la cabeza a la culebra.
—¿Cómo para qué? —exclamó ésta, irguiéndose—. Se necesita toda la estupidez de una Lanceolada para decir esto… ¡Estoy cansada ya de oír en este Congreso disparate tras disparate! ¡No parece sino que las Venenosas representaran a la Familia entera! Nadie, menos ésa —señaló con la cola a Lanceolada—, ignora que precisamente de las noticias que traiga Cruzada depende nuestro plan… ¿Que para qué esperarla?… ¡Estamos frescas si las inteligencias capaces de preguntar esto dominan en este Congreso!
—No insultes —le reprochó gravemente Coatiarita.
La Ñacaniná se volvió a ella:
—¿Y a ti quién te mete en esto?
—No insultes —repitió la pequeña, dignamente.
Ñacaniná consideró al pundonoroso benjamín y cambió de voz.
—Tiene razón la minúscula prima —concluyó tranquila—; Lanceolada, te pido disculpa.
—¡No es nada! —replicó con rabia la yarará.
—¡No importa!; pero vuelvo a pedirte disculpa.
Felizmente, Coralina, que acechaba a la entrada de la caverna, entró silbando:
—¡Ahí viene Cruzada!
—¡Por fin! —exclamaron las congresales, alegres. Pero su alegría transformose en estupefacción cuando, detrás de la yarará, vieron entrar a una inmensa víbora, totalmente desconocida de ellas.
Mientras Cruzada iba a tenderse al lado de Atroz, la intrusa se arrolló lenta y paulatinamente en el centro de la caverna y se mantuvo inmóvil.
—¡Terrífica! —dijo Cruzada—. Dale la bienvenida. Es de las nuestras.
—¡Somos hermanas! —se apresuró la de cascabel, observándola, inquieta.
Todas las víboras, muertas de curiosidad, se arrastraron hacia la recién llegada.
—Parece una prima sin veneno —decía una, con un tanto de desdén.
—Sí —agregó otra—. Tiene ojos redondos.
—Y cola larga.
—Y además…
Pero de pronto quedaron mudas, porque la desconocida acababa de hinchar monstruosamente el cuello. No duró aquello más que un segundo; el capuchón se replegó, mientras la recién llegada se volvía a su amiga, con la voz alterada.
—Cruzada: diles que no se acerquen tanto… No puedo dominarme.
—¡Sí, déjenla tranquila! —exclamó Cruzada—. Tanto más —agregó— cuanto que acaba de salvarme la vida, y tal vez la de todas nosotras.
No era menester más. El Congreso quedó un instante pendiente de la narración de Cruzada, que tuvo que contarlo todo: el encuentro con el perro, el lazo del hombre de lentes ahumados, el magnífico plan de Hamadrías, con la catástrofe final, y el profundo sueño que acometió luego a la yarará hasta una hora antes de llegar.
—Resultado —concluyó—: dos hombres fuera de combate, y de los más peligrosos. Ahora no nos resta más que eliminar a los que quedan.
—¡O a los caballos! —dijo Hamadrías.
—¡O al perro! —agregó la Ñacaniná.
—Yo creo que a los caballos —insistió la cobra real—. Y me fundo en esto: mientras queden vivos los caballos, un solo hombre puede preparar miles de tubos de suero, con los cuales se inmunizarán contra nosotras. Raras veces, ustedes lo saben bien, se presenta la ocasión de morder una vena… como ayer. Insisto, pues, en que debemos dirigir todo nuestro ataque contra los caballos. ¡Después veremos! En cuanto al perro —concluyó con una mirada de reojo a la Ñacaniná—, me parece despreciable.
Era evidente que desde el primer momento la serpiente asiática y la Ñacaniná indígena habíanse disgustado mutuamente. Si la una, en su carácter de animal venenoso, representaba un tipo inferior para la Cazadora, esta última, a fuer de fuerte y ágil, provocaba el odio y los celos de Hamadrías. De modo que la vieja y tenaz rivalidad entre serpientes venenosas y no venenosas llevaba miras de exasperarse aún más en aquel último Congreso.
—Por mi parte —contestó Ñacaniná—, creo que caballos y hombres son secundarios en esta lucha. Por gran facilidad que podamos tener para eliminar a unos y otros, no es nada esta facilidad comparada con la que puede tener el perro el primer día que se les ocurra dar una batida en forma, y la darán, estén bien seguras, antes de veinticuatro horas. Un perro inmunizado contra cualquier mordedura, aun la de esta señora con sombrero en el cuello —agregó señalando de costado a la cobra real—, es el enemigo más temible que podamos tener, y sobre todo si se recuerda que ese enemigo ha sido adiestrado a seguir nuestro rastro. ¿Qué opinas, Cruzada?
No se ignoraba tampoco en el Congreso la amistad singular que unía a la víbora y la culebra; posiblemente más que amistad, era aquello una estimación recíproca de su mutua inteligencia.
—Yo opino como Ñacaniná —repuso—. Si el perro se pone a trabajar, estamos perdidas.
—¡Pero adelantémonos! —replicó Hamadrías.
—¡No podríamos adelantarnos tanto!… Me inclino decididamente por la prima.
—Estaba segura —dijo ésta tranquilamente.
Era esto más de lo que podía oír la cobra real sin que la ira subiera a inundarle los colmillos de veneno.
—No sé hasta qué punto puede tener valor la opinión de esta señorita conversadora —dijo, devolviendo a la Ñacaniná su mirada de reojo—. El peligro real en esta circunstancia es para nosotras, las Venenosas, que tenemos por negro pabellón a la Muerte. Las culebras saben bien que el hombre no las teme, porque son completamente incapaces de hacerse temer.
—¡He aquí una cosa bien dicha! —dijo una voz que no había sonado aún.
Hamadrías se volvió vivamente, porque en el tono tranquilo de la voz había creído notar una vaguísima ironía, y vio dos grandes ojos brillantes que la miraban apaciblemente.
—¿A mí me hablas? —preguntó con desdén.
—Sí, a ti —repuso mansamente la interruptora—. Lo que has dicho está empapado en profunda verdad.
La cobra real volvió a sentir la ironía anterior, y como por un presentimiento, midió a la ligera con la vista el cuerpo de su interlocutora, arrollada en la sombra.
—¡Tú eres Anaconda!
—¡Tú lo has dicho! —repuso aquélla inclinándose.
Pero la Ñacaniná quería de una vez por todas aclarar las cosas.
—¡Un instante! —exclamó.
—¡No! —interrumpió Anaconda—. Permíteme, Ñacaniná. Cuando un ser es bien formado, ágil, fuerte y veloz, se apodera de su enemigo con la energía de nervios y músculos que constituye su honor, como el de todos los luchadores de la creación. Así cazan el gavilán, el gato onza, el tigre, nosotras, todos los seres de noble estructura. Pero cuando se es torpe, pesado, poco inteligente e incapaz, por lo tanto, de luchar francamente por la vida, entonces se tiene un par de colmillos para asesinar a traición, como esa dama importada que nos quiere deslumbrar con su gran sombrero.
En efecto, la cobra real, fuera de sí, había dilatado el monstruoso cuello para lanzarse sobre la insolente. Pero también el Congreso entero se había erguido amenazador al ver esto.
—¡Cuidado! —gritaron varias a un tiempo—. ¡El Congreso es inviolable!
—¡Abajo el capuchón! —alzose Atroz, con los ojos hechos ascua.
Hamadrías se volvió a ella con un silbido de rabia.
—¡Abajo el capuchón! —se adelantaron Urutú Dorado y Lanceolada.
Hamadrías tuvo un instante de loca rebelión, pensando en la facilidad con que hubiera destrozado una tras otra a cada una de sus contrincantes. Pero ante la actitud de combate del Congreso entero, bajó el capuchón lentamente.
—¡Está bien! —silbó—. Respeto el Congreso. Pero pido que cuando se concluya… ¡no me provoquen!
—Nadie te provocará —dijo Anaconda.
La cobra se volvió a ella con reconcentrado odio:
—¡Y tú menos que nadie, porque me tienes miedo!
—¡Miedo yo! —contestó Anaconda, avanzando.
—¡Paz, paz! —clamaron todas de nuevo—. ¡Estamos dando un pésimo ejemplo! ¡Decidamos de una vez lo que debemos hacer!
—Sí, ya es tiempo de esto —dijo Terrífica—. Tenemos dos planes a seguir: el propuesto por Ñacaniná, y el de nuestra aliada. ¿Comenzamos el ataque por el perro, o bien lanzamos todas nuestras fuerzas contra los caballos?
Ahora bien, aunque la mayoría se inclinaba acaso a adoptar el plan de la culebra, el aspecto, tamaño e inteligencia demostrados por la serpiente asiática habían impresionado favorablemente al Congreso en su favor. Estaba aún viva su magnífica combinación contra el personal del Instituto; y fuera lo que pudiere ser su nuevo plan, es lo cierto que se le debía ya la eliminación de dos hombres. Agréguese que, salvo la Ñacaniná y Cruzada, que habían estado ya en campaña, ninguna se había dado cuenta del terrible enemigo que había en un perro inmunizado y rastreador de víboras. Se comprenderá así que el plan de la cobra real triunfara al fin.
Aunque era ya muy tarde, era también cuestión de vida o muerte llevar el ataque enseguida, y se decidió partir sobre la marcha.
—¡Adelante, pues! —concluyó la de cascabel—. ¿Nadie tiene nada más que decir?
—¡Nada…! —gritó Ñacaniná—, ¡sino que nos arrepentiremos!
Y las víboras y culebras, inmensamente aumentadas por los individuos de las especies cuyos representantes salían de la caverna, lanzáronse hacia el Instituto.
—¡Una palabra! —advirtió aún Terrífica—. ¡Mientras dure la campaña estamos en Congreso y somos inviolables las unas para las otras! ¿Entendido?
—¡Sí, sí, basta de palabras! —silbaron todas.
La cobra real, a cuyo lado pasaba Anaconda, le dijo mirándola sombríamente:
—Después…
—¡Ya lo creo! —la cortó alegremente Anaconda, lanzándose como una flecha a la vanguardia.
X
El personal del Instituto velaba al pie de la cama del peón mordido por la yarará. Pronto debía amanecer. Un empleado se asomó a la ventana por donde entraba la noche caliente y creyó oír ruido en uno de los galpones. Prestó oído un rato y dijo:
—Me parece que es en la caballeriza… Vaya a ver, Fragoso.
El aludido encendió el farol de viento y salió, en tanto que los demás quedaban atentos, con el oído alerta.
No había transcurrido medio minuto cuando sentían pasos precipitados en el patio y Fragoso aparecía, pálido de sorpresa.
—¡La caballeriza está llena de víboras! —dijo.
—¿Llena? —preguntó el nuevo jefe—. ¿Qué es eso? ¿Qué pasa?…
—No sé…
—Vayamos.
Y se lanzaron afuera.
—¡Daboy! ¡Daboy! —llamó el jefe al perro que gemía soñando bajo la cama del enfermo. Y corriendo todos entraron en la caballeriza.
Allí, a la luz del farol de viento, pudieron ver al caballo y a la mula debatiéndose a patadas contra sesenta u ochenta víboras que inundaban la caballeriza. Los animales relinchaban y hacían volar a coces los pesebres; pero las víboras, como si las dirigiera una inteligencia superior, esquivaban los golpes y mordían con furia.
Los hombres, con el impulso de la llegada, habían caído entre ellas. Ante el brusco golpe de luz, las invasoras se detuvieron un instante, para lanzarse enseguida silbando a un nuevo asalto, que, dada la confusión de caballos y hombres, no se sabía contra quién iba dirigido.
El personal del Instituto se vio así rodeado por todas partes de víboras. Fragoso sintió un golpe de colmillos en el borde de las botas, a medio centímetro de su rodilla, y descargó su vara —vara dura y flexible que nunca falta en una casa de bosque— sobre la atacante. El nuevo director partió en dos a otra, y el otro empleado tuvo tiempo de aplastar la cabeza, sobre el cuello mismo del perro, a una gran víbora que acababa de arrollarse con pasmosa velocidad al pescuezo del animal.
Esto pasó en menos de diez segundos. Las varas caían con furioso vigor sobre las víboras que avanzaban siempre, mordían las botas, pretendían trepar por las piernas. Y en medio del relinchar de los caballos, los gritos de los hombres, los ladridos del perro y el silbido de las víboras, el asalto ejercía cada vez más presión sobre los defensores, cuando Fragoso, al precipitarse sobre una inmensa víbora que creyera reconocer, pisó sobre un cuerpo a toda velocidad y cayó, mientras el farol, roto en mil pedazos, se apagaba.
—¡Atrás! —gritó el nuevo director—. ¡Daboy, aquí!
Y saltaron atrás, al patio, seguidos por el perro, que felizmente había podido desenredarse de entre la madeja de víboras.
Pálidos y jadeantes, se miraron.
—Parece cosa del diablo… —murmuró el jefe—. Jamás he visto cosa igual… ¿Qué tienen las víboras de este país? Ayer, aquella doble mordedura, como matemáticamente combinada… Hoy… Por suerte ignoran que nos han salvado a los caballos con sus mordeduras… Pronto amanecerá, y entonces será otra cosa.
—Me pareció que allí andaba la cobra real —dejó caer Fragoso, mientras se ligaba los músculos doloridos de la muñeca.
—Sí —agregó el otro empleado—. Yo la vi bien… Y Daboy, ¿no tiene nada?
—No; muy mordido… Felizmente puede resistir cuanto quieran.
Volvieron los hombres otra vez al enfermo, cuya respiración era mejor. Estaba ahora inundado en copiosa transpiración.
—Comienza a aclarar —dijo el nuevo director, asomándose a la ventana—. Usted, Antonio, podrá quedarse aquí. Fragoso y yo vamos a salir.
—¿Llevamos los lazos? —preguntó Fragoso.
—¡Oh, no! —repuso el jefe, sacudiendo la cabeza—. Con otras víboras, las hubiéramos cazado a todas en un segundo. Éstas son demasiado singulares… Las varas y, a todo evento, el machete.
XI
No singulares, sino víboras, que ante un inmenso peligro sumaban la inteligencia reunida de las especies, era el enemigo que había asaltado el Instituto Seroterápico.
La súbita oscuridad que siguiera al farol roto había advertido a las combatientes el peligro de mayor luz y mayor resistencia. Además, comenzaban a sentir ya en la humedad de la atmósfera la inminencia del día.
—Si nos quedamos un momento más —exclamó Cruzada—, nos cortan la retirada. ¡Atrás!
—¡Atrás, atrás! —gritaron todas. Y atropellándose, pasándose las unas sobre las otras, se lanzaron al campo. Marchaban en tropel, espantadas, derrotadas, viendo con consternación que el día comenzaba a romper a lo lejos.
Llevaban ya veinte minutos de fuga, cuando un ladrido claro y agudo, pero distante aún, detuvo a la columna jadeante.
—¡Un instante! —gritó Urutú Dorado—. Veamos cuántas somos, y qué podemos hacer.
A la luz aún incierta de la madrugada examinaron sus fuerzas. Entre las patas de los caballos habían quedado dieciocho serpientes muertas, entre ellas las dos culebras de coral. Atroz había sido partida en dos por Fragoso, y Drimobia yacía allá con el cráneo roto, mientras estrangulaba al perro. Faltaban además Coatiarita, Radínea y Boipeva. En total, veintitrés combatientes aniquilados. Pero las restantes, sin excepción de una sola, estaban todas magulladas, pisadas, pateadas, llenas de polvo y sangre entre las escamas rotas.