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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

Anaconda y otros cuentos (16 page)

Con lo que se equivoca profundamente.

Adorada mía: un sudamericano puede no entender de negocios ni la primera parte de un film; pero si se trata de una falda, no es el cónclave entero de cinematografistas quien va a caldear el mercado a su capricho. Mucho antes, allá, en Buenos Aires, cambié lo que me quedaba de vergüenza por la esperanza de poseer dos bellos ojos.

De modo que yo soy quien dirige la operación, y yo quien me pongo en venta, con mi acento latino y mis millones.
¡Ciao!

A las diez en punto estaba en los talleres de la Universal. La protección de mi prepotente amigo me colocó junto al director de escena, inmediatamente debajo de las máquinas, de modo que pude seguir hito a hito la impresión de varios cuadros.

No creo que haya muchas cosas más artificiales e incongruentes que las escenas de interior del film. Y lo más sorprendente, desde luego, es que los actores lleguen a expresar con naturalidad una emoción cualquiera ante la comparsa de tipos plantados a un metro de sus ojos, observando su juego.

En el teatro, a quince o treinta metros del público, concibo muy bien que un actor, cuya novia del caso está junto a él en la escena, pueda expresar más o menos bien un amor fingido. Pero en el taller el escenario desaparece totalmente, cuando los cuadros son de detalle. Aquí el actor permanece quieto y solo mientras la máquina se va aproximando a su cara, hasta tocarla casi. Y el director le grita:

—Mire ahora aquí… Ella se ha ido, ¿entiende? Usted cree que la va a perder… ¡Mírela con melancolía…! ¡Más! ¡Eso no es melancolía…! Bueno, ahora, sí… ¡La luz!

Y mientras los focos inundan hasta enceguecerlo la cara del infeliz, él permanece mirando con aire de enamorado a una escoba o a un tramoyista, ante el rostro aburrido del director.

Sin duda alguna se necesita una muy fuerte dosis de desparpajo para expresar no importa qué en tales circunstancias. Y ello proviene de que Dios hizo el pudor del alma para los hombres y algunas mujeres, pero no para los actores.

Admirables, de todos modos, estos seres que nos muestran luego en la totalidad del film una caracterización sumamente fuerte a veces. En
Casa de muñecas
, por ejemplo, obra laboriosamente interpretada en las tablas, está aún por nacer la actriz que pueda medirse con la Nora de Dorothy Phillips, aunque no se oiga su voz ni sea ésta de oro, como la de Sarah. Y de paso sea dicho: todo el concepto latino del cine vale menos que un humilde film yanqui, a diez centavos. Aquél pivota entero sobre la afectación, y en éste suele hallarse muy a menudo la divina condición que es primera en las obras de arte, como en las cartas de amor: la sinceridad, que es la verdad de expresión interna y externa.

«Vale más una declaración de amor torpemente hecha en prosa, que una afiligranada en verso».

Este humilde aforismo de los jóvenes da la razón de cuándo el arte es obra de modistas, y cuándo de varones.

—Sí, pero las gentes no lo ven —me decía Stowell cuando salíamos del taller—. Usted conoce las concesiones ineludibles al público en cada film.

—Desde luego; pero el mismo público es quien ha hecho la fama del arte de ustedes. Algo pesca siempre; algo hay de lúcido en la honradez —aun la artística— que abre los ojos del mismo ciego.

—En el país de usted es posible; pero en Europa levantamos siempre resistencia. Cuantas veces pueden no dejar de imputarnos lo que ellos llaman falta de expresión, y que no es más que falta de gesticulación. Ésta les encanta. Los hombres, sobre todo, les resultamos sobrios en exceso. Ahí tiene, por ejemplo,
Sendero de espinas
. Es el trabajo que he hecho más a gusto… ¿Se va? Venga con nosotros al bar. ¡Oh, la mesa es grande…! ¡Dolly!

La interpelada, que cruzaba ya el veredón, se volvió.

—Sto… ¡Ah, señor Grant! No lo había visto.

—Dolly, lleve al señor Grant al bar. Thedy se llevó mi auto.

—¡Y sí! Siento no poder llevarlo, Stowell… Está lleno.

—Si me permite podríamos ir en mi máquina —me ofrecí.

—¡Ya lo creo! Entre, Stowell. ¡Cuidado! Usted cada vez se pone más grande.

Y he aquí cómo hice el primer viaje en automóvil con Dorothy Phillips, y cómo he sentido también por primera vez el roce de su falda, ¡y nada más!

Stowell, por su parte, me miraba con atención, debida, creo, a la rareza de hallar conceptos razonables sobre arte en un hijo pródigo de la Argentina. Por lo cual hicimos mesa aparte en el bar. Y para satisfacer del todo su curiosidad, me dejé ir a diversas impresiones, incluso las anotadas más arriba, sobre el taller.

Stowell es inteligente. Es además, el hombre que en este mundo ha visto más cerca el corazón de la Phillips desmayándosele en los ojos. Este privilegio suyo crea así entre nosotros un tierno parentesco que yo soy el único en advertir.

A excepción de Burns.

—Buenas noches a uno y otro —nos ha puesto las manos en los hombros—. ¿Bien, Stowell? No pude ir. ¿Cuántos cuadros? No adelantan gran cosa, que digamos. ¿Y usted, Grant? ¿Adelanta algo? No responda, es inútil…

—¿Se me ve también en la cara? —no he podido menos de reírme.

—Todavía no; lo que se ve desde ya es que a Stowell alcanza también su efusión. Dolly quiere almorzar mañana con usted y Stowell. No está segura de que sean doce las fotografías de su número. Seremos los cuatro. ¿No le ha dicho nada Dolly? ¡Dolly! Deje a su Lon un momento. Aquí están los dos Stowell. Y la ventana es fresca.

—¡Cómo lo olvidé! —nos dijo la Phillips viniendo a sentarse con nosotros—. Estaba segura de habérselo dicho… Tendré mucho gusto, señor Grant. Tom: ¿usted dice que está más fresco aquí? Bajemos, por lo menos, al jardín.

Bajamos al jardín. Stowell tuvo el buen gusto de buscarme la boca, y no hallé el menor inconveniente en recordar toda la serie de meditaciones que había hecho en Buenos Aires sobre este extraordinario arte nuevo, en un pasado remoto, cuando Dorothy Phillips, con la sombra del sombrero hasta los labios, no me estaba mirando, ¡hace miles de años!

Lo cierto es que aunque no hablé mucho, pues soy más bien parco de palabras, me observaban con atención.

—¡Hum…! —me dije—. Torna a reproducirse el asombro ante el hijo pródigo del Sur.

—¿Usted es argentino? —rompió Stowell al cabo de un momento.

—Sí.

—Su nombre es inglés.

—Mi abuelo lo era. No creo tener ya nada de inglés.

—¡Ni el acento!

—Desde luego. He aprendido el idioma solo, y lo practico poco.

La Phillips me miraba.

—Es que le queda muy bien ese acento. Conozco muchos mexicanos que hablan nuestra lengua, y no parece… No es lo mismo.

—¿Usted es escritor? —tornó Stowell.

—No —repuse.

—Es lástima, porque sus observaciones tendrían mucho valor para nosotros, viniendo de tan lejos y de otra raza.

—Es lo que pensaba —apoyó la Phillips—. La literatura de ustedes se vería muy reanimada con un poco de parsimonia en la expresión.

—Y en las ideas —dijo Burns—. Esto no hay allá. Dolly es muy fuerte en este sector.

—¿Y usted escribe? —me volví a ella.

—No; leo cuantas veces tengo tiempo… Conozco bastante, para ser mujer, lo que se escribe en Sudamérica. Mi abuela era de Texas. Leo el español, pero no puedo hablarlo.

—¿Y le gusta?

—¿Qué?

—La literatura latina de América.

Se sonrió.

—¿Sinceramente? No.

—¿Y la de Argentina?

—¿En particular? No sé… Es tan parecido todo… ¡tan mexicano!

—¡Bien, Dolly! —reforzó Burns—. En el Arizona, que es México, desde los mestizos hasta su mismo infierno, hay crótalos. Pero en el resto hay sinsontes, y pálidas desposadas, y declamación en todo. Y el resto, ¡falso! Nunca vi cosa que sea distinta en la América de ustedes. ¡Salud, Grant!

—No hay de qué. Nosotros decimos, en cambio, que aquí no hay sino máquinas.

—¡Y estrellas de cinematógrafo! —se levantó Burns, poniéndome la mano en el hombro, mientras Stowell recordaba una cita y retiraba a su vez la silla.

—Vamos, Tom; se nos va a ir el tren. Hasta mañana, Dolly. Buenas noches, Grant.

Y quedamos solos. Recuerdo muy bien haber dicho que de ella deseaba reservarlo todo para el matrimonio, desde su perfume habitual hasta el escote de sus zapatos. Pero ahora, enfrente de mí, inconmensurablemente divina por la evocación que había volcado la urna repleta de mis recuerdos, yo estaba inmóvil, devorándola con los ojos.

Pasó un instante de completo silencio.

—Hermosa noche —dijo ella.

Yo no contesté. Entonces se volvió a mí.

—¿Qué mira? —me preguntó.

La pregunta era lógica; pero su mirada no tenía la naturalidad exigible.

—La miro a usted —respondí.

—Dese el gusto.

—Me lo doy.

Nueva pausa, que tampoco resistió ella esta vez.

—¿Son tan divertidos como usted en la Argentina?

—Algunos. —Y agregué—: Es que lo que le he dicho está a una legua de lo que cree.

—¿Qué creo?

—Que he comenzado con esa frase una conquista de sudamericano.

Ella me miró un instante sin pestañear.

—No —me respondió sencillamente—. Tal vez lo creí un momento, pero reflexioné.

—¿Y no le parezco un piratilla de rica familia, no es cierto?

—Dejemos, Grant, ¿le parece? —se levantó.

—Con mucho gusto, señora. Pero me dolería muchísimo más de lo que usted cree que me desconociera hasta este punto.

—No lo conozco aún; usted mejor que yo debe de comprenderlo. Pero no es nada. Mañana hablaremos con más calma. A la una, no se olvide.

He pasado mala noche. Mi estado de ánimo será muy comprensible para los muchachos de veinte años a la mañana siguiente de un baile, cuando sienten los nervios lánguidos y la impresión deliciosa de algo muy lejano, y que ha pasado hace apenas siete horas.

—Duerme, corazón.

Diez nuevos días transcurridos sin adelantar gran cosa. Ayer he ido, como siempre, a reunirme con ellos a la salida del taller.

—Vamos, Grant —me dijo Stowell—. Lon quiere contarle eso de la víbora de cascabel.

—Hace mucho calor en el bar —observé.

—¿No es cierto? —se volvió la Phillips—. Yo voy a tomar un poco de aire. ¿Me acompaña, Grant?

—Con mucho gusto. Stowell: a Chaney, que esta noche lo veré. Allá, en mi tierra, hay, pero son de otra especie. A sus órdenes,
miss
Phillips.

Ella se rió.

—¡Todavía no!

—Perdón.

Y salimos a buena velocidad, mientras el crepúsculo comenzaba a caer. Durante un buen rato ella miró adelante, hasta que se volvió francamente a mí.

—Y bien: dígame ahora, pero la verdad, por qué me miraba con tanta atención aquella noche… y otras veces.

Yo estaba también dispuesto a ser franco. Mi propia voz me resultó a mí grave.

—Yo la miro con atención —le dije— porque durante dos años he pensado en usted cuanto puede un hombre pensar en una mujer; no hay otro motivo.

—¿Otra vez…?

—No; ¡ya sabe que no!

—¿Y qué piensa?

—Que usted es la mujer con más corazón y más inteligencia que haya interpretado personaje alguno.

—¿Siempre le pareció eso?

—Siempre. Desde
Lola Morgan
.

—No es ése mi primer film.

—Lo sé; pero antes no era usted dueña de sí.

Me callé un instante.

—Usted tiene —proseguí—, por encima de todo, un profundo sentimiento de compasión. No hay para qué recordar; pero en los momentos de sus films, en que la persona a quien usted ama cree serle indiferente por no merecerla, y usted lo mira sin que él lo advierta, la mirada suya en esos momentos, y ese lento cabeceo suyo y el mohín de sus labios hinchados de ternura, todo esto no es posible que surja sino de una estimación muy honda por el hombre viril, y de un corazón que sabe hondamente lo que es amar. Nada más.

—Gracias, pero se equivoca.

—No.

—¡Está muy seguro!

—Sí. Nadie, créame, la conoce a usted como yo. Tal vez conocer no es la palabra; valorar, esto quiero decir.

—¿Me valora muy alto?

—Sí.

—¿Como artista?

—Y como mujer. En usted son una misma cosa.

—No todos piensan como usted.

—Es posible.

Y me callé. El auto se detuvo.

—¿Bajamos un instante? —dijo—. Es tan distinto este aire al del centro…

Caminamos un momento, hasta que se dejó caer en un banco de la alameda.

—Estoy cansada; ¿usted no?

Yo no estaba cansado, pero tenía los nervios tirantes. Exactamente como en un film estaba el automóvil detenido en la calzada. Era ese mismo banco de piedra que yo conocía bien, donde ella, Dorothy Phillips, estaba esperando. Y Stowell… Pero no; era yo mismo quien me acercaba, no Stowell; yo, con el alma temblándome en los labios por caer a sus pies.

Quedé inmóvil frente a ella, que soñaba:

—¿Por qué me dice esas cosas…?

—Se las hubiera dicho mucho antes. No la conocía.

—Queda muy raro lo que dice, con su acento…

—Puedo callarme —corté.

Ella alzó entonces los ojos desde el banco, y sonrió vagamente, pero un largo instante.

—¿Qué edad tiene? —murmuró al fin.

—Treinta y un años.

—¿Y después de todo lo que me ha dicho, y que yo he escuchado, me ofrece callarse porque le digo que le queda muy bien su acento?

—¡Dolly!

Pero ella se levantaba con brusco despertar.

—¡Volvamos…! La culpa la tengo yo, prestándome a esto… Usted es un muchacho loco, y nada más.

En un momento estuve delante de ella, cerrándole el paso.

—¡Dolly! ¡Míreme! Usted tiene ahora la obligación de mirarme. Oiga esto, solamente: desde lo más hondo de mi alma le juro que una sola palabra de cariño suya redimiría todas las canalladas que haya yo podido cometer con las mujeres. Y que si hay para mí una cosa respetable, ¿oye bien?, ¡es usted misma! Aquí tiene —concluí marchando adelante—. Piense ahora lo que quiera de mí.

Pero a los veinte pasos ella me detenía a su vez.

—Óigame usted ahora a mí. Usted me conoce hace apenas quince días. Y bruscamente…

—Hace dos años; no son un día.

—Pero ¿qué valor quiere usted que dé a un… a una predilección como la suya por mis condiciones de interpretación? Usted mismo lo ha dicho. ¡Y a mil leguas!

—O a dos mil; ¡es lo mismo! Pero el solo hecho de haber conocido a mil leguas todo lo que usted vale… Y ahora no estoy en Buenos Aires —concluí.

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