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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

Anaconda y otros cuentos (19 page)

El vendedor era un muchacho correntino, bajo y de pelo cortado al rape, que usaba siempre botines amarillos. El otro, encargado de los libros, era un hombre hecho ya, muy flaco y de cara color paja. Creo que nunca lo vi reírse, mudo y contraído en su Mayor con estricta prolijidad de rayas y tinta colorada. Se llamaba Figueroa; era de Catamarca.

Ambos, comenzando por salir juntos, trabaron estrecha amistad, y como ninguno tenía familia en Laboulaye, habían alquilado un caserón con sombríos corredores de bóveda, obra de un escribano que murió loco allá.

Los dos primeros años no tuvimos la menor queja de nuestros hombres. Poco después comenzaron, cada uno a su modo, a cambiar de modo de ser.

El vendedor —se llamaba Tomás Aquino— llegó cierta mañana a la barraca con una verbosidad exuberante. Hablaba y reía sin cesar, buscando constantemente no sé qué en los bolsillos. Así estuvo dos días. Al tercero cayó con un fuerte ataque de gripe; pero volvió después de almorzar, inesperadamente curado. Esa misma tarde, Figueroa tuvo que retirarse con desesperantes estornudos preliminares que lo habían invadido de golpe. Pero todo pasó en horas, a pesar de los síntomas dramáticos. Poco después se repitió lo mismo, y así, por un mes: la charla delirante de Aquino, los estornudos de Figueroa, y cada dos días un fulminante y frustrado ataque de gripe.

Esto era lo curioso. Les aconsejé que se hicieran examinar atentamente, pues no se podía seguir así. Por suerte todo pasó, regresando ambos a la antigua y tranquila normalidad, el vendedor entre las tablas, y Figueroa con su pluma gótica.

Esto era en diciembre. El 14 de enero, al hojear de noche los libros, y con toda la sorpresa que imaginarán, vi que la última página del Mayor estaba cruzada en todos sentidos de rayas. Apenas llegó Figueroa a la mañana siguiente, le pregunté qué demonio eran esas rayas. Me miró sorprendido, miró su obra, y se disculpó murmurando.

No fue sólo esto. Al otro día Aquino entregó el Diario, y en vez de las anotaciones de orden no había más que rayas: toda la página llena de rayas en todas direcciones. La cosa ya era fuerte; les hablé malhumorado, rogándoles muy seriamente que no se repitieran esas gracias. Me miraron atentos pestañeando rápidamente, pero se retiraron sin decir una palabra. Desde entonces comenzaron a enflaquecer visiblemente. Cambiaron el modo de peinarse, echándose el pelo atrás. Su amistad había recrudecido; trataban de estar todo el día juntos, pero no hablaban nunca entre ellos. Así varios días, hasta que una tarde hallé a Figueroa doblado sobre la mesa, rayando el libro de Caja. Ya había rayado todo el Mayor, hoja por hoja; todas las páginas llenas de rayas, rayas en el cartón, en el cuero, en el metal, todo con rayas.

Lo despedimos enseguida; que continuara sus estupideces en otra parte. Llamé a Aquino y también lo despedí. Al recorrer la barraca no vi más que rayas en todas partes: tablas rayadas, planchuelas rayadas, barricas rayadas. Hasta una mancha de alquitrán en el suelo, rayada…

No había duda; estaban completamente locos, una terrible obsesión de rayas que con esa precipitación productiva quién sabe a dónde los iba a llevar.

Efectivamente, dos días después vino a verme el dueño de la Fonda Italiana donde aquéllos comían. Muy preocupado, me preguntó si no sabía qué se habían hecho Figueroa y Aquino; ya no iban a su casa.

—Estarán en casa de ellos —le dije.

—La puerta está cerrada y no responden —contestó mirándome.

—¡Se habrán ido! —argüí sin embargo.

—No —replicó en voz baja—. Anoche, durante la tormenta, se han oído gritos que salían de adentro.

Esta vez me cosquilleó la espalda y nos miramos un momento.

Salimos apresuradamente y llevamos la denuncia. En el trayecto al caserón la fila se engrosó, y al llegar a aquél, chapaleando en el agua, éramos más de quince. Ya empezaba a oscurecer. Como nadie respondía, echamos la puerta abajo y entramos. Recorrimos la casa en vano; no había nadie. Pero el piso, las puertas, las paredes, los muebles, el techo mismo, todo estaba rayado, una irradiación delirante de rayas en todo sentido.

Ya no era posible más; habían llegado a un terrible frenesí de rayar, rayar a toda costa, como si las más íntimas células de sus vidas estuvieran sacudidas por esa obsesión de rayar. Aun en el patio mojado las rayas se cruzaban vertiginosamente, apretándose de tal modo al fin, que parecía ya haber hecho explosión la locura.

Terminaban en el albañal. Y doblándonos, vimos en el agua fangosa dos rayas negras que se revolvían pesadamente.

La lengua

Hospicio de las Mercedes…

No sé cuándo acabará este infierno. Esto sí, es muy posible que consigan lo que desean. ¡Loco perseguido! ¡Tendría que ver…! Yo propongo esto: ¡A todo el que es lengualarga, que se pasa la vida mintiendo y calumniando, arránquesele la lengua, y se verá lo que pasa!

¡Maldito sea el día que yo también caí! El individuo no tuvo la más elemental misericordia. Sabía como el que más que un dentista sujeto a impulsividades de sangre podrá tener todo, menos clientela. Y me atribuyó estos y aquellos arrebatos; que en el hospital había estado a punto de degollar a un dependiente de fiambrería; que una sola gota de sangre me enloquecía…

¡Arrancarle la lengua…! Quiero que alguien me diga qué había hecho yo a Felippone para que se ensañara de ese modo conmigo. ¿Por hacer un chiste…? Con esas cosas no se juega, bien lo sabía él. Y éramos amigos.

¡Su lengua…! Cualquier persona tiene derecho a vengarse cuando lo han herido. Supóngase ahora lo que me pasaría a mí, con mi carrera rota a su principio, condenado a pasarme todo el día por el estudio sin clientes, y con la pobreza que yo solo sé…

Todo el mundo lo creyó. ¿Por qué no lo iban a creer? De modo que cuando me convencí claramente de que su lengua había quebrado para siempre mi porvenir, resolví una cosa muy sencilla: arrancársela.

Nadie con más facilidades que yo para atraerlo a casa. Lo encontré una tarde y lo cogí riendo de la cintura, mientras lo felicitaba por su broma que me atribuía no sé qué impulsos…

El hombre, un poco desconfiado al principio, se tranquilizó al ver mi falta de rencor de pobre diablo. Seguimos charlando una infinidad de cuadras, y de vez en cuando festejábamos alegremente la ocurrencia.

—Pero de veras —me detenía a ratos—. ¿Sabías que era yo el que había inventado la cosa?

—¡Claro que lo sabía! —le respondía riéndome.

Volvimos a vernos con frecuencia. Conseguí que fuera al consultorio, donde confiaba en conquistarlo del todo. En efecto, se sorprendió mucho de un trabajo de puente que me vio ejecutar.

—No me imaginaba —murmuró mirándome— que trabajaras tan bien…

Quedó un rato pensativo y de pronto, como quien se acuerda de algo que aunque ya muy pasado causa siempre gracia, se echó a reír.

—¿Y desde
entonces
viene poca gente, no?

—Casi nadie —le contesté sonriendo como un simple.

¡Y sonriendo así tuve la santa paciencia de esperar, esperar! Hasta que un día vino a verme apurado, porque le dolía vivamente una muela.

¡Ah, ah! ¡Le dolía a él! ¡Y a mí, nada, nada!

Examiné largamente el raigón doloroso, manejándole las mejillas con una suavidad de amigo que le encantó. Lo emborraché luego de ciencia odontológica, haciéndole ver en su raigón un peligro siempre de temer…

Felippone se entregó en mis brazos, aplazando la extracción de la muela para el día siguiente.

¡Su lengua!… Veinticuatro horas pueden pasar como un siglo de esperanzas para el hombre que aguarda al final un segundo de dicha.

A las dos en punto llegó Felippone. Pero tenía miedo. Se sentó en el sillón sin apartar sus ojos de los míos.

—¡Pero hombre! —le dije paternalmente, mientras disimulaba en la mano el bisturí—. ¡Se trata de un simple raigón! ¿Qué sería si…? ¡Es curioso que les impresione más el sillón del dentista que la mesa de operaciones! —concluí, bajándole el labio con el dedo.

—¡Y es verdad! —asintió con la voz gutural.

—¡Claro que lo es! —sonreí aún, introduciendo en su boca el bisturí para descarnar la encía.

Felippone apretó los ojos, pues era un individuo flojo.

—Abre más la boca —le dije.

Felippone la abrió. Metí la mano izquierda, le sujeté rápidamente la lengua y se la corté de raíz.

¡Plum! ¡Chismes y chismes y chismes, su lengua! Felippone mugió echando por la boca una ola de sangre y se desmayó.

Bueno. En la mano yo tenía su lengua. Y el diablo, la horrible locura de hacer lo que no tiene utilidad alguna, estaban en mis dos ojos. Con aquella podredumbre de chismes en la mano izquierda, ¿qué necesidad tenía yo de mirar allá?

Y miré, sin embargo. Le abrí la boca a Felippone, acerqué bien la cara, y miré en el fondo. ¡Y vi que asomaba por entre la sangre una lengüita roja! ¡Una lengüita que crecía rápidamente, que crecía y se hinchaba, como si yo no tuviera la otra en la mano!

Cogí una pinza, la hundí en el fondo de la garganta y arranqué el maldito retoño. Miré de nuevo, y vi otra vez —¡maldición!— que subían dos nuevas lengüitas moviéndose…

Metí la pinza y arranqué eso, con ellas una amígdala…

La sangre me impedía ver el resultado. Corrí a la camilla, ajusté un tubo, y eché en el fondo de la garganta un chorro violento. Volví a mirar: cuatro lengüitas crecían ya…

¡Desesperación! Inundé otra vez la garganta, hundí los ojos en la boca abierta, y vi una infinidad de lengüitas que retoñaban vertiginosamente… Desde ese momento fue una locura de velocidad, una carrera furibunda, arrancando, echando el chorro, arrancando de nuevo, tornando a echar agua, sin poder dominar aquella monstruosa reproducción. Al fin lancé un grito y disparé. De la boca le salía un pulpo de lenguas que tanteaban a todos.

¡Las lenguas! Ya comenzaban a pronunciar mi nombre…

El vampiro

—Sí —dijo el abogado Rhode—. Yo tuve esa causa. Es un caso, bastante raro por aquí, de vampirismo. Rogelio Castelar, un hombre hasta entonces normal fuera de algunas fantasías, fue sorprendido una noche en el cementerio arrastrando el cadáver recién enterrado de una mujer. El individuo tenía las manos destrozadas porque había removido un metro cúbico de tierra con las uñas. En el borde de la fosa yacían los restos del ataúd, recién quemado. Y como complemento macabro, un gato, sin duda forastero, yacía por allí con los riñones rotos. Como ven, nada faltaba al cuadro.

»En la primera entrevista con el hombre vi que tenía que habérmelas con un fúnebre loco. Al principio se obstinó en no responderme, aunque sin dejar un instante de asentir con la cabeza a mis razonamientos. Por fin pareció hallar en mí al hombre digno de oírle. La boca le temblaba por la ansiedad de comunicarse.

—¡Ah! ¡Usted me entiende! —exclamó, fijando en mí sus ojos de fiebre. Y continuó con un vértigo de que apenas puede dar idea lo que recuerdo—: ¡A usted le diré todo! ¡Sí! ¿Que cómo fue eso del ga… de la gata? ¡Yo! ¡Solamente yo! Óigame: cuando yo llegué… allá, mi mujer…

—¿Dónde,
allá
? —le interrumpí.

—Allá… ¿La gata o no? ¿Entonces?… Cuando yo llegué mi mujer corrió como una loca a abrazarme. Y enseguida se desmayó. Todos se precipitaron entonces sobre mí, mirándome con ojos de locos.

»¡Mi casa! ¡Se había quemado, derrumbado, hundido con todo lo que tenía dentro! ¡Ésa, ésa era mi casa! ¡Pero ella no, mi mujer mía!

»Entonces un miserable devorado por la locura me sacudió el hombro, gritándome:

»—¿Qué hace? ¡Conteste!

»Y yo le contesté:

»—¡Es mi mujer! ¡Mi mujer mía que se ha salvado!

»Entonces se levantó un clamor:

»—¡No es ella! ¡Ésa no es!

»Sentí que mis ojos, al bajarse a mirar lo que yo tenía entre mis brazos, querían saltarse de las órbitas. ¿No era ésa María, la María de mí, y desmayada? Un golpe de sangre me encendió los ojos y de mis brazos cayó una mujer que no era María. Entonces salté sobre una barrica y dominé a todos los trabajadores. Y grité con la voz ronca:

»—¡Por qué! ¡Por qué!

»Ni uno solo estaba peinado porque el viento les echaba a todos el pelo de costado. Y los ojos de fuera mirándome.

»Entonces comencé a oír de todas partes:

»—Murió.

»—Murió aplastada.

»—Murió.

»—Gritó.

»—Gritó una sola vez.

»—Yo sentí que gritaba.

»—Yo también.

»—Murió.

»—La mujer de él murió aplastada.

»—¡Por todos los santos! —grité yo entonces retorciéndome las manos—. ¡Salvémosla, compañeros! ¡Es un deber nuestro salvarla!

»Y corrimos todos. Todos corrimos con silenciosa furia a los escombros. Los ladrillos volaban, los marcos caían desescuadrados y la remoción avanzaba a saltos.

»A las cuatro yo solo trabajaba. No me quedaba una uña sana, ni en mis dedos había otra cosa que escarbar. ¡Pero en mi pecho! ¡Angustia y furor de tremebunda desgracia que temblaste en mi pecho al buscar a mi María!

»No quedaba sino el piano por remover. Había allí un silencio de epidemia, una enagua caída y ratas muertas. Bajo el piano tumbado, sobre el piso granate de sangre y carbón, estaba aplastada la sirvienta.

»Yo la saqué al patio, donde no quedaban sino cuatro paredes silenciosas, viscosas de alquitrán y agua. El suelo resbaladizo reflejaba el cielo oscuro. Entonces cogí a la sirvienta y comencé a arrastrarla alrededor del patio. Eran míos esos pasos. ¡Y qué pasos! ¡Un paso, otro paso, otro paso!

»En el hueco de una puerta —carbón y agujero, nada más— estaba acurrucada la gata de casa, que había escapado al desastre, aunque estropeada. La cuarta vez que la sirvienta y yo pasamos frente a ella, la gata lanzó un aullido de cólera.

»¡Ah! ¿No era yo, entonces?, grité desesperado. ¿No fui yo el que buscó entre los escombros, la ruina y la mortaja de los marcos, un solo pedazo de mi María?

»La sexta vez que pasamos delante de la gata, el animal se erizó. La séptima vez se levantó, llevando a la rastra las patas de atrás. Y nos siguió entonces así, esforzándose por mojar la lengua en el pelo engrasado de la sirvienta —¡de
ella
, de María, no, maldito rebuscador de cadáveres!

—¡Rebuscador de cadáveres! —repetí yo mirándolo—. ¡Pero entonces eso fue en el cementerio!

El vampiro se aplastó entonces el pelo mientras me miraba con sus inmensos ojos de loco.

—¡Conque sabías entonces! —articuló—. ¡Conque todos lo saben y me dejan hablar una hora! ¡Ah! —rugió en un sollozo echando la cabeza atrás y deslizándose por la pared hasta caer sentado—: ¡Pero quién me dice al miserable yo, aquí, por qué en mi casa me arranqué las uñas para no salvar del alquitrán ni el pelo colgante de mi María!

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