Read Anaconda y otros cuentos Online
Authors: Horacio Quiroga
Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror
—No necesitaba más, como ustedes comprenden —concluyó el abogado—, para orientarme totalmente respecto del individuo. Fue internado enseguida. Hace ya dos años de esto, y anoche ha salido, perfectamente curado…
—¿Anoche? —exclamó un hombre joven de riguroso luto—. ¿Y de noche se da de alta a los locos?
—¿Por qué no? El individuo está curado, tan sano como usted y como yo. Por lo demás, si reincide, lo que es de regla en estos vampiros, a estas horas debe de estar ya en funciones. Pero éstos no son asuntos míos. Buenas noches, señores.
—¿Qué tiene esa pared?
Levanté también la vista y miré. No había nada. La pared estaba lisa, fría y totalmente blanca. Sólo arriba, cerca del techo, estaba oscurecida por falta de luz.
Otro a su vez alzó los ojos y los mantuvo un momento inmóviles y bien abiertos, como cuando se desea decir algo que no se acierta a expresar.
—¿P… pared? —formuló al rato.
Esto sí; torpeza y sonambulismo de las ideas, cuánto es posible.
—No es nada —contesté—. Es la mancha hiptálmica.
—¿Mancha?
—… hiptálmica. La mancha hiptálmica. Éste es mi dormitorio. Mi mujer dormía de aquel lado… ¡Qué dolor de cabeza…! Bueno. Estábamos casados desde hacía siete meses y anteayer murió. ¿No es esto…? Es la mancha hiptálmica. Una noche mi mujer se despertó sobresaltada.
—¿Qué tienes? —le pregunté inquieto.
—¡Qué sueño más raro! —me respondió, angustiada aún.
—¿Qué era?
—No sé, tampoco… Sé que era un drama; un asunto de drama… Una cosa oscura y honda… ¡Qué lástima!
—¡Trata de acordarte, por Dios! —la insté, vivamente interesado. Ustedes me conocen como hombre de teatro…
Mi mujer hizo un esfuerzo.
—No puedo… No me acuerdo más que del título: La mancha tele… hita… ¡hiptálmica! Y la cara atada con un pañuelo blanco.
—¿Qué…?
—Un pañuelo blanco en la cara… La mancha hiptálmica.
—¡Raro! —murmuré, sin detenerme un segundo más a pensar en aquello.
Pero días después mi mujer salió una mañana del dormitorio con la cara atada. Apenas la vi, recordé bruscamente y vi en sus ojos que ella también se había acordado. Ambos soltamos la carcajada.
—¡Sí…, sí! —se reía—. En cuanto me puse el pañuelo, me acordé…
—¿Un diente?
—No sé; creo que sí…
Durante el día bromeamos aún con aquello, y de noche, mientras mi mujer se desnudaba, le grité de pronto desde el comedor:
—A que no…
—¡Sí! ¡La mancha hiptálmica! —me contestó riendo. Me eché a reír a mi vez, y durante quince días vivimos en plena locura de amor.
Después de este lapso de aturdimiento sobrevino un periodo de amorosa inquietud, el sordo y mutuo acecho de un disgusto que no llegaba y que se ahogó por fin en explosiones de radiante y furioso amor.
Una tarde, tres o cuatro horas después de almorzar, mi mujer, no encontrándome, entró en su cuarto y quedó sorprendida al ver los postigos cerrados. Me vio en la cama, extendido como un muerto.
—¡Federico! —gritó corriendo a mí.
No contesté una palabra, ni me moví. ¡Y era ella, mi mujer! ¿Entienden ustedes?
—¡Déjame! —me desasí con rabia, volviéndome a la pared.
Durante un rato no oí nada. Después, sí: los sollozos de mi mujer, el pañuelo hundido hasta la mitad en la boca.
Esa noche cenamos en silencio. No nos dijimos una palabra, hasta que a las diez mi mujer me sorprendió en cuclillas delante del ropero, doblando con extremo cuidado, y pliegue por pliegue, un pañuelo blanco.
—¡Pero desgraciado! —exclamó desesperada, alzándome la cabeza—. ¡Qué haces!
¡Era ella, mi mujer! Le devolví el abrazo, en plena e íntima boca.
—¿Qué hacía? —le respondí—. Buscaba una explicación justa a lo que nos está pasando.
—Federico… amor mío… —murmuró.
Y la ola de locura nos envolvió de nuevo.
Desde el comedor oí que ella —aquí mismo— se desvestía. Y aullé con amor:
—¿A que no?…
—¡Hiptálmica, hiptálmica! —respondió riendo y desnudándose a toda prisa.
Cuando entré, me sorprendió el silencio considerable de este dormitorio. Me acerqué sin hacer ruido y miré. Mi mujer estaba acostada, el rostro completamente hinchado y blanco. Tenía atada la cara con un pañuelo.
Corrí suavemente la colcha sobre la sábana, me acosté en el borde de la cama, y crucé las manos bajo la nuca.
No había aquí ni un crujido de ropa ni una trepidación lejana. Nada. La llama de la vela ascendía como aspirada por el inmenso silencio. Pasaron horas y horas. Las paredes, blancas y frías, se oscurecían progresivamente hacia el techo… ¿Qué es eso? No sé…
Y alcé de nuevo los ojos. Los otros hicieron lo mismo y los mantuvieron en la pared por dos o tres siglos. Al fin los sentí pesadamente fijos en mí.
—¿Usted nunca ha estado en el manicomio? —me dijo uno.
—No que yo sepa… —respondí…
—¿Y en presidio?
—Tampoco, hasta ahora…
—Pues tenga cuidado, porque va a concluir en uno u otro.
—Es posible… perfectamente posible… —repuse procurando dominar mi confusión de ideas.
Salieron.
Estoy seguro de que han ido a denunciarme, y acabo de tenderme en el diván: como el dolor de cabeza continúa, me he atado la cara con un pañuelo blanco.
Ser médico y cocinero a un tiempo es, a más de difícil, peligroso. El peligro vuélvese realmente grave si el cliente lo es del médico y de su cocina. Esta verdad pudo ser comprobada por mí, cierta vez que en el Chaco fui agricultor, médico y cocinero.
Las cosas comenzaron por la medicina, a los cuatro días de llegar allá. Mi campo quedaba en pleno desierto, a ocho leguas de toda población, si se exceptúan un obraje y una estanzuela, vecinos a media legua. Mientras íbamos todas las mañanas mi compañero y yo a construir nuestro rancho, vivíamos en el obraje. Una noche de gran frío fuimos despertados mientras dormíamos, por un indio del obraje, a quien acababan de apalear un brazo. El muchacho gimoteaba muy dolorido. Vi enseguida que no era nada, y sí grande su deseo de farmacia. Como no me divertía levantarme, le froté el brazo con bicarbonato de soda que tenía al lado de la cama.
—¿Qué le estás haciendo? —me preguntó mi compañero, sin sacar la nariz de sus plaids.
—Bicarbonato —le respondí—. Ahora —me dirigí al indio— no te va a doler más. Pero para que haga buen efecto este remedio, es bueno que te pongas trapos mojados encima.
Claro está, al día siguiente no tenía nada; pero sin la maniobra del polvo blanco encerrado en el frasco azul, jamás el indiecito se hubiera decidido a curarse con sólo trapos fríos.
El segundo eslabón lo estableció el capataz de la estanzuela con quien yo estaba en relación. Vino un día a verme por cierta infección que tenía en una mano, y que persistía desde un mes atrás. Yo tenía un bisturí, y el hombre resistía heroicamente el dolor. Esta doble circunstancia autorizó el destrozo que hice en su carne, sin contar el bicloruro hirviendo, y ocho días después mi hombre estaba curado. Las infecciones, por allá, suelen ser de muy fastidiosa duración; mas mi valor y el del otro —bien que de distinto carácter— venciéronlo todo.
Esto pasaba ya en nuestro algodonal, y tres meses después de haber sido plantado. Mi amistad con el dueño de la estanzuela, que vivía en su almacén en Resistencia, y la bondad del capataz y su mujer, llevábanme a menudo a la estancia. La vieja mujer, sobre todo, tenía cierta respetuosa ternura por mi ciencia y mi democracia. De aquí que quisiera casarme. A legua y media de casa, en pleno estero Arazá, tenía cien vacas y un rebaño de ovejas el padre de mi futura.
—¡Pobrecita! —me decía Rosa, la mujer del capataz—. Está enferma hace tiempo. ¡Flaca, pobrecita! Andá a curarla, don Fernández, y te casás con ella.
Como los esteros rebosaban agua, no me decidía a ir hasta ella.
—¿Y es linda? —se me ocurrió un día.
—¡Pero no ha de… don Fernández! Le voy a mandar a decir al padre, y la vas a curar y te vas a casar con ella.
Desgraciadamente la misma democracia que encantaba a la mujer del capataz estuvo a punto de echar abajo mi reputación científica.
Una tarde había ido yo a buscar mi caballo sin riendas como lo hacía siempre, y volvía con él a escape, cuando hallé en casa a un hombre que me esperaba. Mi ropa, además, dejaba siempre mucho que desear en punto a corrección. La camisa de lienzo sin un botón, los brazos arremangados, y sin sombrero ni peinado de ninguna especie.
En el patio, un paisano de pelo blanco, muy gordo y fresco, vestido evidentemente con lo mejor que tenía, me miraba con fuerte sorpresa.
—Perdone, don —se dirigió a mí—. ¿Es ésta la casa de don Fernández?
—Sí, señor —le respondí.
Agregó entonces con visible dubitación de persona que no quiere comprometerse.
—¿Y no está él…?
—Soy yo.
El hombre no concluía de disculparse, hasta que se fue con mi receta y la promesa de que iría a ver a su hija.
Fui y la vi. Tosía un poco, estaba flaquísima, aunque tenía la cara llena, lo que no hacía sino acentuar la delgadez de las piernas. Tenía sobre todo el estómago perdido. Tenía también hermosos ojos, pero al mismo tiempo unas abominables zapatillas nuevas de elástico. Se había vestido de fiesta, y como lujo de calzado no habitual, las zapatillas aquellas.
La chica —se llamaba Eduarda— digería muy mal, y por todo alimento comía tasajo desde que habían empezado las lluvias. Con el más elemental régimen, la muchacha comenzó a recobrar vida.
—Es tu amor, don Fernández. Te quiere mucho a usted —me explicaba Rosa.
Fui en esa primavera dos o tres veces más al Arazá, y lo cierto es que yo podía acaso no ser mal partido para la agradecida familia.
En estas circunstancias, el capataz cumplió años y su mujer me mandó llamar el día anterior, a fin de que yo hiciera un postre para el baile. A fuerza de paciencia y de horribles quematinas de leche, yo había conseguido llegar a fabricarme budines, cremas y hasta huevos quimbos. Como el capataz tenía debilidad visible por la crema de chocolate que había probado en casa, detúveme en ella, ordenando a Rosa que dispusiera para el día siguiente diez litros de leche, sesenta huevos y tres kilos de chocolate. Hubo que enviar por el chocolate a Resistencia, pero volvió a tiempo, mientras mi compañero y yo nos rompíamos la muñeca batiendo huevos.
Ahora bien, no sé aún qué pasó, pero lo cierto es que en plena función de crema, la crema se cortó. Y se cortó de modo tal, que aquello convirtiose en esponja de caucho, una madeja de oscuras hilachas elásticas, algo como estopa empapada en aceite de linaza.
Nos miramos mi compañero y yo: la crema esa parecíase endiabladamente a una muerte súbita. ¿Tirarla y privar a la fiesta de su principal atractivo…? No era posible. Luego, a más de que ella era nuestra obra personal, siempre muy querida, apagó nuestros escrúpulos el conocimiento que del paladar y estómago de los comensales teníamos. De modo que resolvimos prolongar la cocción del maleficio, con objeto de darle buena consistencia. Hecho lo cual apelmazamos la crema en una olla, y descansamos.
No volvimos a casa; comimos allá. Vinieron la noche y los mosquitos, y asistimos al baile en el patio. Mi enferma, otra vez con sus zapatillas, había llegado con su familia en una carreta. Hacía un calor sofocante, lo que no obstaba para que los peones bailaran con el poncho al hombro, el 13 de enero.
Nuestro postre debía ser comido a las once. Un rato antes mi compañero y yo nos habíamos insinuado hipócritamente en el comedor, buscando moscas por las paredes.
—Van a morir todos —me decía él en voz baja. Yo, sin creerlo, estaba bastante preocupado por la aceptación que pudiera tener mi postre.
El primero a quien le cupo familiarizarse con él fue el capataz de los carreros del obraje, un hombrón silencioso, muy cargado de hombros y con enormes pies descalzos. Acercose sonriendo a la mesita, mucho más cortado que mi crema. Se sirvió —a fuerza de cuchillo, claro es— una delicadísima porción. Pero mi compañero intervino presuroso.
—¡No, no, Juan! Sírvase más. —Y le llenó el plato.
El hombre probó con gran comedimiento, mientras nosotros no apartábamos los ojos de su boca.
—¿Eh, qué tal? —le preguntamos—. Rico, ¿eh?
—¡Macanudo, che patrón!
¡Sí! Por malo que fuera aquello, tenía gusto a chocolate. Cuando el hombrón hubo concluido llegó otro, y luego otro más. Tocole por fin el turno a mi futuro suegro. Entró alegre, balanceándose.
—¡Hum…! ¡Parece que tenemos un postre, don Fernández! ¡De todo sabe! ¡Hum…! Crema de chocolate… Yo he comido una vez.
Mi compañero y yo tornamos a mirarnos.
—¡Estamos frescos! —murmuré.
¡Completamente lúcidos! ¿Qué podía parecerle la madeja negra a un hombre que había probado ya crema de chocolate? Sin embargo, con las manos muy puestas en los bolsillos, esperamos. Mi suegro probó lentamente.
—¿Qué tal la crema?
Se sonrió y alzó la cabeza, dejando cuchillo y tenedor.
—¡Rico, le digo! ¡Qué don Fernández! —continuó comiendo—. ¡Sabe de todo!
Se supondrá el peso de que nos libró su respuesta. Pero cuando hubieron comido el padre, la madre, la hermana, y le llegó el turno a mi futura, no supe qué hacer.
—¿Eduarda puede comer, eh, don Fernández? —me había preguntado mi suegro.
Yo creía sinceramente que no. Para un estómago sano, aquello estaba bien, aun a razón de un plato sopero por boca. Pero para una dispéptica con digestiones laboriosísimas, mi esponja era un sencillo veneno.
Y me enternecí con la esponja, sin embargo. La muchacha ojeaba la olla con mucho más amor que a mí, y yo pensaba que acaso jamás en la vida seríale dado volver a probar cosa tan asombrosa, hecha por un chacarero médico y pretendiente suyo.
—Sí, puede comer. Le va a gustar mucho —respondí serenamente.
Tal fue mi presentación pública de cocinero. Ninguno murió pero dos semanas después supe por Rosa que mi prometida había estado enferma los días subsiguientes al baile.
—Sí —le dije, verdaderamente arrepentido—. Yo tengo la culpa. No debió haber comido la crema aquella.
—¡Qué crema! ¡Si le gustó, te digo! Es que usted no bailaste con ella; por eso se enfermó.
—No bailé con ninguna.
—¡Pero si es lo que te digo! ¡Y no has ido más a verla, tampoco!