Read Anaconda y otros cuentos Online
Authors: Horacio Quiroga
Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror
Una semana entera la bestia originaria pugnó por clavar los dientes. Hoy estoy tranquilo. Mi corazón tiene cuarenta pulsaciones en vez de sesenta. No sé ya lo que es tumulto ni violencia, y me cuesta trabajo pensar que los bellos ojos de una muchacha evoquen otra cosa que una inefable y helada dicha sobre el humo de dos tazas de té.
De mañana no tomo nada, por paternal consejo del doctor. A mediodía tomamos caldo y té, y de noche caldo y té. Mi amor, purificado de este modo, adquiere día a día una transparencia que sólo las personas que vuelven en sí después de una honda hemorragia pueden comprender.
Nuevos días han pasado. Las filosofías tienen cosas regulares y a veces algunas cosas malas. Pero la del doctor Swindenborg —con su sobretodo peludo y el pañuelo al cuello— está impregnada de la más alta idealidad. De todo cuanto he sido en la calle, no queda rastro alguno. Lo único que vive en mí, fuera de mi inmensa debilidad, es mi amor. Y no puedo menos de admirar la elevación de alma del doctor, cuando sigue con ojos de orgullo mi vacilante paso para acercarme a su hija.
Alguna vez, al principio, traté de tomar la mano de mi Nora, y ella lo consintió por no disgustarme. El doctor lo vio y me miró con paternal ternura. Pero esa noche, en vez de hacerlo a las ocho, cenamos a las once. Tomamos solamente una taza de té.
No sé, sin embargo, qué primavera mortuoria había aspirado yo esa tarde en la calle. Después de cenar quise repetir la aventura, y sólo tuve fuerzas para levantar la mano y dejarla caer inerte sobre la mesa, sonriendo de debilidad como una criatura.
El doctor había dominado la última sacudida de la fiera.
Nada más desde entonces. En todo el día, en toda la casa, no somos sino dos sonámbulos de amor. No tengo fuerzas más que para sentarme a su lado, y así pasamos las horas, helados de extraterrestre felicidad, con la sonrisa fija en las paredes.
Uno de estos días me van a encontrar muerto, estoy seguro. No hago la menor recriminación al doctor Swindenborg, pues si mi cuerpo no ha podido resistir a esa fácil prueba, mi amor, en cambio, ha apreciado cuánto de desdeñable ilusión va ascendiendo con el cuerpo de una chica de oscuro que trepa una escalera. No se culpe, pues, a nadie de mi muerte. Pero a aquellos que por casualidad me oyeran, quiero darles este consejo de un hombre que fue un día como ellos:
Nunca, jamás, en el más remoto de los jamases, pongan los ojos en una muchacha que tiene mucho o poco que ver con un físico dietético.
Y he aquí por qué:
La religión del doctor Swindenborg —la de más alta idealidad que yo haya conocido, y de ello me vanaglorio al morir por ella— no tiene sino una falla, y es ésta: haber unido en un abrazo de solidaridad al Amor y la Dieta. Conozco muchas religiones que rechazan el mundo, la carne y el amor. Y algunas de ellas son notables. Pero admitir el amor, y darle por único alimento la dieta, es cosa que no se le ha ocurrido a nadie. Esto es lo que yo considero una falla del sistema; y acaso por el comedor del doctor vaguen de noche cuatro o cinco desfallecidos fantasmas de amor, anteriores a mí.
Que los que lleguen a leerme huyan, pues, de toda muchacha mona cuya intención manifiesta sea entrar en una casa que ostenta una gran chapa de bronce. Puede hallarse allí un gran amor, pero puede haber también muchas tazas de té.
Y yo sé lo que es esto.
Yo pertenezco al grupo de los pobres diablos que salen noche a noche del cinematógrafo enamorados de una estrella. Me llamo Guillermo Grant, tengo treinta y un años, soy alto, delgado y trigueño, como cuadra, a efectos de la exportación, a un americano del sur. Estoy apenas en regular posición, y gozo de buena salud.
Voy pasando la vida sin quejarme demasiado, muy poco descontento de la suerte, sobre todo cuando he podido mirar de frente un par de hermosos ojos todo el tiempo que he deseado.
Hay hombres, mucho más respetables que yo desde luego, que si algo reprochan a la vida es no haberles dado tiempo para redondear un hermoso pensamiento. Son personas de vasta responsabilidad moral ante ellos mismos, en quienes no cabe, ni en posesión ni en comprensión, la frivolidad de mis treinta y un años de existencia. Yo no he dejado, sin embargo, de tener amarguras, aspiracioncitas, y por mi cabeza ha pasado una que otra vez algún pensamiento. Pero en ningún instante la angustia y el ansia han turbado mis horas como al sentir detenidos en mí dos ojos de gran belleza.
Es una verdad clásica que no hay hermosura completa si los ojos no son el primer rasgo bello del semblante. Por mi parte, si yo fuera dictador decretaría la muerte de toda mujer que presumiera de hermosa, teniendo los ojos feos. Hay derecho para hacer saltar una sociedad de abajo arriba, y el mismo derecho —pero al revés— para aplastarla de arriba abajo. Hay derecho para muchísimas cosas. Pero para lo que no hay derecho, ni lo habrá nunca es para usurpar el título de belleza cuando la dama tiene los ojos de ratón. No importa que la boca, la nariz, el corte de cara sean admirables. Faltan los ojos, que son todo.
El alma se ve en los ojos —dijo alguien—. Y el cuerpo también, agrego yo. Por lo cual, erigido en comisario de un comité ideal de Belleza Pública, enviaría sin otro motivo al patíbulo a toda dama que presumiera de bella teniendo los ojos antedichos. Y tal vez a dos o tres amigas.
Con esta indignación —y los deleites correlativos— he pasado los treinta y un años de mi vida esperando, esperando.
¿Esperando qué? Dios lo sabe. Acaso el bendito país en que las mujeres consideran cosa muy ligera mirar largamente en los ojos a un hombre a quien ven por primera vez. Porque no hay suspensión de aliento, absorción más paralizante que la que ejercen dos ojos extraordinariamente bellos. Es tal, que ni aun se requiere que los ojos nos miren con amor. Ellos son en sí mismos el abismo, el vértigo en que el varón pierde la cabeza, sobre todo cuando no puede caer en él. Esto, cuando nos miran por casualidad; porque si el amor es la clave de esa casualidad, no hay entonces locura que no sea digna de ser cometida por ellos.
Quien esto anota es un hombre de bien, con ideas juiciosas y ponderadas. Podrá parecer frívolo pero lo que dice no lo es. Si una pulgada de más o de menos en la nariz de Cleopatra —según el filósofo— hubiera cambiado el mundo, no quiero pensar en lo que podía haber pasado si aquella señora llega a tener los ojos más hermosos de lo que los tuvo: el Occidente desplazado hacia el Oriente trescientos años antes, y el resto.
Siendo como soy, se comprende muy bien que el advenimiento del cinematógrafo haya sido para mí el comienzo de una nueva era, por la cual cuento las noches sucesivas en que he salido mareado y pálido del cine, porque he dejado mi corazón, con todas sus pulsaciones, en la pantalla que impregnó por tres cuartos de hora el encanto de Brownie Vernon.
Los pintores odian al cinematógrafo porque dicen que en éste la luz vibra infinitamente más que en sus cuadros. Lo ideal, para los pobres artistas, sería pintar cuadros
cinematográficos
. Lo comprendo bien. Pero no sé si ellos comprenderán la vibración que sacude a un pobre mortal, de la cabeza a los pies, cuando una hermosísima muchacha nos tiende por una hora su propia vibración personal al alcance de la boca. Porque no debe olvidarse que contadísimas veces en la vida nos es dado ver tan de cerca a una mujer como en la pantalla. El paso de una hermosa chica a nuestro lado constituye ya una de las pocas cosas por las cuales valga la pena retardar el paso, detenerlo, volver la cabeza, y perderla. No abundan estas pequeñas felicidades.
Ahora bien: ¿qué es este fugaz deslumbramiento ante el vértigo sostenido, torturador, implacable, de tener toda una noche a diez centímetros los ojos de Mildred Harris? ¡A diez, cinco centímetros! Piénsese en esto. Como aun en el cinematógrafo hay mujeres feas, las pestañas de una mísera, vistas a tal distancia, parecen varas de mimbre. Pero cuando una hermosa estrella detiene y abre el paraíso de sus ojos, de toda la vasta sala, y la guerra europea, y el éter sideral, no queda nada más que el profundo edén de melancolía que desfallece en los ojos de Miriam Cooper.
Todo esto es cierto. Entre otras cosas, el cinematógrafo es, hoy por hoy, un torneo de bellezas sumamente expresivas. Hay hombres que se han enamorado de un retrato y otros que han perdido para siempre la razón por tal o cual mujer a la que nunca conocieron. Por mi parte, cuanto pudiera yo perder —incluso la vergüenza— me parecería un bastante buen negocio si al final de la aventura Marion Davies —pongo por caso— me fuera otorgada por esposa.
Así, provisto de esta sensibilidad un poco anormal, no es de extrañar mi asiduidad al cine, y que las más de las veces salga de él mareado. En ciertos malos momentos he llegado a vivir dos vidas distintas: una durante el día, en mi oficina y el ambiente normal de Buenos Aires, y la otra de noche, que se prolonga hasta el amanecer. Porque sueño, sueño siempre. Y se querrá creer que ellos, mis sueños, no tienen nada que envidiar a los de soltero —ni casado— alguno.
A tanto he llegado, que no sé en esas ocasiones con quién sueño: Edith Roberts… Wanda Hawley… Dorothy Phillips… Miriam Cooper…
Y este cuádruple paraíso ideal, soñado, mentido, todo lo que se quiera, es demasiado mágico, demasiado vivo, demasiado rojo para las noches blancas de un jefe de sección de ministerio.
¿Qué hacer? Tengo ya treinta y un años y no soy, como se ve, una criatura. Dos únicas soluciones me quedan. Una de ellas es dejar de ir al cinematógrafo. La otra…
Aquí un paréntesis. Yo he estado dos veces a punto de casarme. He sufrido en esas dos veces lo indecible pensando, calculando a cuatro decimales las probabilidades de felicidad que podían concederme mis dos prometidas. Y he roto las dos veces.
La culpa no estaba en ellas —podrá decirse—, sino en mí, que encendía el fuego y destilaba una esencia que no se había formado aún. Es muy posible. Pero para algo me sirvió mi ensayo de química, y cuanto medité y torné a meditar hasta algunos hilos de plata en las sienes, puede resumirse en este apotegma:
No hay mujer en el mundo de la cual un hombre —así la conozca desde que usaba pañales— pueda decir: una vez casada será así y así; tendrá este
real
carácter y estas
tales
reacciones.
Sé de muchos hombres que no se han equivocado, y sé de otro en particular cuya elección ha sido un verdadero hallazgo, que me hizo esta profunda observación:
—Yo soy el hombre más feliz de la tierra con mi mujer; pero no te cases nunca.
Dejemos; el punto se presta a demasiadas interpretaciones para insistir, y cerrémosle con una leyenda que, a lo que entiendo, estaba grabada en las puertas de una feliz población de Grecia: «Cada cual sabe lo que pasa en su casa».
Ahora bien; de esta convicción expuesta he deducido esta otra: la única esperanza posible para el que ha resistido hasta los treinta años al matrimonio es casarse inmediatamente con la primera chica que le guste o le haya gustado mucho al pasar; sin saber quién es, ni cómo se llama, ni qué probabilidades tiene de hacernos feliz; ignorándolo todo, en suma, menos que es joven y que tiene bellos ojos.
En diez minutos, en dos horas a lo más —el tiempo necesario para las formalidades con ella o los padres y el Registro Civil—, la desconocida de media hora antes se convierte en nuestra íntima esposa.
Ya está. Y ahora, acodados al escritorio, nos ponemos a meditar sobre lo que hemos hecho.
No nos asustemos demasiado, sin embargo. Creo sinceramente que una esposa tomada en estas condiciones no está mucho más distante de hacernos feliz que cualquier otra. La circunstancia de que hayamos tratado uno o dos años a nuestra novia (en la sala, novias y novios son sumamente agradables), no es infalible garantía de felicidad. Aparentemente el previo y largo conocimiento supone otorgar esa garantía. En la práctica, los resultados son bastante distintos. Por lo cual vuelvo a creer que estamos tanto o más expuestos a hallar bondades en una esposa improvisada que decepciones en la que nuestra madura elección juzgó ideal.
Dejemos también esto. Sirva, por lo menos, para autorizar la resolución muy honda del que escribe estas líneas, que tras el curso de sus inquietudes ha decidido casarse con una estrella del cine.
De ellas, en resumen, ¿qué sé? Nada, o poco menos que nada. Por lo cual mi matrimonio vendría a ser lo que fue originariamente: una verdadera conquista, en que toda la esposa deseada —cuerpo, vestidos y perfumes— es un verdadero hallazgo. Queremos creer que el novio menos devoto de su prometida conoce, poco o mucho, el gusto de sus labios. Es un placer al que nada se puede objetar, si no es que roba a las bodas lo que debería ser su primer dulce tropiezo. Pero para el hombre que a dichas bodas llegue con los ojos vendados, el solo roce del vestido, cuyo tacto nunca ha conocido, será para él una brusca novedad cargada de amor.
No ignoro que esta mi empresa sobrepasa casi las fuerzas de un hombre que está apenas en regular posición; las estrellas son difíciles de obtener. Allá veremos. Entretanto, mientras pongo en orden mis asuntos y obtengo la licencia necesaria, establezco el siguiente cuadro, que podríamos llamar de diagnóstico diferencial:
Miriam Cooper — Dorothy Phillips — Brownie Vernon — Grace Cunard.
El caso Cooper es demasiado evidente para no llevar consigo su sentencia: demasiado delgada. Y es lástima, porque los ojos de esta chica merecen bastante más que el nombre de un pobre diablo como yo. Las mujeres flacas son encantadoras en la calle, bajo las manos de un modisto, y siempre y toda vez que el objeto a admirar sea, no la línea del cuerpo, sino la del vestido. Fuera de estos casos, poco agradables son.
El caso Phillips es más serio, porque esta mujer tiene una inteligencia tan grande como su corazón, y éste, casi tanto como sus ojos.
Brownie Vernon: fuera de la Cooper, nadie ha abierto los ojos al sol con más hermosura en ellos. Su sola sonrisa es una aurora de felicidad.
Grace Cunard, ella, guarda en sus ojos más picardía que Alice Lake, lo que es ya bastante decir. Muy inteligente también;
demasiado
, si se quiere.
Se notará que lo que busca el autor es un matrimonio
por los ojos
. Y de aquí su desasosiego, porque, si bien se mira, una mano más o menos descarnada o un ángulo donde la piel debe ser tensa, pesan menos que la melancolía insondable, que está muriendo de amor, en los ojos de María. Elijo, pues, por esposa, a miss Dorothy Phillips. Es casada, pero no importa.