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Authors: Danielle Ganek

Amor a Cuadros (35 page)

—¿Lo has visto? —me pregunta Lulú, apartándome a un lado.

—¿Tu cuadro? Era difícil no verlo.

—La condesa se lo envió a LaReine. Dice que me está haciendo un favor —explica—. Pero no sé si se lo ha dicho a LaReine o no. Ella dice que le dijo que era mío. Pero puede que él entendiese que el cuadro me pertenecía y que quería venderlo, a través de él, junto con los demás.

Antes de que me dé tiempo a responder, Connie se acerca a nosotros, aferrándose al brazo de Simon como si por soltarlo fuera a caerse al suelo. Parece que ya ha tomado unas cuantas copas de la espumosa bebida.

—Hoy he comprado un Finelli —dice, alzando su copa de champán y haciéndola chocar con la de Lulú—. Pero, escucha lo que te digo, si algún día Martin Better se decide a vender
Lulú conoce a Dios
, pienso comprarlo. No importa lo que cueste.

Eructa discretamente.

—Escucha lo que te digo —le dice a Lulú.

Lulú y yo intercambiamos miradas mientras que Connie agita su copa en dirección a Simon.

—Simey —lo llama—. Llénamela.

Da un paso atrás para entregarle la copa a Simon y, al mismo tiempo, le pasa la lengua por la oreja. Le roza el cuello con la nariz y después se vuelve hacia nosotros cuatro: Zach, Lulú, Dane y yo, que los observamos con la boca abierta.

—Lo que ocurre en Basilea —dice Connie, en voz alta—, SE QUEDA en Basilea.

Después, en medio de un ataque de risa, atrae la cabeza de Simon hacia sí y le planta un beso en los labios.

—Creo que voy a vomitar —dice Zach, completamente serio.

—Se me han quitado las pocas ganas que tenía de comer espárragos —dice Dane.

—Tengo algo que deciros a todos —dice Lulú en voz baja, mientras una discreta sonrisa se dibuja en sus labios.

Nos aleja a los tres de la multitud que los camareros dirigen hacia las mesas para que puedan sentarse a cenar.

—La verdad es que es algo bastante gracioso.

—¿De qué se trata? —pregunta Zach.

Dane señala a Simon y a Connie.

—¿Qué? ¿Lo de esos dos?

—Todos los años ocurren cosas de este tipo en Basilea —explica Zach. Me mira y añade rápidamente—: o, al menos, eso he oído.

—Por favor, diríjanse a sus asientos. —Una camarera alemana señala el jardín, donde la mayoría de los invitados ya están sentados.

—Connie ha comprado un Finelli —nos dice Lulú a los cuatro—. Un cuadro de Lulú, en eso tiene razón. Lo pinté yo. Lo dejé en el estudio la noche del funeral. No estoy segura de que LaReine esté al tanto de ello. Y, por lo que parece, Connie no tiene ni idea. Me dijo que era una obra temprana. Pero es falsa. Es obra mía, no de mi tío.

—Caramba, pues sí que tiene gracia —dice Dane.

Zach se echa a reír.

—No es culpa tuya. Es esa condesa. Es ella la que ha vendido un cuadro falso.

En ese momento aparece Pierre LaReine sobre la escalinata que conduce al jardín donde están reunidos los invitados a la cena. Junto a él vemos a una guapa mujer con un largo vestido rojo. La condesa. Los cuatro los observamos con atención. El jardín entero y todos lo que están en él los observan con atención.

Se detienen, como si estuviesen posando, aunque esta noche no hay ninguna cámara. La condesa está increíblemente elegante, incluso más exageradamente exquisita de lo que recordaba. En una mano lleva uno de sus peculiares cigarrillos en su boquilla de marfil, mientras que la otra descansa grácilmente sobre su cadera. LaReine sostiene un paquetito envuelto en papel marrón y atado con un cordel. No parecen molestarle ni el vestido rojo ni la llamativa barra de labios que lleva ella.

El murmullo de las conversaciones enmudece y todos nos los quedamos mirando tan fijamente que resulta descortés. Es difícil no mirar a una pareja así. Ni siquiera aquellos que no saben nada de Jeffrey Finelli —¿dónde se han metido? ¿Bajo una piedra?— pueden evitar quedarse impresionados por la impactante imagen que forman los dos juntos.

—¿Tienes el paquete? —le pregunta la condesa a LaReine. El parloteo que había en el jardín se ha esfumado por completo, de forma que todos podemos oírla.

Pierre LaReine no tiene la costumbre de acarrear paquetes, ni siquiera los que le pertenecen. De eso estoy segura. Pero parece encantado de llevar el de la condesa. Hay al menos setenta personas sentadas en el jardín que ignoran sus espárragos y se esfuerzan por escuchar lo que decimos mientras que la condesa se acerca a nuestra mesa.

—Te he traído un regalo —le dice a Lulú, haciéndole un gesto a Pierre LaReine como si fuese su botones.

LaReine le entrega el paquete a Lulú. Ésta observa a la condesa, como intentando decidir qué actitud adoptar ante todo esto. No sabría decir si está enfadada, confusa o si simplemente le hace gracia, ya que ha puesto una expresión parecida a la que muestra en su retrato de cuando tenía nueve años. Lulú abre la boca para decir algo. Después la cierra y retira cuidadosamente el envoltorio del
paquete
que tiene en la mano.

Debajo del papel marrón y del cordón hay un pequeño cuadro. Sólo existe un artista que hubiera podido pintar esta pieza, el cuerpo de una mujer reclinada sobre un sofá naranja. Los colores se parecen mucho a los del retrato de Lulú, y la mujer se parece a la propia Lulú, aunque es más mayor.

A Lulú se le escapa un gritito de sorpresa.

—Mi madre.

—Es mi regalo para ti —dice la condesa—. A Jeffrey le hubiera gustado que te lo quedases tú.

Lulú fija sus ojos redondos y grises en la mujer que tiene delante.

—Para ser alguien que destruyó todas sus obras, da la impresión de que mi tío era tremendamente prolífico.

La condesa le devuelve la mirada sin pestañear.

—¿Por qué no me lo dijiste cuando estuve allí? —prosigue Lulú—. Podrías haberme enseñado los cuadros. Aunque no fuesen míos. Me dijiste que lo había destruido todo.

—Todo lo que había en el estudio fue destruido, sí. Al conde le gustaba pasarse mucho tiempo trabajando en algo para luego...
Basta
. —Hace un gesto, como si atravesase un lienzo con el puño. La ceniza de su cigarrillo perfumado de hachís cae al suelo—. Es lo único que me queda de él. Y te lo regalo a ti. Vale mucho, lo sé. —Agita el cigarro en dirección a Pierre LaReine—. Me lo ha dicho mi amigo Pierre.

Pierre LaReine parece interpretar esto como una indirecta de que debe marcharse, y en consecuencia se encamina a la barra que hay al otro extremo del jardín.

—¿Y qué pasa con el cuadro que hay en el estand? —pregunta Lulú—. ¿Le has dicho a LaReine que lo pinté yo?

La condesa da una larga calada y expulsa el humo lentamente por la boca.

—Te he hecho dos regalos. El conde lo habría querido así. Y te diré por qué.

La condesa me mira, y después mira a Dane, a Zach y a Pierre.

—¿En privado? —pregunta—. ¿O quieres que lo oigan ellos?

Me da la impresión de que todos los que están en el jardín están escuchando. O por lo menos lo intentan. Veo a un belga de” pelo blanco que se inclina tan exageradamente en dirección a nosotros que prácticamente se cae de la silla.

—Pueden oírlo —dice Lulú, señalándonos a Zach, a Dane y a mí—. Son mis amigos.

La condesa aparta el humo con la mano para que no nos moleste.

—¿Estás preparada?

—Por supuesto —afirma Lulú, mirándonos a los demás.

La condesa hace una pausa.

—Jeffrey era tu padre.

Todos nos inclinamos hacia ella, como si cupiese la posibilidad de que no la hubiésemos oído bien.

—¿Qué? —dice Lulú.

La condesa asiente con la cabeza.

—Él mismo no estaba seguro. Pero para mí, nunca ha sido más
certo
. Lo supe cuando vi el lienzo que pintaste. Y tu firma. Es igual a la suya. Estoy segura.

—Si Jeffrey era mi padre —dice Lulú con lentitud, como si le costase trabajo procesar lo que acaba de decir la condesa—, entonces, ¿quién es el hombre que estaba casado con mi madre?

—Su hermano. Tuvieron una aventura. Muy breve. Y muy prohibida. Después del matrimonio. Tu madre estaba, cómo se dice, confusa. Había cometido un terrible error. Se había casado con el hombre equivocado. No lo amaba. Cuando conoció a Jeffrey, fue
coup de foudre
, como dicen los franceses. Amor apasionado a primera vista.

—Oh Dios mío —dice Lulú—. Creo que voy a vomitar.

—Toma —dice Dane, alargándole un vaso de agua.

—Cuando se quedó embarazada, no sabía con seguridad quién era el padre. Todo se complicó mucho. Ella se volvió un poco loca.

—Se volvió muy loca —puntualiza Lulú.

—Su marido jamás lo supo. Al menos, Jeffrey decía que no lo sabía. Jeffrey te quería, pero a medida que ibas creciendo se dio cuenta de que sería muy difícil seguir formando parte de tu vida.

—Oh Dios mío —repite Lulú, una y otra vez—. Mi madre nunca me contó nada. Ni siquiera tras morir mi padre. Ni siquiera en su lecho de muerte.

La condesa enciende otro cigarro, lo coloca en la larga boquilla blanca, y yo la observo, a la mujer que formó parte de la vida de Jeffrey durante veinte años, y que tenía una relación tan íntima con él que al artista se le conocía como «el conde» por ella.

Habla como si fuese una historia que conoce muy de cerca. Esta taimada condesa es una excelente contadora de historias.

—Jeffrey lo vio en tus ojos. Lo supo en seguida. Pero ¿qué podía hacer?

Expulsa una larga bocanada de humo.

—Por entonces no había esas cosas, ¿cómo las llaman? Pruebas de ADN. Así que jamás lo hubieran sabido con seguridad, Pero de todas formas, tu madre se hubiese negado. Quería olvidar que le había sido infiel a su marido. No era capaz de vivir con su culpa. Era católica, ¿sabes?

—No puedo creer que le fuera infiel a mi padre. No es propio de ella —dice Lulú.

La condesa nos mira a todos, a mí, a Zach y a Dane, uno tras otro.

—Así que se negó a tener cualquier contacto con él. Basta, fuera, se acabó. Lo desterró de su mente. Y él hizo lo mismo. No tuvo elección.

—Fue desgraciada el resto de su vida —dice Lulú, frotándose la mejilla, pensativa—. ¿Por qué me pintó? ¿Y por qué dijo que iba a regalarme el cuadro, cuando se lo había vendido a un marchante de Nueva York?

—¿No resulta obvio?

—¿Obvio? No, no resulta obvio —insiste Lulú—. No tiene ningún sentido.

La condesa respira hondo, levanta el pie y aplasta su cigarrillo con la punta de su fino y elegante tacón negro.

—No estaba seguro. Creía tener razón, pero no lo sabía con seguridad. Sentía una profunda añoranza por la familia que no pudo formar y por ti, la hija a la que no conocía. Se convirtió en, ¿cuál es el término adecuado? Una búsqueda espiritual. La búsqueda de su hogar, como decía él, la búsqueda de Dios. Y todo eso lo encontraba por medio de su arte.

—¿Por qué nunca se puso en contacto conmigo?

—Quería mostrarte el cuadro. Así te lo hubiese explicado él. Quería que comprendieses lo que deseaba para ti. Tú eres el final de la estirpe, solía decir. De una larga estirpe de artistas fracasados, como él la llamaba. Pensaba que tú serías la que llegase a tener éxito. ¿Cómo se dice? Un legado. Ése era el mensaje que quería transmitirte.

—¿Yo? ¿Por qué no él? Él no fue un artista fracasado.

—Él no lo sabía —replica la condesa—. Por eso fue a Nueva York. Lo siento. Debí habértelo dicho en Florencia. Ese día estaba muy triste. Y me entró la inseguridad. Parecía demasiado... demasiado difícil decírtelo, cuando en realidad no importa.

La condesa abre los brazos. Lulú se queda quieta un momento. Después deja que la abrace.

—¿Sabe Pierre LaReine que fui yo la que pinté ese cuadro? ¿O cree que es de Jeffrey? ¿De mi padre?

—Preguntémosle —dice la condesa, haciéndole un gesto a LaReine, que está al otro extremo del jardín. Agarra del brazo a Lulú.

—Por favor, siéntense —dice una de las
frauleins,
esta vez con más insistencia. Zach y yo ocupamos los primeros asientos disponibles que vemos y observamos cómo Lulú habla con Pierre LaReine al otro lado del jardín.

Vemos que Lulú señala a Connie, que está sentada con Simon en una mesa llena de franceses, donde todos hablan un idioma que ella no entiende.

Zach y yo degustamos los espárragos mientras observamos cómo Pierre LaReine se aproxima a la mesa de Connie. Ella levanta la mirada hacia él, llena de entusiasmo, orgullosa de que un famoso marchante de arte se haya acercado a ella. Ahora puede decir que es clienta suya. Puede que algún día la invite a subirse a su avión.

Vemos cómo Pierre se arrodilla al lado de Connie y le habla al oído. Ella escucha con atención. ¿El bolso de Birkin que descansa a los pies de Connie? Diez mil dólares. El diamante que pende de su dedo, ¿cuánto cuesta? ¿Cien mil, más o menos? ¿La expresión de la cara de Connie cuando se entera de que ha comprado un cuadro de Lulú Finelli en vez de uno de Jeffrey Finelli? No tiene precio.

El rigor mortis parece apoderarse de sus finos labios a medida que las palabras de Pierre LaReine van cobrando forma en su cerebro. Cuando éste termina de hablar, no le responde de inmediato. Su vista se dirige hacia nosotros. Zach y yo fingimos dedicar nuestra atención a los espárragos.

Por un momento parece que Connie va a pedir que le devuelvan el dinero. Medio millón de dólares, si Alexis no se equivoca. Connie se levanta y le hace un gesto a Lulú, que está al otro extremo del jardín con Dane y la condesa. Nos preparamos para un buen drama, para los gritos, puede que hasta lance alguna copa de champán. Pero Connie se limita a sonreír, mientras que la expresión tensa de su cara va relajándose.

No parece molestarle la noticia de que acaba de gastarse medio millón de dólares en un cuadro de una artista desconocida —perdón, de una joven promesa—. Pierre LaReine debe haberle convencido de que ahora representa a Lulú. Y eso es exactamente lo que va a hacer, además de prometerle que expondrá sus nuevas obras en primavera.

*

Zach y yo pasamos nuestra segunda noche juntos en su habitación del Swissotel. Esta vez no hay rosas blancas, pero el sexo es bueno. Es estupendo. Ya sé que no me has preguntado.

—¿Puedo decirte que te quiero? —me pregunta, inclinándose sobre mí en la cama cuando todo ha acabado y estamos intentando recobrar el aliento.

—Sólo si lo dices en serio.

—Te quise desde el primer momento en que te vi —dice, besándome en la frente antes de dejarse caer a mi lado y de colocar mi cabeza sobre su pecho.

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