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Authors: Danielle Ganek

Amor a Cuadros (30 page)

—Gracias —canturrea Lulú.

Me abraza y me susurra al oído:

—Esa Connie me pone los pelos de punta. No para de llamarme. Cuando no le devuelvo la llamada, vuelve a llamar. Y después me deja mensajes como si fuésemos viejas amigas y le extrañase muchísimo que no la haya llamado.

—Tan sólo intenta conectar contigo —digo, con una punzada de compasión por la pobre y rechoncha Connie, que lleva un vestido blanco y negro de lentejuelas muy poco favorecedor. Veo que saluda a Simon con lo que parece un demasiado íntimo beso en los labios. Cierro los ojos al verlo, segura de que no acabo de ver lo que acabo de ver.

—Es hostil —continúa Lulú—. Nunca he conocido a nadie así. Me envía e-mails preguntándome dónde me compro la ropa, qué me gusta comer, si voy al gimnasio. Me pidió que le diera unos consejillos sobre nutrición. Y luego se enfada cuando no le contesto.

Todo el mundo quiere hablar con Dane y con la guapa mujer que lleva al lado. La gente nos rodea, se van acercando a ellos, hasta que me encuentro atrapada. Qué claustrofobia aquí, en mitad de la bulla, sobre todo porque nadie quiere hablar conmigo.

—¿Eres su musa? —le pregunta un coleccionista a Lulú, señalando a Dane.

Lulú se echa a reír.

—Soy pintora —dice.

Oh, admiro la facilidad con la que le salen esas palabras de la boca. No tartamudea, no duda. Lo dice en un tono indiferente: soy pintora.

—¿Quién te representa?

—Nadie —replica ella. Una vez más, no parece avergonzada de admitirlo—. Todavía.

Logro escapar del grupo de coleccionistas, marchantes y miembros de la junta de administración del museo que rodean a Dane y a Lulú para tomar algo de aire fresco. Los dos siguen estando en el centro de un nutrido grupo, mientras que los demás dejamos que nos lleven en manada al piso superior, donde vamos a cenar.

Cuando me acerco a la mesa, veo mi nombre sobre una de las tarjetas, y siento la seguridad de que me han sentado junto a la esposa de Carlos Peres, que no habla inglés. Acierto, por supuesto. Pero el comensal a mi otro lado es una sorpresa. Zach Roberts.

Típico. Justo cuando ya he pasado lo peor. Pero aun así siento un sobresalto. Me alegro de ver su nombre.

El presidente del museo, un tipo zalamero con el pelo reluciente, peinado hacia atrás y elegantes zapatos de charol, pronuncia unos vehementes ruegos a través del micrófono hasta conseguir que todo el mundo tome asiento.

Justo cuando acabo de sentarme, aparece Zach a mi lado.

—McMurray.

—Hola —digo, intentando hablar como su novia Alexis, fría y sin mostrar interés.

—No digas que nunca te saco de viaje —bromea, como si fuese un marido dirigiéndose a su esposa, que se queja de su falta de romanticismo—. Roma es preciosa.

—¿No te han invitado a sentarte a la mesa principal? —me sale más sarcástico de lo que quería.

—Connie insistió —dice—. Además, quería sentarme contigo.

—Estoy segura de que a tu novia le va a encantar —digo. Esta vez me parece que me ha salido bien. Sin sarcasmos.

Zach parece divertido.

—¿Cuál?

Para demostrarle que me da lo mismo que tenga una novia o veinte, me vuelvo hacia la esposa de Carlos Peres.

—¿Lo está pasando bien en Nueva York?

—Sí —repone ella, en español.

Y ahí quedó mi estrategia conversacional. Cuando nos colocan por delante el primer plato, una ensalada de marisco, Zach se inclina hacia mí. Aspiro su perfume, a ropa recién lavada y a algo más, como a piel limpia. Me gusta cómo huele.

—¿Te has enterado de la última noticia? —me pregunta.

Intento resistirme a la atracción que me producen sus palabras. Estoy segura de que, sea la que sea la última noticia, yo no me he enterado.

—¿Qué?

—LaReine va a llevar el
Lulú conoce a Dios
a Basilea.

—¿Va a cambiar de manos?

Zach indica a Lulú con un gesto.

—Ésta podría ser su oportunidad, si quiere aprovecharla. LaReine va a dedicar su estand únicamente a Finelli. El retrato de Lulú y el resto de las piezas que han aparecido misteriosamente en escena.

—¿Un estand entero? ¿Qué otras piezas?

—Parte del botín que la condesa tenía escondido en el armario, según Alexis —dice.

Después de más súplicas del presidente, los quinientos invitados a la gala de primavera del museo por fin se sientan y empiezan a dar cuenta de su ensalada de marisco. Este tipo de veladas siempre incluyen cantidad de premios de algún tipo, y esta noche hay tantos que el programa se abre con el primer plato.

Hay un premio a la filantropía por las artes. Qué bonito. Este premio es lo que hace que el adinerado homenajeado y sus amigos ocupen muchas de las mesas más caras.

Y hay un premio a la labor de toda una vida. Muy inteligente. Un artista conocidísimo y adorado por su público. Se venden más mesas. Después llega mi favorito: el premio al mejor artista novel. A los coleccionistas les gusta éste porque les da la impresión de que están accediendo a información privilegiada. Todo el mundo quiere saber siempre quién es el mejor artista joven. Sobre todo si da la casualidad de que poseen alguna de sus obras o de que pueden echarle el guante a alguna. El mejor artista novel de esta noche es un chino nervioso que no parece demasiado joven.

Durante la pausa que se hace entre los discursos para poder servir el plato principal, Simon se acerca a mi lado de la mesa para hablar con Zach. Esta noche está muy elegante, con un esmoquin italiano de muy buen corte y unas zapatillas de terciopelo con unas calaveras bordadas. Últimamente hay calaveras por todas partes, o eso parece, en montones de cuadros, en sudaderas, en zapatos y en gorros. Hasta en la ropita de bebé, aunque sólo la llevan los bebés guays a los que arrastran a las exposiciones.

—Mia McMurray —susurra Simon de forma muy desagradable—. ¿Otra vez ese viejo vestido?

Obviamente, no se ha fijado en mis accesorios turcos.

—Yo también me alegro de verte.

Simon coloca una mano sobre la mesa e inclina su estrecho torso entre Zach y yo, de forma que, muy groseramente, su espalda queda frente mi cara.

Cuando Simon se marcha, le susurro a Zach:

—¿Sabe lo del estand dedicado a Finelli que piensa montar LaReine?

Zach niega con la cabeza. Le ha crecido el pelo, y un mechón le cae sobre la frente. Resulta encantador. Resisto el impulso de echárselo a un lado.

Observo a Simon. Ahora está de pie al otro extremo de nuestra mesa, saludando a Martin Better con una mano en el hombro que más bien es un cepo. Me pregunto si Martin seguirá enfadado por haber perdido el Finelli.

—A Simon le va a dar un ataque cuando se entere —le digo a Zach.

De repente, la cara de Simon se riñe de un rojo intenso. Empieza a gesticular con los brazos por encima de la cabeza, como un mono. Nunca lo he visto tan agitado. Debe haberse atragantado con uno de los canapés de
tapenade
que están circulando por las mesas.

Martin Better está ahí de pie sin hacer nada, con la misma expresión de un gato que ha atrapado un canario. ¿Por qué no llama al 112? Echo mi silla hacia atrás para ver si Simon quiere que llame una ambulancia, que le haga la maniobra de Heimlich o que le traiga un
gin tonic
.

Simon abre la boca. Espero ver cómo sale volando una gamba a la tailandesa o el canapé de
tapenade
.

En vez de eso, lo que sale es una tromba de obscenidades que suenan sospechosamente poco británicas, excepto por unos pocos bien colocados «maldita sea».

—Ese maldito artista de mierda. Maldita sea. Joder, le pienso arrancar los brazos. Lo voy a matar.

Ya está, Acerté con mi predicción. Está teniendo un ataque.

Simon se tira de los pelos como si quisiese arrancárselos. ¿No tendría gracia descubrir que durante todo este tiempo siempre ha llevado peluquín?

Simon se lleva una mano al corazón y se desploma al suelo.

—Apártense —grita Martin Better—. Apártense.

Parece que Simon está bailando
break dance
. Se apoya con una mano sobre el pulido suelo, mientras que con la otra se frota el pecho.

—Maldita sea, estoy teniendo un ataque al corazón.

Llamo al 112 desde mi móvil. Mientras le doy la información a la operadora, oigo que Connie le dice a Andrew:

—Quiero ese cuadro.

Simon continúa tirado en el suelo. Se ha congregado un nutrido grupo de gente a su alrededor. Él alza la vista hacia las caras que lo rodean.

—¿Cómo se siente uno al tener un ataque?

—¿Nota un hormigueo en el brazo izquierdo? —le pregunta alguien.

Simon asiente con la cabeza, se inclina hacia delante y apoya la cabeza sobre las manos.

—Me muero.

Al oír esto, el grupo se insubordina. La gente empieza a darse empujones, intentando acercarse lo suficiente para ver qué es lo que está pasando. Alguien grita:

—Esto es una locura.

Otro hombre chilla, presa del pánico:

—¿Dónde está esa ambulancia?

Se acerca un médico que coloca la mano sobre el pecho de Simon. Es cirujano plástico, no cardiólogo, pero su presencia parece tranquilizar a todo el mundo. Incluido Simon.

—Creo que estoy bien —dice Simon. No se está muriendo. Simplemente, se ha visto abrumado por sus sentimientos. Y lo que siente ahora mismo es mucha, mucha rabia.

Llegan los médicos. Insisten en llevárselo al hospital.

—Estoy bien —dice Simon, nervioso al pensar que van a arruinarle la noche.

Pero son muy persuasivos, así que por fin consiguen colocarlo en una camilla y atarlo con unas correas.

—Mis Lacasitos, coge mis Lacasitos —me grita mientras se lo llevan.

*

Connie dice que no podemos irnos.

—Dejaríamos una mesa vacía justo en la primera fila.

Andrew ya está cortando el
filet mignon
que tiene delante.

—Comamos —farfulla con un bocado de carne poco hecha en la boca.

—Es una mesa de cincuenta mil dólares —sisea Connie, notando que los demás vacilamos—. Sentaos.

—¿Quieres ir al hospital? —me pregunta Zach. Indica con un gesto a la guapa divorciada que era la cita de Simon y que ahora mastica con avidez su
filet mignon
—. Parece que ella no va a ir a ninguna parte.

—¿Crees que debería ir? —no consigo ocultar mi falta de entusiasmo.

—No fue un ataque al corazón —replica él—, pero puede que a Simon le resulte reconfortante tenerte cerca.

—Soy la última persona a la que Simon querría tener cerca —digo, cortando mi filete de ternera.

Zach dice:

—Connie me ha dicho que sois muy buenos amigos.

Miro a Connie, sentada entre Carlos y Dane, ninguno de los cuales está hablando con ella. Carlos habla con su esposa porque es el único que puede hacerlo. Dane le susurra algo al oído a Lulú, y juega con su pelo con una mano. Connie observa a Lulú, la mira fijamente con muy poca discreción, como si estuviese tomando notas mentales.

—Dice que Simon y tú habéis estado juntos desde que empezaste a trabajar allí —dice Zach con una sonrisa.

—¿Juntos? ¿En plan, durmiendo juntos? Dios, qué asco me da sólo de pensarlo.

Asiente con la cabeza.

—¿No es cierto?

¿Parece aliviado o son imaginaciones mías?

—No es cierto —confirmo—. No es para nada cierto.

—Ya me lo parecía a mí —dice—. Pero Connie me dijo que me mantuviese alejado de ti.

Y tú le hiciste caso, siento ganas de decir. Pero lo que me sale es:

—Puede que sólo quisiera información. Ya sabes, tal vez estuviera intentando picarte para que averigües si es cierto.

—Creo que está celosa de ti —dice Zach.

—¿Celosa de mí? Créeme: nadie está celoso de mí. Y mucho menos Connie Kantor. —La verdad es que no quiero profundizar más en la psique de Connie.

Zach me dedica una mirada enigmática.

—Bueno, me alegro de oír que no es cierto. Te mereces a alguien bueno de verdad. A alguien que sepa apreciarte.

—A alguien soltero —añado.

—Lo de soltero ayuda —concede.

Más tarde se ofrece a llevarme a casa. Casi le digo que sí. Después de dos copas de vino, me he olvidado de su trabajo y de su novia y de mi decisión de no permitir que nadie del mundillo del arte vuelva a hacerme daño nunca más. Después de dos copas de vino, siento ganas de besarlo. Pero me echo a mí misma una severa bronca y, muy puesta y muy educadita, digo:

—No, gracias.

Zach parece sorprendido. Y decepcionado. O puede que sólo sea la luz.

*

Hago una parada en el aseo de señoras antes de salir. Hay una larga cola, por supuesto. Así que me sorprende ver que, cuando salgo, Zach aún sigue allí, frente al museo, buscando un taxi. Está solo. Me planteo aceptar su propuesta de llevarme en coche al centro.

Estoy a punto de echar a andar hacia él cuando Alexis se le acerca corriendo desde un grupito de mujeres.

—Zach —lo llama. Lo coge del brazo y le susurra algo al oído.

Me doy la vuelta, decepcionada. Echo a andar en dirección opuesta, pensando que en una esquina menos concurrida podré encontrar un taxi.

—McMurray —es Zach, que me saluda desde la ventanilla de un taxi—. Ven con nosotros —dice—. Hay un montón de gente que quiere ir a mi apartamento.

Alexis saca la cabeza por la ventanilla.

—No seas aguafiestas. Va a venir todo el mundo.

Dudo.

—Métete de un salto —dice Zach, abriendo la puerta. Entro en el taxi. Oh, ¿por qué no?

Zach se coloca en el centro, en un sándwich entre Alexis y yo. Siento el calor de su pierna contra la mía. Vale. Resulta un tanto incómodo.

Ninguno de los dos parece sentir ninguna incomodidad. Charlan amigablemente sobre un restaurante al que Zach fue con unos coleccionistas alemanes cuando estuvo en Berlín, y el tema los lleva a hablar de otros restaurantes y de un pollo
vindaloo
que, según Zach, fue la cosa más rica que ha comido en su vida.

Cuando llegamos, ya hay unas veinte personas en el apartamento de Zach. La mitad de las caras me resultan familiares, ya que pertenecen al grupo más joven del mundillo del arte. Recepcionistas de las galerías, coleccionistas bebé, un par de artistas que aún no son promesas. Hay bebidas sobre la encimera de la cocina, y alguien ha encendido el equipo de música.

Después de nosotros entra más gente. Parece que todos adoran a Zach, y no paran de gritar su nombre. Veo montones de abrazos y oigo gritos de alegría.

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