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Authors: Danielle Ganek

Amor a Cuadros (29 page)

—¿Cuál es la naturaleza de su llamada? —indaga Alexis, poniendo un estirado acento británico—. Mia McMurray de la Galería Simon Pryce, ese excelente bastión de la mediocridad. Seguro que tienes algo que vender.

—Tiene algo que vender, has dado en el clavo —apunta Meredith.

Estoy a punto de colgar cuando Zach coge el teléfono.

—McMurray —dice—. ¿Cómo estás?

Ahora me siento como una idiota, por supuesto, pero formulo mi pregunta.

—¿Sabes algo de unos Finelli que hay en Europa?

—Primero, hola —dice—. Siento lo de antes.

—Muy profesional, el numerito —digo. ¿Por qué lo habré dicho? Ha sonado fatal. Demasiado serio. Ha sonado como si me importase.

Zach se echa a reír.

—A LaReine no le hubiera hecho ninguna gracia si hubiese sido él el que estaba al otro extremo de la línea. Pero, ¿cómo estás?

Otra vez la preguntita. Pero ésta es una llamada de negocios, recuerda.

—¿Qué pasa con esos Finelli? Según los rumores, tienes algo que ver con ellos.

—¿Yo? Hoy mismo me he enterado de que existen —dice, en voz baja—. Esto es lo que sé: la condesa italiana tiene diez cuadros que piensa vender, pero no todos al mismo tiempo. Ha sacado dos al mercado para tantear la demanda que hay antes de cerrar un trato con LaReine. Le está poniendo las cosas difíciles.

—Le dijo a Lulú que Jeffrey lo había destruido todo —digo, preguntándome si Zach estará ahí de pie delante de Alexis y sus amigas—. ¿Aún nos escuchan las Hermanas Fatales?

—No, he salido —repone—. Es cierto que Finelli destruyó muchas de las obras. Pero por lo visto ella fue quedándose con unos cuantos cuadros a lo largo de los años. Jeffrey se los daba como pago por el alquiler, como regalos o como pago por sus préstamos. Por lo que he oído son bastante buenos. LaReine está que se hace pipí en los pantalones.

—¿Quién te ha contado todo eso? ¿Alexis?

—Nunca revelo mis fuentes —dice, para provocarme—. Te he echado de menos, McMurray.

—Todo el mundo dice que Alexis y tú estáis pensando en hacer negocios juntos.

—¿Todo el mundo —puntualiza él—, o más bien la propia Alexis?

No contesto.

—¿Sigues ahí? —pregunta Zach—. Después de Londres voy a Roma. ¿Por qué no te reúnes conmigo allí? Te enviaré un billete de avión.

¿Qué querrá decir con eso?

—No me parece apropiado —respondo. Aunque, ¿Roma? Siempre he querido ir a Roma. El aeropuerto, en el que hicimos escala de camino a casa desde Florencia, no cuenta.

—¿Por qué? ¿Porque los dos nos dedicamos al mismo negocio?

—No. Bueno, por eso también. Pero más que nada porque tienes novia —digo. Me ha quedado muy petulante. ¿Me lo estará pegando Simon?

Me oigo a mí misma demasiado intransigente.

—Ven a Roma —dice, como si no me hubiera oído.

Me propongo decirle que tengo planes, algo que incluya una cita con alguien impresionante, importante y, ya que estamos, guapo. Pero lo que me sale es:

—No... gracias.

Sé lo que estás pensando. Qué mordaz, Mia.

18

La gala benéfica del museo

Mayo

En mayo, las calles de Chelsea se llenan de gente. Todas las noches, según parece, hay inauguraciones, fiestas, exposiciones en los museos, galas, instalaciones, representaciones. Un día sí, un día no se inauguran nuevas galerías, repletas de más obras de arte. A medida que nos acercamos a la semana de las subastas, en todos los sitios a los que voy, en cada revista que abro, en cada blog que leo, me da la impresión de que de lo único que habla o escribe la gente es de arte contemporáneo. Francamente, resulta pesado. Pero puede que sea porque, según parece, soy la única persona en Nueva York que no se dedica ni a crear obras de arte, ni a coleccionarlas, ni a hablar de ellas.

Esta semana sale al mercado otra revista más sobre arte. ¿En la portada? Dane O’Neill y Lulú Finelli. Y en el interior un reportaje de diez páginas titulado «Artistas y musas», que los presenta a los dos, profesor y alumna, amigo y musa, con unos cuantos conjuntos distintos. Lulú lo justifica diciendo que es publicidad para los nuevos cuadros de Dane, uno de los cuales es el retrato de ella, y para los cuadros que espera poder exhibir y vender algún día.

—Se trata de lanzar una marca —explica—. Con esto doy a conocer mi nombre, y en cuanto a Dane, así anuncia la idea de los cuadros antes de exponerlos.

Me resulta raro ver a Lulú y a Dane posando de esta manera, como frívolos personajes de la alta sociedad, en las satinadas páginas de las revistas. Sobre todo en las fotos de estudio. Pero chica, fotogénicos sí que son.

Aún más extraña resulta la propuesta que le hace Connie a Simon mientras preparamos el inventario que vamos a enviar a Arte Basilea. Connie quiere hacer negocios con Simon. La pérdida del cuadro de Finelli le ha afectado tanto, o eso le dice a él, que no quiere ni pensar que su trauma pueda repetirse.

—Podríamos ser socios —le propone en una serie de reuniones a puerta cerrada. En realidad, creo que lo que le dice exactamente es «estoy harta de que todo el mundo me dé por culo en el mundillo del arte», o algo igual de pornográfico.

En un principio, Simon dice que la idea le parece ridícula.

—Maldita sea —me comenta al hablarme de sus conversaciones con Connie—. ¿Socios? ¿Con una de su calaña?

Pero rápidamente se hace a la idea cuando ella le dice que la suma de dinero que tiene en mente se mueve alrededor de los cientos de miles de dólares. Un adelanto, le dice a Simon, por futuras compras. Lo único que tiene que hacer Simon es concederle a Connie la primera opción sobre todas las obras que exhiba en su galería.

Connie es lista, sí. Pero no tiene mucha vista. Para el mundillo del arte ya es una paria, y esta «asociación» con Simon significará que ningún otro marchante querrá venderle obras a Connie. La colección de sus sueños le saldrá cara y tendrá que adquirirla pieza a pieza, exclusivamente por medio de subastas y de los artistas a los que Simon logre convencer para que expongan en su galería. Pero más que una colección, comienzo a darme cuenta, Connie anda buscando una identidad.

Simon acepta la propuesta, y Connie empieza a pasarse continuamente por la galería como si fuese suya. Le da el número a todo el mundo, así que tengo que contestar las llamadas de su profesora de Pilates y del representante de Bergdorf. Tan sólo unas pocas manzanas más allá, mi amiga Lulú recibe llamadas de directores de revistas que quieren escribir reportajes sobre ella y fotografiarla con los nuevos looks de otoño y que la llaman una prometedora artista, cuando ni siquiera ha expuesto ninguna de sus obras. ¿Celosa? ¿Yo? Qué va.

Para celebrar la nueva asociación, Connie ha reservado una mesa en una gala benéfica a beneficio de su adorado museo que tendrá lugar la noche del lunes que abre la semana de las subastas. Sigue esperando poder hacerse con un puesto en la junta directiva, pobrecilla. Compra una de las mesas más caras y le ordena a Simon que traiga a los fotogénicos Lulú Finelli y Dane O’Neill para que la ocupen.

—Tú eres su amiga —me dice, inclinándose sobre mi escritorio con una goteante bolsita de té—. Suplica. Implora. Promételes algo. Pero haz que vengan.

—¿No se sentará Dane O’Neill con su propio marchante?

Simon frunce los labios al oírme mencionar a Pierre LaReine.

—Tíramela a la basura, por favor —dice, entregándome la bolsita de té.

*

—Por favor, ven —le digo por teléfono a Lulú—. Y tráete a Dane.

—Él odia ese tipo de eventos —dice.

—Por supuesto que sí. Se espera de él que los odie —le digo—. Todos queremos que los odie. Pero seguro que tú lo convences para que venga.

—Para ti, para mi amiga, por supuesto. ¿Vamos a sentarnos contigo?

—Conmigo no. No estoy invitada —explico—. Gracias a Dios.

—No quiero ir si tú no vas —dice Lulú.

—Quieren nombres conocidos —le digo—. Simon va a ir con una cita, una conocida divorciada de la alta sociedad. Últimamente hay muchas de ésas. Pero ésta es de las guapas de verdad.

—¿Y quién más? —me pregunta Lulú.

—Carlos Peres y su esposa, que no habla inglés. Y Connie piensa aprovechar la oportunidad para trepar socialmente. Ha invitado a Robert y Jenna Bain a que se sienten a su mesa.

—Por lo que dices, va a ser una tortura.

—Es una buena oportunidad para ti —le digo, medio en broma—. Confirma tu presencia en el mundillo del arte del famoso brazo de Dane. Más adelante, cuando expongas tus obras, tu nombre ya será conocido.

—Te estás vengando de mí, ¿verdad? —Lulú ríe—. Porque hice ese horrible reportaje de promoción para aquella revista.

Estoy encantada de no tener que ir. Sé que hay gente a la que le encanta arreglarse y unirse a numerosos grupos de personas en apoyo de causas que consideran importantes. Pero yo no soporto este tipo de acontecimientos. Saraos, los llaman aquí en Nueva York. No sé quién acuñó el término, pero me parece muy apropiado.

En vez de acudir a la gala del museo, esa noche planeo salir a divertirme, algo que últimamente hago más bien poco, con Azalea y Joel y unos cuantos amigos. Me imagino un mexicano y margaritas y una noche hablando de todo y de todos excepto del mundillo del arte contemporáneo.

*

La mañana de la gala del museo Simon llega tarde a la galería. Se detiene frente a mi escritorio antes de pasar a su despacho con el consabido té.

—Más vale que te pongas algo bonito esta noche. Hay que vestir de blanco o de negro.

—¿Lo del museo? No estoy invitada.

—Por supuesto que sí. —Coloca el té sobre el mostrador y deja caer al suelo el paraguas mientras se lleva la mano a los bolsillos en busca de su tubo de Lacasitos. Uno de estos días pienso decirle que parece un pervertido cuando hace eso, como si estuviese jugando consigo mismo.

—¿Y qué pasa con los Bain? —pregunto, segura de que se equivoca.

—¿Para Connie Kantor? ¿Es una broma?

Siento que se me hunden los hombros. No hay momento en que me sienta más sola que en una fiesta de blanco y negro sin una cita. No tengo ninguna gana de ir.

—Creí que Connie los había invitado.

—Y lo hizo. No están libres —dice, formando unas comillas con los dedos para indicar lo que piensa de su excusa.

Mi protesta es poco entusiasta. Ya conozco la respuesta.

—Tenía planes.

—Pues tendrás que romperlos —dice, recogiendo sus cosas. Por cómo lo dice, parece que me está haciendo un favor.

—¿Quién es la persona número diez? —le pregunto a su espalda mientras Simon se acerca a su despacho.

No se vuelve.

*

—No lo sé. Alguien que estaba libre. —Vuelve a hacer las comillas.

Me pongo un vestido
vintage
que me compré hace unos años. En aquellos momentos estaba tan angustiada por tener que ir a una fiesta de etiqueta que hasta me planteé dejar el trabajo. Ni siquiera sabía qué significaba «de etiqueta»: ¿se suponía que tenía que dejarme la etiqueta colgando? Exagero, por supuesto, pero sí que sabía que en mi armario no había nada que pudiese considerarse apropiado para una fiesta de este tipo. Los eventos a beneficio de algo no formaban parte de mi vernáculo sartorial.

Entonces encontré este vestido largo y negro en una tienda
vintage
. Es muy sencillo, de seda negra, cortado al bies, y siempre resulta apropiado. Hasta a Azalea le gusta este vestido. Me lo he puesto por lo menos treinta veces.

He aprendido que es buena idea echarle una ojeada al
Artforum
la tarde antes de un evento. Así siempre puedo preguntarle a la persona que tengo al lado si la ha leído para romper el hielo e iniciar una conversación con alguien con el que inevitablemente no tengo nada en común. Simon y yo siempre ocupamos las mesas más baratas, y los hombres que se sientan a mi lado son por lo general los primos de uno de los homenajeados o el abogado que cerró el trato u otro galerista de poca monta. Ninguno lee el
Artforum
, así que normalmente termino resumiéndoselo, y así se nos pasa el tiempo a los dos.

Tendré que decirle a Azalea que no puedo salir a tomar margaritas. Se ofrece a traerme las margaritas a casa cuando venga a ayudarme a vestirme, porque así de buena amiga es.

—No necesito que me ayudes a vestirme —le digo—. Sólo tengo la misma opción de siempre, ¿recuerdas?

—Ese vestido viejo, cómo he podido olvidarme —dice—. Llevaré accesorios. Tal vez un chal turco y un rosario.

*

Hay una hilera doble de personas vestidas de blanco y/o de negro que intentan llegar hasta la entrada del museo. Los fotógrafos están causando un atasco, porque han parado a alguien cuya foto saben que podrán vender a una de las revistas que cubren este tipo de eventos. Los publicistas van de acá para allá, intentando asegurarse de que a sus clientes les dan un empujoncito hacia delante para los momentos foto.

Ocupo un sitio al final de la cola y sigo lentamente a la gente, deslizándome por delante de los fotógrafos. Cuando me acerco, la multitud se mueve, y alcanzo a ver quién es la que motiva la ráfaga de flashes. Es Lulú, que está espectacular con un vaporoso vestido color melón. Con Dane O’Neill a su lado, Lulú es la foto que más dinero dará, y más por haber sido lo suficientemente atrevida como para ignorar el atuendo bicolor que se sugería en las invitaciones. Nadie que quiera asegurarse una aparición en un reportaje fotográfico a doble página sobre la fiesta se atrevería a no llevar blanco o negro, como deferencia a la coherencia editorial. Pero a Lulú no parece importarle que le saquen una foto o no.

—Lulú, aquí.

—Mire hacia aquí.

—¿Nos permite una más, usted sola?

Ella maneja sin problemas la atención de la prensa. Ya no es la chica reservada que rozó con sus dedos las letras del nombre de Jeffrey Finelli aquel primer día en la galería. Con un pie delante del otro como una modelo experta, posa con elegancia. Tiene una sonrisa tímida en la cara e inclina la barbilla hacia abajo mientras se vuelve hacia aquí y hacia allí, sosteniendo el traje entre las manos para mostrarlo ante las cámaras. Me doy cuenta de que el vestido color melón no ha sido ningún error. A los fotógrafos les encanta.

Entonces, de repente, aparece Connie entre Lulú y Dane. Los atrae hacia ella, cada uno a un lado, y espera a que los fotógrafos saquen una instantánea de los tres. Pero los fotógrafos han terminado. Les indican con las manos que sigan adelante.

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