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Authors: Danielle Ganek

Amor a Cuadros (27 page)

Lulú parece horrorizada de verse en el papel de aliada de Connie.

—Ya basta —le dice—. Se acabó.

Connie, maliciosa, se vuelve hacia Lulú. Resulta difícil no compararla con un chihuahua cuando levanta la cabeza hacia la mucho más alta Lulú.

—Para ti es fácil decirlo. Ese cuadro nunca te ha pertenecido. Fui yo la que lo compré.

—Vamos, vamos —dice Simon, con indiferencia, metiéndose unos Lacasitos en la boca—. No hace falta que montéis una pelea de gatas.

¿Pelea de gatas? Oh, Simon.

—Pienso denunciarte —le dice Connie a Simon—. Me ponen los litigios.

Simon se encoge de hombros. Tiene la boca llena de Lacasitos.

—Compra uno de los otros. Por lo visto, el Sr. Finelli era bastante prolífico. Aunque se le olvidó mencionarme ese detalle.

—No hay otros cuadros —protesta Connie—. Y tú lo sabes.

Simon hace una mueca de amargura.

—Eso no es lo que anda diciendo Pierre LaReine. O eso he oído. Aparentemente, hubo negociaciones secretas de las que no tenía conocimiento. Resulta que otras obras, obras de las que nadie sabía nada, han aparecido en otros emplazamientos, lejos del estudio del pobre artista fallecido.

La noticia, que Simon nos comunica con toda la indolencia que logra reunir, nos deja a todos boquiabiertos.

—¿Es eso cierto? —le pregunta Lulú.

Se encoge otra vez de hombros.

—Es un rumor. Pero ya decía yo que esa italiana no iba de frente. Y os diré algo más: no me engañó ni por un momento con ese rollo de que es condesa.

Connie replica:

—Escucha lo que te digo. Ese cuadro será mío algún día.

«Escucha lo que te digo», Lulú forma las palabras con los labios desde detrás de Connie.

Me separo del grupo, dispuesta a salir de la abarrotada galería. Cuando ya estoy junto a la puerta, me alcanza Simon.

—¿Estás invitada a la cena? —pregunta, receloso.

Asiento con la cabeza.

—Obviamente, a mí no me han invitado —dice, medio lloriqueando. Se echa la bufanda de cachemira verde claro sobre los hombros. Me doy cuenta de que de verdad le importa. ¿Por qué iba Pierre LaReine a invitarle a él, un marchante rival —aunque llamar a Simon rival de LaReine es ser bastante generosa— a una cena en honor de Dane O’Neill?

—¿Qué te parece? Me refiero a la exposición —le pregunto, para quitarle de la cabeza su falta de opciones para la cena.

—Está toda vendida. Bravo por LaReine. Sería capaz de venderle hielo a un esquimal.

—¿Por qué eres tan pedante? —Por una vez, me siento bien al ser valiente—. Conseguiste lo que querías.

—Martin Better está furioso conmigo —dice Simon, que continúa compadeciéndose a sí mismo—. Ahora me dice que durante todo este tiempo ha estado detrás del cuadro. Dice que lo tenía reservado.

—Pensé que quería desintoxicarse. Me dijo que iba a dejar el arte.

Simon se burla de esa idea.

—No sería capaz —replica.

A Simon le gusta fingir que comprende a los artistas. Le gustaría creer que él también es artista. Y, vamos, ¿no resulta obvio por la forma en que ha combinado una corbata color lavanda con el Brioni azul marino que tiene un gusto exquisito para los colores? Ahora dice, de forma más bien poco comprensiva:

—Esta exposición es un espanto. Me voy a casa.

Yo también estoy a punto de marcharme cuando Alexis Belkin me da una palmada en el hombro que más bien parece un puñetazo. Me vuelvo rápidamente, esquivando un largo tablón de roble que sobresale de la pieza que tengo a mi espalda.

—Entonces, ¿es cierto? —Entorna los ojos, desafiándome a que intente ocultarle la verdad. Julia y Meredith se unen a Alexis para poder escuchar mi respuesta. Se ponen las tres en fila, todas en la misma postura, con una mano sobre la inclinada cadera.

—Si es cierto ¿qué?

Alexis pone los ojos en blanco, impaciente, para recordarme que más me vale no jugar con ella. No después de que me dejara pasar a su terreno desde el otro lado del cordón de terciopelo. Las otras dos también ponen los ojos en blanco, mostrándole su comprensión.

—Simon ha vendido el retrato de Lulú. —Alexis lo afirma, como si fuese una realidad. Es una realidad.

Meredith me mira con recelo.

—Ha sido Martin Better, ¿verdad? —esto lo dice en un tono de sabelotodo que no le pega nada.

—De ninguna manera. Marty jamás lo compraría. No se lo permitiría —dice Alexis, fardando de la relación y la influencia que tiene sobre un coleccionista tan importante.

—Tienes toda la razón. Me resulta increíble pensar que alguien quiera comprarlo —dice Julia—. Es terrible.

—Entonces, ¿quién lo ha comprado? —Alexis se está impacientando—. No se lo ha regalado a su sobrina.

—Dane O’Neill se ofreció a comprarlo para ella —digo, sabiendo que este detalle les gustará—. Pero Simon no quiso vendérselo.

—Qué romántico —dice Meredith, juntando las manos frente al pecho.

—¿Y qué pasa con su novia? —pregunta Alexis—. Sybil. —Lo pronuncia con un siseo agudo y burlón.

—Como ella misma dice, Dane parece estar encantado con Lulú —replico. Todo esto lo digo de forma categórica, proporcionándoles más información de la que suelo a las Hermanas Fatales—. Quiere hacerle un retrato en homenaje a su amigo Jeffrey. Y le está enseñando a pintar.

Julia suelta una risita.

—¿Así es como lo llaman ahora?

Dejo caer el nombre del actor. Plop. Ni una onda. Cada vez se me da mejor este juego.

—La pieza ha salido hoy. De camino a Hollywood.

—¿ÉL la ha comprado? —Alexis se queda pasmada ante el nombre que con tanta habilidad he dejado caer—. Qué raro. Acaba de darnos unas cuantas obras para que las vendamos, todas cuadros. Dice que ahora se dedica exclusivamente a las obras de arte en formato de vídeo. Lo importante es la imagen en movimiento, dice, y si no es arte en formato de vídeo no quiere ni siquiera verlo.

No sabía que el actor estuviese pensando en darle un nuevo enfoque a su colección, pero tampoco es nada fuera de lo común. Jamás consigo enterarme de cómo anda el tema. Y sé que Simon tampoco debe haberse enterado, porque ni siquiera él es lo suficientemente estúpido como para venderle una pieza a alguien que vaya a cambiar de opinión inmediatamente y a vendérsela a otro marchante.

—Ahí está mi amigo Marty —dice Alexis con un chillido de alegría que no le sale nada natural. Se acerca prácticamente bailando a Martin Better, que viene con su chaqueta de cuero. Todas la observamos cuando se coloca detrás de él y le tapa los ojos con las manos, queriendo ser encantadora. Él se gira y le da un abrazo, rodeándola firmemente con ambos brazos y levantándola en el aire. Está claro que el numerito del encanto le parece perfectamente natural.

Mientras los observamos, se les acerca Zach. Alexis le da un beso. Me doy la vuelta para marcharme, exhausta. Puede que no sienta nada por Zach, o al menos intento convencerme a mí misma de que no es así, pero eso no quiere decir que me guste verlo besuqueándose con Alexis delante de mis narices.

—Hacen muy buena pareja —dice Julia.

—¿Te ha dicho Alexis que piensan hacer negocios juntos? —comenta Meredith, con tono lisonjero.

—Ojalá yo conociese a alguien que entendiese mi trabajo —dice Julia—. Pero Zach es el único tío normal que queda en el mundillo del arte.

—Yo no confiaría en ninguno —digo, con más vehemencia de la que exige la conversación. Vale, lo admito: me fastidia ver a Zach y a Alexis juntos. Sí, me fastidia, porque cualquier otra palabra más fuerte significaría que me importa, cuando no es así. De verdad que no.

Mi vehemencia hace que Julia y Meredith me dediquen unas idénticas miradas de curiosidad. Qué cotillas son estas dos.

—Te gusta, ¿verdad? —dice Meredith, inclinando la cabeza hacia Zach. Me taladra con sus ojos azules.

—¿Quién? ¿Zach? ¿Estás de broma? —protesto demasiado. Siento cómo el calor se me extiende por las mejillas. No puedo evitar sonrojarme. Odio cuando me sonrojo.

—Meredith, tienes toda la razón. Sí que le gusta —dice Julia, observándome con atención.

—No —miento—. No me gusta para nada.

Cuando me acerco a la puerta, veo que Zach se acerca caminando hacia mí. Rápidamente, me doy la vuelta. No quiero tener que hacerme la dura delante de él. No se me da nada bien hacerme la dura. Da la casualidad de que hay un taxi vacío frente a la puerta de la galería, y me dejo caer dentro. Cuando echa a andar, veo que Zach ha salido en mi busca.

Para mi taxi y abre la puerta.

—¿Estás enfadada conmigo por algo?

Dejo que mis ojos se fijen en los suyos. Craso error. Hago una pausa, sin saber qué decir. Esto es lo único que se me ocurre:

—Mentir por omisión también es mentir.

Zach parece perplejo. Lo que tenía intención de decir era: Sí, estoy enfadada con él. Muy enfadada. Estoy furiosa con él por no decirme que Alexis y él están juntos cuando me estaba permitiendo a mí misma enamorarme un poquitín de él.

—Yo no te he mentido —dice.

No contesto. Desvío la mirada.

—Dime algo. Voy a pasar casi todo el mes que viene fuera —dice—. En Beijing, después en Tokio, una semana en Londres, y luego Berlín, Amsterdam, Roma y París.

—Estoy segura de que Alexis va a echarte mucho de menos —digo, muy digna. Me inclino hacia adelante para hablar con el taxista—. Puedes irte.

Zach da un paso atrás y el taxi echa a andar. Intento no mirarle, pero no consigo evitarlo. Zach se queda contemplando cómo se aleja el taxi. Siento un peso en el pecho, junto al corazón.

Decido no ir a la cena en honor del artista. Más tarde me enteraré de que ha estado muy bien. Dane O’Neill se desnuda.

16

Misa de mediodía; iglesia de San Sebastián

Finales de abril

Si existe Dios, Él —o Ella— debe tener un gran sentido del humor. O por lo menos, un agudo sentido de la ironía. Porque la verdad, afrontémoslo, es que no hay nadie más irónico que el propio Dios. Tan sólo a un Dios con sentido del humor se le habrían ocurrido las improbables circunstancias en las que me encuentro en el oscuro mes de abril, cuando las apropiadamente deprimentes fotografías de cementerios de Peres decoran las paredes que rodean mi escritorio en la galeRía. Tan sólo un Dios al que de vez en cuando le guste echarse unas risas podría haber concebido la ironía tan particular de este mes, durante el cual Lulú Finelli, la bella musa y ahora promesa del arte, está viviendo mi sueño hasta en sus más mínimos detalles, mientras que yo me planteo abandonar la ambición de toda mi vida, mi identidad, el único yo que conozco.

Tan sólo un Dios con un agudo sentido de la ironía nos hubiera hecho amigas a Lulú y a mí, proporcionándole así a la chica invisible que se sienta cada día detrás del escritorio y que oculta unas patéticas aspiraciones secretas, una visión de primera fila de la vida de Lulú, que representa el papel principal de un sueño que yo creí que era sólo para mí.

En realidad, ni siquiera eso es cierto. Mi imaginación es demasiado limitada como para haberse inventado ese sueño. Yo nunca habría sabido completar los detalles de mi fantasía de la forma en que ésta está resultando para Lulú. No es sólo por el talento. Ni por el dinero. Ella además tiene a un famoso artista que la ha adoptado como protegida. Tiene acceso al bien iluminado local de Dane, de dos plantas y con personal de sobra, aparte de a su propio estudio. Tiene todos los lienzos, toda la pintura y todos los pinceles caros que podría desear. Y el apoyo que recibe también es importante. Yo jamás habría soñado con el apoyo que Dane le está brindando a Lulú, limitada como me veo por los murmullos críticos de la perfeccionista que llevo dentro.

En definitiva, ¿siento celos? No creo que se trate de eso. Supongo que siento incredulidad. Sí,
incredulidad
es la palabra. Nunca pensé que algo así pudiese ocurrir de verdad, a pesar de todas aquellas noches que me pasé leyendo
El camino del artista
como si hubiese sido escrito expresamente para mí.

Incredulidad. Pero no sorpresa. De alguna manera, con Lulú todo esto era de esperar. Lulú tiene algo que hace que su transformación parezca el único paso lógico a seguir en su caso, como si todos los pequeños artistas se pasasen ocho años trabajando en Wall Street antes de experimentar una repentina y completa metamorfosis y convertirse en un ser creativo plenamente desarrollado, cambiando cada aspecto de su ser para convertirse en artista.

Para finales de abril, la exposición de Carlos Peres se ha vendido por completo. Todas y cada una de las piezas. El día antes de que cierre la exposición, Lulú se pasa por la galería para verme, como hace a menudo. Esta vez está con Dane. Lleva puesta una chaqueta naranja del color de un atardecer en el Caribe y un gorro rosa fucsia, y da la impresión de encontrarse en plena sesión de fotos, con su aspecto moderno y elegante. Ahora el anillo que lleva en el pulgar y que parecía tan fuera de lugar cuando era una maga de Wall Street le sienta perfectamente.

Dane le abre la puerta para que pueda pasar, los dos ríen al entrar en la galería.

—Te dije que siempre gano las apuestas —dice Dane. Se vuelve hacia mí—. Hola, preciosa Mia. —«Presiosa».

—No te vas a creer lo que ha oído Dane —dice Lulú—. Hay dos cuadros en una galería alemana que llevan la firma de Jeffrey Finelli.

—Yo apostaría a que hay más —añade Dane—. O bien son falsos, o alguien le ha echado mano a las obras tempranas de Finelli.

—Alguien como por ejemplo la condesa porreta —dice Lulú. Pasa a la galería a contemplar las fotografías de Carlos Peres. Ya ha visto varias veces la exposición, cuando se ha pasado a recogerme o a hacerme una visita rápida, y le gustan las imágenes. A mí también me gustan, sobre todo porque casan perfectamente con mi estado de ánimo.

—Bueno, y ¿qué piensas hacer? —le pregunto a Lulú—. Me refiero a los cuadros. Eran para ti.

—Aún no lo sé —contesta—. No estamos seguros de que sean auténticos. Dane oyó que alguien en la galería de LaReine los mencionaba. Y esa persona pensaba que tu amigo Zach seguramente tenía algo que ver con ellos.

—¿Zach? Sólo es asesor —les digo, molesta por la forma en que mi corazón se salta un latido cada vez que alguien menciona su nombre. Dios, qué irritante—. Yo diría que se equivoca.

—No sé, pero te apuesto algo a que son auténticos —dice Dane—. Y a que hay más.

—No pienso volver a apostar contigo —dice Lulú, señalándole con un dedo y tonteando con él. Me ha dicho que su relación es meramente platónica, una relación profesor-alumna, pero me da la impresión de que entre ellos dos hay montones de lo que Lulú llama química. Queda con él casi todas las tardes, después de pasarse las mañanas en su estudio de Tribeca. Cuando Lulú va a casa de Dane, los dos pintan juntos en la segunda planta de su estudio de tres pisos mientras los ayudantes de Dane se encargan de los teléfonos y de los ordenadores que hay en la planta baja y ultiman los detalles de la carrera de un artista de fama mundial.

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