—Eso lo arregla todo —dijo con despreocupación—. Dentro de dos meses ya no podré hacerlo. Pondré mis cosas en la habitación contigua a ésta y…
—No —dijo Blake en tono cortante, sin mirarla—. Serena, dale a la señorita Kelley la suite de invitados.
—Eso no me sirve —dijo Dione—. Quiero estar cerca de usted para poder oírle si me llama. La habitación contigua es perfecta. Richard, ¿cuánto tiempo tardará en hacer lo cambios que pedí?
Blake levantó la cabeza bruscamente.
—¿Qué cambios? —preguntó.
—Necesito equipamiento especial —explicó ella, notando que su maniobra de distracción había funcionado, como pretendía. Blake ya había perdido aquella mirada vacía. Saltaba a la vista que había tomado la decisión correcta al restarle importancia a su victoria y tratar el incidente como algo normal. No era aquél momento de echárselo en cara, ni de decirle que había muchos hombres que no serían capaces de ganarla en un pulso. Él lo averiguaría en cuanto llegaran al programa de levantamiento de pesas.
—¿Qué clase de equipamiento? —preguntó él.
Ella sofocó una sonrisa. La posibilidad de que se hicieran cambios en su amada casa había captado su atención. Ella le explicó a grandes rasgos lo que necesitaba.
—Es necesaria una bañera de hidromasaje. También necesitaré una cinta de correr, un banco de pesas, una sauna, cosas así. ¿Alguna objeción?
—Tal vez. ¿Dónde piensa poner todas esas cosas?
—Richard me dijo que podía montar un gimnasio en el piso de abajo, junto a la piscina, lo cual sería muy conveniente, porque hará muchos ejercicios en la piscina. El agua es estupenda para hacer gimnasia —dijo con entusiasmo—. Los músculos se ejercitan, pero el agua sostiene el peso.
—No va a montar ningún gimnasio —dijo él con acritud.
Ella sonrió.
—Lea mi contrato. El gimnasio va a montarse. No se ponga así. La casa no quedará desfigurada, y el equipo es necesario. Un deportista olímpico no se entrena tanto como va a entrenarse usted —dijo sinceramente—. Va a ser un trabajo muy duro, y también doloroso, pero lo hará aunque tenga que tratarlo como a un esclavo. Puede apostar a que andará para navidades.
Un terrible anhelo cruzó su rostro antes de que levantara la mano para frotarse la frente, y Dione percibió su indecisión. Pero no era propio de su carácter rendirse fácilmente, y frunció el ceño.
—Se ha ganado el derecho a quedarse aquí —dijo a regañadientes—. Pero eso no significa que me guste, ni que me guste usted, señorita Kelley. Richard, quiero ver ese contrato del que tanto habla.
—No lo llevo encima —mintió Richard con tersura y, agarrando a Serena del brazo, la condujo hacia la puerta—. Lo traeré la próxima vez que venga.
A Serena sólo le dio tiempo a proferir una respuesta incoherente antes de que Richard la hiciera salir de la habitación. Dione confió en que lograra mantener alejada a su esposa, al menos de momento, y sonrió a Blake.
Él la miraba con recelo.
—¿No tiene otra cosa mejor que hacer, aparte de mirarme?
—Desde luego que sí. Sólo quería saber si tenía alguna pregunta. Si no tiene ninguna, debo ir a deshacer mi equipaje.
—No hay preguntas —masculló él.
No por mucho tiempo, pensó Dione, y se marchó sin decir palabra. Cuando descubriera en qué iba a consistir su terapia, Blake Remington tendría mucho que decir al respecto.
Evidentemente se esperaba de ella que aprendiera sola a orientarse en la casa, pero su disposición era tan sencilla que no le costó explorarla. Sus maletas estaban en el vestíbulo; las llevó arriba ella misma y por fin pudo examinar la habitación que había elegido. Era una habitación de hombre, decorada en tonos crema y marrones, muy masculina, pero cómoda y adecuada. Ella no era puntillosa. Deshizo las maletas, lo cual no le llevó mucho tiempo pues no había ido cargada con un montón de ropa. Lo que llevaba era adaptable y de buena calidad, de modo que podía usar el mismo atuendo para cosas distintas con sólo cambiar unos cuantos accesorios. Viajaba mucho, pasando de un caso a otro, y demasiada ropa hubiera sido un estorbo.
Se fue luego en busca de la cocinera y el ama de llaves; en una casa de aquellas dimensiones tenía que haber algún tipo de servidumbre, cuya colaboración necesitaba. Hubiera sido más fácil que Richard se quedara para hacer las presentaciones, pero se alegraba de que le hubiera quitado a Serena de en medio.
Encontró la cocina sin dificultad, aunque la cocinera que la ocupaba resultó una sorpresa. Era alta y delgada, y saltaba a la vista que era en parte india, a pesar de que sus ojos eran de un verde muy claro. Era imposible precisar su edad, pero Dione calculó que tendría al menos cincuenta años, quizá sesenta. No lo parecía por su pelo negrísimo, pero había algo en su mirada sabia, en la dignidad de sus rasgos, que sugería una edad ya madura. Era tan majestuosa como una reina, aunque la mirada que posó en la intrusa que acababa de entrar en su cocina no era altiva, sino simplemente curiosa.
Dione se apresuró a presentarse y le explicó qué hacía allí. La mujer se lavó las manos y se las secó sin prisas y luego le tendió una. Dione se la estrechó.
—Me llamo Alberta Quince —dijo con una voz grave y sonora que podría haber sido la de un hombre—. Me alegra que el señor Remington haya aceptado hacer rehabilitación.
—No ha aceptado exactamente —contestó Dione con franqueza, sonriendo—. Pero estoy aquí de todos modos, y voy a quedarme. Pero necesitaré la ayuda de todos ustedes para vérmelas con él.
—Sólo tiene que decirme lo que necesite —dijo Alberta con firmeza—, Miguel, que se ocupa del jardín y conduce el coche del señor Remington, hará lo que le diga. Y Ángela, mi hijastra, es quien limpia la casa y también hará lo que le mande.
Como casi todo el mundo, pensó Dione para sus adentros. Alberta Quince era la persona más majestuosa que había visto nunca. Su rostro apenas tenía expresión y su voz era firme y resuelta, pero aquella mujer poseía una fuerza que muy pocas personas serían capaces de resistir. Sería una aliada indispensable. Dione esbozó a grandes rasgos la dieta que quería que siguiera Blake, y le explicó por qué quería que se hicieran aquellos cambios. Lo último que quería era ofender a Alberta. Pero ésta se limitó a asentir con la cabeza.
—Sí, entiendo.
—Si se enfada, écheme la culpa a mí —dijo Dione—. En este momento quiero que se enfade. Puedo utilizar su rabia, pero con la indiferencia no tengo nada que hacer.
Alberta asintió de nuevo moviendo su majestuosa cabeza.
—Entiendo —repitió. No era muy habladora, por decir algo, pero entendía las cosas y, para alivio de Dione, no expresó ninguna duda.
Había otro problema, y Dione lo sacó a relucir con cautela.
—Respecto a la hermana del señor Remington…
Alberta parpadeó una vez, lentamente, y luego movió la cabeza con gesto afirmativo.
—Sí —dijo con sencillez.
—¿Tiene llave de la casa? —sus ojos dorados se encontraron con los ojos verdes de Alberta, y su comunicación era tan intensa que Dione sintió de pronto que sobraban las palabras.
—Haré cambiar las cerraduras —dijo Alberta—. Pero habrá problemas.
—Merece la pena. Cuando empiece con él, no puedo permitir que se interrumpan sus ejercicios, al menos hasta que vea con sus propios ojos alguna mejoría y quiera seguir adelante. Creo que el señor Dylan puede arreglárselas con su mujer.
—Si es que todavía quiere —dijo Alberta con calma.
—Creo que sí. No parece un hombre que se rinda fácilmente.
—No, pero también es muy orgulloso.
—No quiero causarles problemas, pero el señor Remington es responsabilidad mía, y si eso causa fricciones, tendrán que solucionarlo lo mejor que puedan.
—La señora Dylan adora a su hermano. Él la crió. Su madre murió cuando la señora Dylan tenía trece años.
Eso explicaba muchas cosas, y Dione pensó un momento con compasión en Serena y Richard; luego ahuyentó aquellos pensamientos. No podía tomarlos en cuenta. Blake iba a necesitar toda su concentración y su energía.
De pronto se sentía muy cansada. Había sido un día muy largo, y aunque aún era por la tarde, necesitaba descansar. La batalla empezaría por la mañana, y necesitaba dormir a pierna suelta para afrontarla. A partir de la mañana siguiente estaría muy ocupada.
Alberta advirtió la súbita fatiga que crispaba sus rasgos y un par de minutos después había puesto sobre la mesa un sándwich y un vaso de leche.
—Coma —dijo, y Dione se cuidó de llevarle la contraria. Se sentó y se puso a comer.
A la mañana siguiente, el despertador sonó a las cinco y media. Dione se levantó y se dio una ducha, moviéndose con aplomo y firmeza desde el momento en que salió de la cama. Siempre se despertaba al instante, con la mente despejada y una coordinación perfecta. Por eso, entre otras razones, era tan buena terapeuta. Si un paciente la necesitaba durante la noche, no iba dando trompicones y frotándose los ojos. Podía hacer lo que fuera preciso inmediatamente.
Algo le decía que Blake no se despertaba con tan buen ánimo, y notó que se le aceleraba el corazón mientras se cepillaba el pelo largo y se lo peinaba en una gruesa trenza. La expectación ante la batalla que se avecinaba corría por sus venas como una alegría líquida, hacía brillar sus ojos y daba a su tez un tinte sonrosado.
Todavía hacía fresco, pero sabía por experiencia que el ejercicio la haría entrar en calor, de manera que se puso unos pantalones cortos azules, una camisa de algodón sin mangas con alegres topos rojos, amarillos y azules, y un par de viejas playeras. Se tocó las puntas de los pies veinte veces, estirando brazos y piernas, y a continuación hizo veinte abdominales. Podía hacer muchos más, pero sólo pretendía hacer unos cuantos ejercicios para entrar en calor.
Iba sonriendo cuando entró en la habitación de Blake tras llamar rápidamente a la puerta.
—Buenos días —dijo alegremente mientras cruzaba la habitación, se acercaba al balcón y abría las cortinas, inundando de luz la habitación.
Él estaba tumbado de espaldas, con las piernas colocadas en posición un tanto forzada, como si hubiera intentado moverlas durante la noche. Abrió los ojos, y Dione vio en ellos un destello de ansiedad. Se volvió e intentó incorporarse moviendo las piernas; luego se acordó y cayó hacia atrás con expresión sombría.
¿Con cuánta frecuencia ocurría aquello? ¿Cuántas veces se despertaba sin recordar el accidente y sentía pánico al no poder mover las piernas? No seguiría así mucho tiempo, pensó Dione con decisión, y fue a sentarse en la cama, junto a él.
—Buenos días —dijo de nuevo.
Él no le devolvió el saludo.
—¿Qué hora? —preguntó con aspereza.
—Las seis, más o menos, quizás un poco antes.
—¿Qué está haciendo aquí?
—Empezar su terapia —contestó con serenidad. Vio que Blake llevaba un pijama y se preguntó si era capaz de vestirse solo o necesitaba que alguien le ayudara.
—No hay nadie despierto a esta hora —rezongó él, cerrando los ojos de nuevo.
—Yo sí, y ahora usted también. Vamos, hoy tenemos mucho que hacer —acercó la silla de ruedas a la cama y retiró las mantas, dejando al descubierto sus flacas piernas, enfundadas en el pijama azul claro. Llevaba los pies cubiertos por calcetines blancos.
Él abrió los ojos y la ira estaba de nuevo allí.
—¿Qué hace? —bufó.
Estiró un brazo para volverse a tapar. No quería que ella lo viera, pero Dione no podía permitir que el pudor se interpusiera en su camino. Poco tiempo después estaría tan familiarizada con su cuerpo como con el suyo propio, y Blake tenía que tomar conciencia de ello. Si le avergonzaba su condición física, tendría que esforzarse por mejorarla.
Ella volvió a apartar las mantas y con un movimiento ágil le hizo girar las piernas hasta que quedaron colgando del borde de la cama.
—Levántese —dijo con firmeza—. Tiene que ir al baño antes de que empecemos. ¿Necesita ayuda?
Un fuego puro brilló en sus ojos azulísimos.
—No —gruñó, tan furioso que apenas podía hablar—. Puedo ir al baño solo, mamá.
—Yo no soy su madre —replicó ella—. Soy su terapeuta, aunque ambas tengamos muchas cosas en común.
Sujetó la silla mientras él se sentaba. Luego Blake salió disparado, cruzó la habitación y entró en el cuarto de baño antes de que Dione pudiera reaccionar. Se rió para sí misma. Al oír el chasquido de la cerradura, dijo levantando la voz:
—¡No crea que puede encerrarse ahí toda la mañana! Echaré la puerta abajo si es necesario.
Le contestó una maldición ensordecida, y volvió a reírse. Aquello iba a ser interesante.
Cuando Blake salió por fin, ella había empezado a pensar que realmente tendría que echar la puerta abajo. Se había peinado y lavado la cara, pero no parecía más contento que antes.
—¿Lleva ropa interior? —preguntó ella, sin hacer ningún comentario acerca del tiempo que había pasado en el cuarto de baño. Él lo había calculado muy bien, se había demorado todo lo posible, pero había salido justo antes de que ella hiciera algo al respecto.
El estupor congeló sus facciones.
—¿Qué? —preguntó.
—Que si lleva ropa interior —repitió Dione.
—¿Y a usted qué le importa?
—Me importa porque quiero que se quite el pijama. Si no lleva ropa interior, puede que quiera ponerse unos calzoncillos, aunque a mí en realidad no me importa. He visto a más de un hombre desnudo.
—No me cabe la menor duda —masculló él con desdén—. Llevo ropa interior, pero no pienso quitarme el pijama.
—Pues no lo haga. Se lo quitaré yo. Creo que ayer notó que tengo fuerza suficiente. Va a quitarse ese pijama por las buenas o por las malas. ¿Qué decide?
—¿Por qué quiere que me lo quite? —preguntó él para ganar tiempo—. No será para admirar mi figura —añadió con amargura.
—En eso tiene razón —dijo ella—. Parece un pajarito. Por eso estoy aquí; si no pareciera un pajarito, no me necesitaría.
Él se sonrojó.
—El pijama —insistió Dione.
Él se desabrochó con rabia la camisa y la tiró al otro lado de la habitación. Dione notó que le habría gustado hacer lo mismo con los pantalones, pero le costaba un poco más quitárselos. Sin decir palabra, Dione le ayudó a volver a la cama, le bajó los pantalones y los dejó sobre el brazo de la silla de ruedas.
—Túmbese boca abajo —dijo, y le hizo girarse hábilmente.