—Pues no esperes —repuso ella con suavidad y una mirada brillante—. Esta vez es para ti.
Blake la besó de nuevo, más fuerte que antes.
—La siguiente es para ti —le prometió con voz ronca justo antes de superar el límite de su autocontrol. Dione lo abrazó, aceptando su cuerpo y sus movimientos desesperados, casi violentos; lo acunó, lo tranquilizó, y un instante después la tormenta había pasado y Blake se desplomó sobre ella.
Dione podía sentir el golpeteo de su corazón mientras permanecía tumbado sobre ella, en medio del silencioso reflujo del placer. Notaba el calor de su aliento en el hombro, el hilillo de sudor que le corría por el costado y se deslizaba por sus costillas. Le alisó el pelo revuelto y colocó su cabeza más cómodamente sobre su hombro. Blake murmuró algo y levantó la mano para cubrir su pecho. Ella aguardó, aplastada contra la cama por su peso, mientras él se relajaba y se sumía lentamente en el sueño.
Miró la luz que todavía brillaba con fuerza. A ninguno de los dos se les había ocurrido apagarla.
El cansancio abotargaba su cuerpo, pero no podía dormirse. Aquella noche había sido un momento decisivo en su vida, pero no sabía qué dirección tomaría ésta. O quizá no fuera un momento tan decisivo. Blake le había demostrado que ya no tenía que temer las caricias de un hombre, pero ¿qué importancia tenía eso? Ella no deseaba a nadie que no fuera Blake. Era el amor que sentía por él lo que le había permitido echar abajo la prisión del miedo, y sin ese amor el sexo sencillamente no le interesaba.
Comprendió de repente que aquello tampoco podía volver a ocurrir. No podía permitírselo. Era una fisioterapeuta, y Blake era su paciente. Había violado su propio código profesional, había olvidado por completo las normas y criterios que ella misma había establecido. Aquél era el peor error que había cometido, y los remordimientos la hacían sentirse enferma.
Pasara lo que pasase, debía recordar que pronto se iría, que sólo temporalmente formaba parte de la vida de Blake. Sería una necia si ponía en peligro su carrera por algo que sabía pasajero. «Debería haberlo visto venir», pensó cansinamente. Blake, desde luego, se había sentido atraído por ella; era la única mujer que tenía a mano. Pero ella estaba tan enfrascada en su propio dolor y en la atracción que sentía por él que no se había percatado de que la actitud de Blake no era una simple provocación.
Le hizo a un lado con cuidado. Estaba tan profundamente dormido que ni siquiera movió una pestaña. Ella se sentó despacio, sin hacer ruido, y recogió su camisón; se lo puso por la cabeza y se levantó. Al erguirse sintió un extraño dolor en el cuerpo e hizo una mueca, pero se obligó a caminar con sigilo hasta la puerta y a salir, apagando la luz al pasar junto al interruptor.
Al llegar a su cuarto se quedó mirando la cama, pero comprendió que sería una pérdida de tiempo volver a acostarse. No podría dormir. Demasiadas emociones, demasiados recuerdos batallaban en su mente y en su cuerpo. El despertador de la mesilla de noche le dijo que eran poco más de las tres; más le valía quedarse en pie el resto de la noche.
Se sentía extrañamente vacía; su pesadumbre apagaba el placer agridulce que había hallado en los brazos de Blake, dejándola sin nada. Durante un rato, en sus brazos, se había sentido salvajemente viva, como si todos sus grilletes hubieran desaparecido de golpe. Pero la realidad no era para tanto. La realidad era saber que aquella noche no significaba nada para él, más allá de la satisfacción inmediata de su cuerpo sediento de sexo. Ella lo había visto venir de lejos, y aun así no había tenido el buen sentido de agachar la cabeza, no, había encajado el gancho de lleno en la mandíbula.
Pero de los errores se aprendía. Eran mejores libros de textos que cualquiera que pudiera imprimirse. Ya se había rehecho otras veces y había seguido adelante, y volvería a hacerlo. El truco consistía en recordar que todo tenía su fin, y que el fin de sus días con Blake se acercaba con la velocidad de un avión a reacción.
Se encogió por dentro al pensarlo, y salió a la galería llena de nerviosismo. Se estremeció al sentir el roce del aire frío del desierto sobre su piel caliente, pero agradeció aquel sobresalto. La noche había sido una montaña rusa de emociones, una carrera que la había dejado perpleja y confundida. Había pasado del miedo a la resignación y después a la alegría, a la que había seguido el remordimiento y un nuevo brote de resignación, y ahora volvía a tener miedo, miedo de no poder recoger los pedazos, miedo de que después de Blake la vida le pareciera vacía e inútil. Miedo incluso de la posibilidad de que el miedo que él había destruido fuera su mejor defensa.
El súbito haz de luz que atravesó la galería en sombras hizo que le diera un vuelco el corazón. Giró la cabeza hacia la izquierda y miró con aprensión las puertas correderas de la habitación de Blake, de donde procedía la luz. ¿Qué le había despertado? Al ver que las puertas permanecían cerradas, se volvió y siguió mirando la oscuridad del jardín. Confiaba en que Blake no saliera a buscarla; no creía que pudiera mirarlo a la cara en ese momento. Quizá pudiera por la mañana, cuando estuviera vestida con su habitual «uniforme de fisioterapeuta» (los pantalones cortos y una camiseta), y estuvieran enfrascados en la rutina del ejercicio. Quizá para entonces ya habría logrado serenarse y pidiera actuar como si nada hubiera pasado. Pero de momento se sentía en carne viva, sangrando, con los nervios a flor de piel. Apoyó cansinamente la cabeza contra la barandilla y ni siquiera notó que se había quedado fría.
Oyó un ruido y levantó la cabeza con el ceño fruncido. Procedía de su habitación. Luego se detuvo tras ella, y comprendió lo que ocurría. Blake había usado la silla de ruedas porque en ella se movía más deprisa que caminando. Dione se tensó por entero mientras le escuchaba levantarse y luchar por mantener el equilibrio, pero no se atrevió a darse la vuelta. Mantuvo la frente apoyada contra el frío metal de la barandilla esperando sin convicción que él se diera cuenta de que no quería que la molestaran y la dejara en paz.
Sintió primero sus manos agarrándole los hombros, y luego la dura y cálida presión de su cuerpo en la espalda y su aliento agitándole el pelo.
—Di, estás helada —susurró—. Ven dentro. Hablaremos allí, y te haré entrar en calor.
Ella tragó saliva.
—No hay nada de qué hablar.
—Tenemos que hablar de todo —contestó él, y la dureza de su voz, que Dione nunca había oído, la hizo estremecerse. Blake sintió el temblor de sus músculos y la atrajo hacia sí—. Tienes la piel helada, y vas a venir conmigo ahora mismo. Estás en estado de shock, cariño, y necesitas que te cuiden. Creía entenderlo, pero esta noche me has dejado asombrado. No sé qué estás ocultando, de qué tienes miedo, pero pienso averiguarlo antes de que acabe la noche.
—La noche ha acabado —contestó ella débilmente—. Ya es por la mañana.
—No me lleves la contraria. Por si no lo has notado, no llevo nada encima y me estoy helando, pero estoy aquí contigo. Si no entras, seguramente agarraré una neumonía y todos los avances que has conseguido se irán al traste. Vamos —dijo en tono persuasivo—. No tengas miedo. Sólo vamos a hablar.
Ella movió la cabeza de un lado a otro y su pelo largo voló, lacerándole la cara.
—No lo entiendes. No tengo miedo de ti. Nunca lo he tenido.
—Bueno, algo es algo —masculló Blake. Bajó el brazo hasta su cintura y la urgió a darse la vuelta. Ella se dio por vencida y dejó que la llevara dentro, usándola para conservar el equilibrio. Blake andaba despacio pero con firmeza, sin apoyarse apenas en ella. Se detuvo para cerrar las puertas correderas y la condujo a la cama.
—Ven, métete debajo del edredón —le ordenó mientras se inclinaba para encender la lámpara—. ¿Cuánto tiempo llevabas ahí? Hasta la habitación está fría.
Ella se encogió de hombros. El tiempo que llevara allí fuera carecía de importancia. Hizo lo que le pedía y se metió en la cama, tapándose hasta el cuello con el grueso edredón. Blake observó un momento su cara pálida y crispada y apretó con fuerza los labios. Levantó el edredón y se metió en la cama junto a ella. Dione lo miró con estupor.
—Yo también tengo frío —dijo él, y sólo era mentira a medias. Deslizó el brazo bajo su cuello y apoyó la otra mano sobre su cintura, envolviéndola en el refugio de su cálido cuerpo. Al principio, ella estaba rígida; luego, a medida que el calor penetraba en su piel helada, comenzó a estremecerse.
La mano de Blake ejerció una ligera presión y ella se movió, apretándose sin darse cuenta contra él, en busca de calor. Cuando estuvo cómoda, con la cabeza apoyada sobre su hombro y las piernas entrelazadas con las de él, Blake le apartó el pelo de la cara y ella sintió la presión de su boca en la frente.
—¿Estás a gusto? —murmuró él.
«A gusto» no era la expresión adecuada; estaba tan cansada que sentía los miembros flojos y sin fuerzas. Pero asintió con la cabeza, ya que él parecía querer una respuesta. ¿Qué importaba? Estaba tan cansada…
Al cabo de un momento Blake dijo con engañosa suavidad:
—Creía que habías dicho que estuviste casada.
La sorpresa la hizo levantar la cabeza y mirarlo con fijeza.
—Y lo estuve.
Blake metió los dedos entre su pelo y la obligó a apoyar la cabeza sobre su hombro.
—Entonces, ¿por qué ha sido tan… doloroso para ti? —preguntó, y su voz sonó en el oído de Dione como un estruendo—. He estado a punto de desmayarme, creyendo que eras virgen.
Ella se quedó en blanco un momento, luchando por comprender lo que estaba diciendo; entonces lo comprendió bruscamente y el rubor inundó sus mejillas heladas.
—No era virgen —le aseguró con voz ronca—. Es sólo que hacía… mucho tiempo.
—¿Cuánto? —repitió él inexorablemente—. Dímelo, cariño, porque no vas a salir de esta cama hasta que lo sepa.
Dione cerró los ojos, desalentada, y tragó saliva en un esfuerzo por aliviar la sequedad de su boca. Más le valía contárselo y acabar de una vez.
—Doce años —reconoció al fin, y sus palabras sonaron sofocadas contra la piel de Blake. Giró la cara hacia su garganta.
—Entiendo.
¿Lo entendía? ¿Lo comprendía realmente? ¿Podía entender algún hombre lo que se le pasa a una mujer por la cabeza cuando violan su cuerpo? Una feroz amargura brotó del pozo del dolor que por lo general mantenía cerrado. A Blake no le importaba desmontar los entresijos del reloj hasta que ya no marcara la hora, con tal de descubrir qué le hacía funcionar. Dione crispó las manos y le empujó, pero Blake era ya mucho más fuerte que ella y la mantenía sujeta contra su cuerpo recio e inflexible. Pasado un momento ella abandonó aquel vano esfuerzo y se quedó tumbada a su lado, rígida y hostil.
Blake curvó los largos dedos sobre sus hombros suaves y la apretó un poco más contra sí, como si quisiera protegerla.
—Doce años es mucho tiempo —comenzó a decir con tranquilidad—. Tenías que ser una cría. ¿Cuántos años tienes ahora?
—Treinta. —Dione oyó el filo aserrado del pánico en su propia voz, sintió cómo trastabillaba su corazón, notó cómo se aceleraba el ritmo con que el aire entraba y salía de sus pulmones. Ya le había contado demasiado; Blake podía juntar las piezas del rompecabezas por sí solo y descifrar por entero aquella fea historia.
—Entonces tenías sólo dieciocho años… Me dijiste que te casaste a esa edad. ¿No te has enamorado desde entonces? Sé que atraes a los hombres. Tienes un cuerpo y una cara que convierten mis entrañas en mantequilla fundida. ¿Por qué no has dejado que nadie te ame?
—Eso es asunto mío —replicó ella con dureza, intentando apartarse de nuevo. Blake la sujetó sin hacerle daño, doblegándola suavemente con brazos y piernas. Aguijoneada y enloquecida por los lazos que la sujetaban, gritó—:
¡Los hombres no aman a las mujeres! Les hacen daño, las humillan y luego dicen: «¿Qué pasa? ¿Es que eres frígida?». ¡Suéltame!
—No puedo —dijo él, y su voz se quebró extrañamente.
Dione no estaba en condiciones de prestar atención al modo en que sus palabras le habían afectado; comenzó a forcejear violentamente, dándole patadas en las piernas, intentando arañarle la cara mientras su cuerpo se arqueaba frenéticamente en un esfuerzo por levantarse de la cama. Blake le apartó las manos de sus mejillas antes de que pudiera hacerle daño, y luego la hizo girarse hasta que estuvo debajo de él, cautiva bajo su peso.
—¡Basta ya, Dione! —gritó—. ¡Maldita sea! ¡Cuéntamelo! ¿Te violaron?
—¡Sí! —chilló ella, y un sollozo escapó de su garganta—. ¡Sí, sí, sí! ¡Maldito seas! ¡No quería recordar! ¿Es que no lo entiendes? ¡Me mata recordar! —otro sollozo desgarrador surgió de su pecho, a pesar de que no estaba llorando. Tenía los ojos secos, le ardían, pero su pecho seguía agitándose convulsivamente y aquellos espantosos sonidos, como de alguien a quien ahogara un dolor demasiado grande para tragárselo, continuaban.
Blake echó la cabeza hacia atrás y apretó los dientes dejando escapar un gruñido inarticulado; los tendones de su cuello se tensaron por la rabia que atravesaba su cuerpo. La necesidad de desfogar físicamente su furia hacía temblar sus músculos pero un gemido desesperado de la mujer que yacía entre sus brazos le hizo darse cuenta de que debía dominarse y calmarla. La abrazó y comenzó a acariciarla. Al deslizar las manos por su cuerpo sintió la maravillosa tonicidad de sus músculos elegantes a través de la tela del camisón. Besó su pelo y deslizó los labios hasta descubrir la tersura de sus párpados, la flor embriagadora de su boca suave y carnosa. Le susurró, le ronroneó palabras de amor, la reconfortó con frases entrecortadas, diciéndole lo hermosa que era, lo mucho que la deseaba. Le prometió con sus palabras y su cuerpo que no le haría daño, le recordó una y otra vez que, un rato antes, había confiado en él lo bastante como para permitir que le hiciera el amor. El recuerdo de aquel encuentro ardía sobre su piel, pero su deseo podía esperar. Lo primero eran las necesidades de Dione, las carencias de una mujer que había sufrido demasiado.
Ella fue calmándose poco a poco. Poco a poco le tendió la mano, y muy despacio fue rodeándole con los brazos la espalda musculosa. Estaba cansada, tan agotada por el desgaste emocional de aquella noche que se sentía floja e inerme, pero Blake necesitaba saber más, de modo que repitió:
—Háblame de ello.
Dione apartó débilmente la cara de él.