—Y he vuelto a volar. La semana pasada probé un motor nuevo.
—¿Vas a seguir haciendo esas cosas peligrosas? —le interrumpió ella.
Blake la miró.
—He estado dándole vueltas. No creo que vuelva a arriesgarme tanto como antes. Tengo demasiadas emociones en casa como para arriesgarme a perderlas.
Estaba haciendo largos en la piscina. El ardiente sol de mayo caía de plano sobre su cabeza. El ejercicio le sentaba bien, distendía los músculos que notaba agarrotados. Había echado de menos la piscina y el pequeño gimnasio, tan bien equipado, donde Blake y ella habían superado tantas crisis. Esa mañana había ido al hospital de Phoenix y la habían contratado en el acto; echaría de menos la intensidad de su dedicación exclusiva a un paciente, pero el horario regular le permitiría estar con Blake por las noches y seguir haciendo el trabajo que adoraba.
—¡Eh! —la llamó una voz profunda—. ¿Te estás entrenando para las Olimpiadas?
Dione comenzó a chapotear.
—¿Qué haces aquí tan temprano? —preguntó mientras se apartaba el pelo de los ojos.
—Menuda bienvenida —gruñó el que desde hacía dos semanas era su marido. Se quitó la chaqueta, la colgó en una de las sillas y se aflojó el nudo de la corbata. Dione lo miraba mientras se iba desvistiendo sistemáticamente, dejando caer la ropa en la silla hasta que quedó desnudo como el día que nació. Se metió en el agua con una limpia zambullida y en un par de poderosas brazadas llegó hasta ella.
—Si te pillan así, no me eches a mí la culpa —le advirtió ella.
—Hace demasiado calor para vestirse —se quejó él—. ¿Conseguiste el trabajo?
—Claro que sí —resopló ella.
—Engreída —le puso la mano sobre la cabeza y le hizo una ahogadilla, cosa que a ella no le molestó en absoluto. Buceaba tan bien como nadaba, y se alejó de él agitando sus bonitas piernas. Blake la alcanzó cuando llegaba al borde.
—No me has dicho por qué has llegado tan temprano —dijo Dione volviéndose hacia él.
—Para hacerle el amor a mi mujer —contestó él—. No podía concentrarme en lo que hacía. No paraba de pensar en lo de anoche —añadió, y vio fascinado cómo sus ojos se enturbiaban al recordarlo.
Se arrimó más a ella y la besó al tiempo que posaba la mano sobre su nuca y la atraía hacia sí con ansia. Sus lenguas se encontraron y Dione se estremeció y dejó que su cuerpo flotara contra el de él. Entrelazó las piernas con las suyas, y las encontró firmes.
—Estás de pie —dijo, apartando la boca.
—Lo sé —movió las manos sobre su espalda y desabrochó hábilmente la parte de arriba de su biquini. Se la quitó y la arrojó fuera de la piscina. Aterrizó sobre las baldosas con un «flop». Tocó sus pechos, juntándolos, mientras se inclinaba para besarla de nuevo.
Ella dejó escapar un gemido y le rodeó el cuello con los brazos. Luego se enroscó a su alrededor como una hiedra. Daba igual lo a menudo que hicieran el amor: cada vez era mejor, a medida que su cuerpo aprendía nuevos modos de responder al de Blake. El agua fresca se agitaba a su alrededor, pero no refrescaba su piel caliente. El fuego que ardía dentro de ellos era tan intenso que no podía apagarlo un poco de agua.
Blake la levantó hasta que sus pechos quedaron al nivel de su boca, fuera del agua. Luego devoró las curvas turgentes que le atraían irresistiblemente.
—Te quiero —gruñó mientras tiraba de los lazos que sujetaban la minúscula parte de abajo de su biquini.
—¡Blake! ¡Aquí no! —protestó ella, pero su cuerpo yacía contra el de él en dulce abandono—. Pueden vernos. Miguel… Alberta…
—Miguel no está —musitó Blake, deslizándola a lo largo de su cuerpo—. Y nadie puede ver lo que estamos haciendo. El resplandor del sol sobre el agua se encarga de eso. Rodéame las caderas con las piernas —dijo.
De pronto ella se echó a reír a carcajadas, echando la cabeza hacia atrás y levantando la cara hacia el tórrido sol de Phoenix.
—Sigues siendo un temerario —ronroneó, y contuvo el aliento cuando Blake la penetró con un largo y delicioso roce de sus pieles—. Te encanta arriesgarte.
Se aferró a sus hombros, aturdida y deslumbrada, empapada por la belleza del día. Blake observaba su cara, estudiaba el maravilloso juego de emociones de sus ojos exóticos, los vio enturbiarse, vio cómo sus dientes mordían su labio inferior, carnoso y apasionado, mientras el deseo que iba agitando en ella la hacía estremecerse.
—Nena —dijo—, eres sólo mía, ¿verdad?
Ella se rió de nuevo, ebria de placer. Levantó los brazos al sol.
—Hasta que dejes de quererme —le prometió.
—Entonces te irás a la tumba siendo mi esposa —contestó Blake—. Y ni siquiera entonces acabará esto.
LINDA HOWARD, su nombre real es Linda Howington. Nació en los Estados Unidos en 1950. Después de terminar sus estudios secundarios empezó la carrera de periodismo, la cual abandonó para ponerse a trabajar de administrativa en una empresa de transportes, donde conoció a su marido.
Linda escribe desde que era una niña, aunque no inició su trayectoria profesional hasta 1980, debutando con el libro
Poder de seducción
. Desde entonces ha sido honrada tanto por colegas como por críticos, recibiendo varios premios a lo largo de su carrera profesional. Es una de las habituales en el premio al mejor autor de best-sellers, el cual ha ganado varias veces.
En la actualidad, vive en una granja de doscientos acres en el noreste de Alabama. Está casada con un pescador profesional y a menudo viaja con él a los torneos, llevándose una computadora portátil para que ella pueda trabajar mientras él pesca.
«Siempre he vivido con otras personas dentro de mi cabeza, por eso no sé qué decir cuando me preguntan dónde consigo mis ideas. Las voces en mi cabeza no me dicen que mate a cualquiera, ellas me dicen que escriba. Así que lo hago».