—Estás engordando —le dijo Dione con inmensa satisfacción.
—No me extraña —bufó Alberta al salir de la habitación—. Come como un caballo.
Blake la miró con el ceño fruncido, pero hundió la cuchara en el cuenco y levantó una fresa de buen tamaño. Sus dientes blancos se clavaron en la fruta roja. Luego su lengua atrapó el jugo que manchaba sus labios.
—Eso era lo que querías, ¿no? —preguntó con fastidio—. Cebarme.
Ella sonrió y no dijo nada, se limitó a observarlo mientras se comía la fruta con apetito.
Cuando estaba acabando entró Ángela con un teléfono que colocó sobre la mesa, frente a él. Tras enchufarlo, le dirigió una sonrisa tímida y se marchó.
Blake se quedó mirando el teléfono. Dione disimuló una sonrisa.
—Creo que eso significa que tienes una llamada —dijo.
Él pareció aliviado.
—Menos mal. Temía que quisieras que me lo comiera.
Dione se echó a reír y se levantó. Mientras él levantaba el auricular y se lo llevaba al oído, le tocó ligeramente el hombro y murmuró:
—Estaré en el gimnasio; baja cuando acabes.
Él la miró a los ojos y asintió con la cabeza, enfrascado ya en la conversación. Dione oyó lo suficiente como para deducir que estaba hablando con Richard, y el pensar en Richard bastó para que frunciera el ceño, preocupada.
Serena se había portado muy bien después de aquel primer día. Iba a ver a Blake a última hora de la tarde, cuando ella ya había completado el horario del día. Había aprendido también que no podía llegar muy tarde, o se arriesgaba a encontrar a Blake dormido. La mayoría de las noches, Richard también iba a cenar.
Richard era un hombre ingenioso y divertido, poseedor de una fina ironía y de un repertorio de chistes que a menudo hacían reír a Dione a carcajadas, a pesar de que no podía repetirlos cuando Blake o Serena le preguntaban de qué se reía tanto.
Dione sólo podía decir de él que se portaba como un caballero. No había dicho ni hecho nada que pudiera considerarse una insinuación. Era sólo que ella notaba una creciente admiración en sus ojos, una ternura cada vez más intensa en su modo de tratarla. Ella no era la única que notaba que quizá Richard le estuviera tomando demasiado cariño; Serena era sutil, pero miraba a su marido con dureza cuando hablaba con ella. En cierto sentido, Dione se sentía aliviada. Eso significaba al menos que Serena le hacía caso a su marido. Pero no quería complicaciones de esa clase, sobre todo cuando no tenían ningún fundamento.
Tampoco creía que pudiera decirle nada a Richard al respecto. ¿Cómo iba a reprenderle cuando él se limitaba a mostrarse amable? Amaba a su esposa, Dione estaba segura de ello. Sentía afecto y admiración por su cuñado. Pero, aun así, Dione sabía que no se equivocaba al interpretar su actitud hacia ella.
Otras veces había sido objeto de atenciones no deseadas, pero aquélla era la primera vez que esas atenciones no eran obvias. Ignoraba cómo encarar la situación. Sabía que Richard jamás intentaría propasarse con ella, pero Serena estaba celosa.
Dione se sentía en parte (en una parte profundamente femenina de su ser) halagada por su interés. Si Serena le hubiera dedicado a su marido la atención que merecía, nada de aquello habría pasado.
Pero todo aquello carecía de importancia, se decía. No podía permitir que le hiciera mella. Lo único que importaba era Blake, que empezaba a salir de la prisión de su parálisis, y se desvelaba cada vez más como el hombre que había sido antes del accidente. Dione esperaba que un mes después fuera capaz de levantarse. No de caminar, pero sí de sostenerse en pie. Así sus piernas se acostumbrarían a soportar de nuevo el peso de su cuerpo. Lo que estaba haciendo era sentar los cimientos, devolverle la salud y aumentar sus fuerzas lo suficiente como para que fuera capaz de ponerse en pie cuando se lo pidiera.
Llenó de agua caliente un recipiente de plástico y metió dentro para que se calentara el frasco de aceite que usaba para el masaje que, en un esfuerzo por impedir que se resfriara, le daba siempre antes de meterse en la piscina. No era probable que se constipara un día de verano en Phoenix, donde las temperaturas superaban los treinta y siete grados, pensó Dione con sorna, pero estaba aún tan delgado y tan débil que no quería arriesgarse. Además, a Blake parecía gustarle el masaje con el aceite tibio, y disfrutaba de muy pocas alegrías en su vida.
Inquieta, Dione se paseó sin rumbo por el gimnasio, deteniéndose para hacer estiramientos. Necesitaba hacer ejercicio para liberar parte de su energía, pensó, y se colocó en el banco de pesas.
Le gustaba levantar pesas. Su objetivo era ganar fuerza, no desarrollar la masa muscular, y la tabla de ejercicios que seguía estaba diseñada para ese propósito. En el caso de Blake, había alterado el programa para reconstituir su masa muscular sin inflarlo como Mister Universo. Se concentró en lo que hacía, reguló cuidadosamente su respiración y comenzó a hacer sus ejercicios. Arriba, abajo. Arriba, abajo.
Acabó los ejercicios de piernas y ajustó el sistema de poleas y pesos para ejercitar los brazos. Empezó de nuevo, jadeando. Cuando las exigencias que les hacía a sus músculos alcanzaban su límite, experimentaba una sensación casi placentera. Otra vez. Y otra.
—¡Maldita tramposa! —aquel bramido la sobresaltó, y se enderezó bruscamente, alarmada. Se quedó mirando a Blake con sorpresa. Estaba sentado en la silla de ruedas, al lado de la puerta, la cara muy colorada y crispada por la furia.
—¿Qué ocurre? —balbució ella.
Él señaló las pesas.
—¡Levantas pesas! —gritó, tan enfadado que temblaba—. Eres una tramposa. El día que echamos el pulso, sabías que ganarías. Demonios, ¿cuántos hombres podrían ganarte?
Ella se sonrojó.
—No todos —contestó modestamente, lo cual pareció hacerle enfadar aún más.
—¡No puedo creerlo! —cada vez gritaba más—. Sabías cómo me sentiría porque me ganaras echando un pulso, y aun así apostaste, ¡y me engañaste!
—En ningún momento dije que no se me diera bien —puntualizó ella, intentando no echarse a reír. Blake estaba maravilloso. Si la rabia hubiera podido devolverle el movimiento, habría echado a andar en ese momento. A ella se le escapó una risilla, y al oírla Blake empezó a aporrear con el puño el brazo de la silla de ruedas. Por desgracia, golpeaba los mandos, de modo que la silla comenzó a moverse adelante y atrás como un potro salvaje que intentara librarse de un jinete inoportuno.
Dione no pudo evitarlo: dejó de intentar ponerse seria y se echó a reír hasta que se le saltaron las lágrimas. Aullaba. Golpeaba el banco de las pesas con el puño, imitando en broma la manera en que Blake había aporreado los mandos de la silla; cruzó los brazos sobre el estómago y boqueó, buscando aire, pero cada arrebato de rabia de Blake le producía un nuevo paroxismo.
—¡Deja de reírte! —bramó él, y su voz rebotó por las paredes—. ¡Siéntate! Veremos quién gana esta vez.
Ella estaba tan débil que le costó llegar hasta la mesa de masaje, donde Blake había apoyado el codo y la estaba esperando con cara de pocos amigos. Todavía riendo, se dejó caer contra la mesa.
—¡Esto no es justo! —protestó, dándole la mano—. No estoy preparada. Espera hasta que deje de reírme.
—¿Fue justo que me dejaras creer que iba a enfrentarme con una mujer normal? —replicó él.
—¡Soy perfectamente normal! —contestó Dione—. Te vencí limpiamente, y lo sabes.
—Yo no sé nada parecido. Hiciste trampa, y quiero la revancha.
—Está bien, está bien. Dame un minuto —sofocó rápidamente la risa que pujaba por salir y le apretó la mano. Comenzó a tensar los músculos—. De acuerdo. Estoy lista.
—A la de tres —dijo él—. ¡Una! ¡Dos! ¡Tres!
Dione, por suerte, había adivinado que contaría a toda prisa. Puso todo su cuerpo en el esfuerzo, consciente de que el peso que Blake había ganado y los días que llevaba haciendo pesas habían aumentado sus fuerzas. No mucho, quizá, pero con el ímpetu que le daba la rabia y la risa que a ella la había debilitado, tal vez bastara para que consiguiera vencerla.
—¡Has hecho trampa! —le acusó con los dientes apretados mientras se oponía con todas sus fuerzas al empuje de su brazo.
—¡Te lo merecías!
Pasaron varios minutos jadeando, bufando y gruñendo, y el sudor empezó a correrles por la cara.
Estaban muy cerca, casi cara a cara, y sus brazos se tensaban cada vez más. Dione gruñía en voz alta. El primer arrebato de fuerza de Blake la había superado, pero no había bastado para poner fin al pulso. Ahora era una cuestión de resistencia, y ella creía poder vencerle. Podía haberle dejado ganar para aplacar su ego, pero no tenía valor para engañarle de ese modo. Si Blake ganaba, lo haría a costa de todos sus esfuerzos.
La determinación debía notársele en la cara, porque Blake gruñó:
—Maldita sea, ahora deberías dejarme ganar.
Ella jadeaba, buscando oxígeno.
—Si quieres ganarme, tendrás que esforzarte —dijo—. Yo no dejo ganar a nadie.
—¡Pero yo soy un paciente!
—Eres un oportunista.
Él apretó los dientes y empujó más fuerte. Ella agachó la cabeza de modo que la apoyó en el hueco del hombro de Blake y contraatacó con todas sus fuerzas. Empezó a notar que el brazo de Blake iba retrocediendo muy despacio. La exaltación que siempre le producía vencer atravesó sus venas, y tumbó el brazo de Blake sobre la mesa de golpe, dejando escapar un grito de júbilo.
Sus jadeos llenaron la habitación. A Dione, el corazón le atronaba los oídos como los cascos de un caballo al galope. Seguía recostada contra él, con la cabeza apoyada sobre su hombro, y notaba el latido de su corazón a través de todo su cuerpo. Se apartó de él lentamente y dejó caer su peso sobre la mesa. Blake se echó hacia delante y cayó también sobre la mesa como un pelele, inhalando profundas bocanadas de aire mientras su cara iba perdiendo su rubor hasta adquirir un tono casi normal.
Al cabo de un momento, él apoyó la barbilla en el brazo doblado y la miró con unos ojos azules en los que todavía había nubarrones de tormenta.
Dione respiró hondo y se quedó mirándolo.
—Estás muy guapo cuando te enfadas —le dijo.
Él parpadeó, sorprendido. Se quedó mirándola con estupor un momento tan largo que pareció quedar suspendido en el tiempo; luego escapó de su garganta un extraño borboteo. Tragó saliva. Lo siguiente que se oyó fue una carcajada a pleno pulmón. Echó la cabeza hacia atrás y se llevó las manos al estómago. Dione empezó a reírse de nuevo.
Blake se retorcía de la risa, meciéndose hacia delante y hacia atrás. Volvió a golpear los mandos con el puño, y el brusco movimiento de la silla, combinado con sus balanceos, bastó para tirarlo al suelo. Fue una suerte que no se hiciera daño, porque Dione no habría podido parar de reír aunque su vida hubiera dependido de ello. Se dejó caer del taburete y se tumbó a su lado, levantando las piernas hasta la tripa.
—¡Basta! ¡Basta! —gritó mientras las lágrimas le rodaban por la cara.
—¡Basta! ¡Basta! —repitió él y, agarrándola, le hundió los dedos en las costillas.
A Dione nunca le habían hecho cosquillas. No sabía lo que era jugar. Quedó tan sorprendida por la euforia insoportable que le producían los dedos de Blake en las costillas que ni siquiera se asustó al sentir su contacto. Chillaba con todas sus fuerzas y se estaba revolcando por el suelo para intentar alejarse de aquellos dedos que la atormentaban cuando otra voz se interpuso entre ellos.
—¡Blake! —Serena no se detuvo a interpretar la escena que tenía lugar ante sus ojos. Vio a su hermano en el suelo, oyó gritar a Dione y supuso al instante que había ocurrido un terrible accidente. Sumó al alboroto un grito angustiado y se lanzó hacia Blake, lo agarró con ansia y lo hizo rodar hacia ella.
Aunque Serena no tenía permiso para ir a la casa durante el día, Dione le agradeció la interrupción. Se apartó temblando de Blake y se sentó. Sólo entonces se dio cuenta de que Serena estaba al borde de la histeria.
—Serena, no pasa nada —decía enérgicamente Blake, que había notado antes que ella el estado de ánimo de su hermana—. Sólo estábamos jugando. No estoy herido. No estoy herido —repitió.
Serena se calmó y su cara pálida fue recuperando parte de su color. Blake se sentó y echó mano de la manta con que solía taparse las piernas. Mientras se tapaba, preguntó con aspereza:
—¿Qué haces aquí? Ya sabes que no debes venir durante el día.
Serena se echó hacia atrás bruscamente y lo miró con estupor, como si le hubiera dado una bofetada. Dione se mordió el labio. Sabía por qué le había hablado Blake con tanta dureza. Se había acostumbrado a que ella lo viera, y en su presencia podía moverse por la casa llevando sólo unos calzoncillos o unos pantalones cortos de gimnasia, pero todavía le avergonzaba que otros vieran su cuerpo. Sobre todo, Serena.
Ella se recobró y levantó la barbilla con aire desafiante.
—Creía que esto era una terapia, no un recreo —le espetó con la misma aspereza que había empleado él, y se puso en pie—. Perdonad la interrupción. Tenía un motivo para venir a verte, pero puede esperar.
La rabia se reflejaba en cada línea de su espalda recta cuando salió de la habitación, haciendo oídos sordos a la llamada arrepentida de Blake.
—Maldita sea —dijo él en voz baja—. Ahora tendré que disculparme. Y me avergüenza tanto explicar que…
Dione se echó a reír.
—Es tu hermana, ¿no?
Él le lanzó una mirada de advertencia.
—No seas tan engreída, jovencita. He encontrado el punto débil de tu fortaleza. Tienes más cosquillas que un bebé.
Ella se alejó prudentemente de su alcance.
—Si vuelves a hacerme cosquillas, me acercaré a ti de puntillas cuando estés dormido y te echaré por encima agua helada.
—Serías capaz, desdichada —bufó él, y la miró con enojo—. Quiero una revancha dentro de dos semanas.
—Te gusta que te castiguen, ¿eh? —preguntó Dione alegremente, y se puso de pie para considerar la cuestión de cómo iba a levantarlo del suelo y subirlo a la mesa.
—Ni lo intentes —ordenó él al ver su mirada inquisitiva. Ella sonrió avergonzada, porque había estado a punto de intentar levantarlo en brazos—. Llama a Miguel para que te ayude.
Miguel era su chofer, su hombre para todo y también, sospechaba Dione, su guardaespaldas. Era bajito y nervudo, duro como una roca, y lucía en la mejilla izquierda una cicatriz que estropeaba su rostro moreno. Nadie le había dicho cómo le había contratado Blake, y Dione no estaba segura de querer saberlo. Ni siquiera sabía de dónde era Miguel; podría haber sido de cualquier nación latina. Sabía que hablaba portugués, además de español e inglés, así que sospechaba que era sudamericano, pero nadie se lo había confirmado ni ella había preguntado. Bastaba con que se dedicara a Blake.