Estaba extremadamente delgado; tenía que haber perdido al menos veinte kilos desde que se tomó aquella fotografía, y en aquella época era ya pura fibra. Tenía el pelo deslucido por la mala nutrición, y desgreñado, como si hiciera mucho tiempo que no se lo cuidaba. Su tez era pálida, su cara toda altos pómulos y mejillas enflaquecidas.
Dione mantuvo la compostura, pero en su fuero interno se resquebrajó, desmoronándose en mil pedazos. Siempre, inevitablemente, se compadecía de sus pacientes, pero nunca antes se había sentido como si se estuviera muriendo; nunca había sentido rabia por lo injusto que era aquello, por la espantosa obscenidad que se había adueñado del cuerpo perfecto de un hombre, dejándolo indefenso. El sufrimiento y la desesperanza habían quedado grabados en su rostro demacrado, que dejaba traslucir con asombrosa claridad su estructura ósea. Negras ojeras rodeaban sus ojos azules como la medianoche; sus sienes tenían un toque de gris. Su cuerpo, antaño poderoso, se desmadejaba en la silla, con las piernas torcidas e inmóviles. Dione comprendió entonces que Richard tenía razón: Blake Remington no quería vivir.
Él la miró sin asomo de interés y a continuación fijó la mirada en Richard. Era como si ella no existiera.
—¿Dónde has estado? —preguntó inexpresivamente.
—Tenía que ocuparme de unos asuntos —contestó Richard con voz tan fría que la habitación se volvió gélida.
Dione notó que le ofendía que los demás cuestionaran sus actos. Quizá trabajara para Blake, pero no era inferior a él. Seguía enfadado con Serena, y toda aquella escena se había granjeado su desaprobación.
—Sigue empeñado —suspiró Serena acercándose a su hermano—. Ha contratado a otra terapeuta para ti. La señorita… eh, Diane Kelley.
—Dione —precisó ella sin rencor.
Blake posó en ella una mirada desinteresada y la contempló sin decir palabra. Dione guardó silencio mientras le observaba, fijándose en sus reacciones o, mejor dicho, en su falta de ellas. Richard le había dicho que a Blake siempre le habían gustado las rubias, pero incluso teniendo en cuenta que ella era morena, esperaba al menos que reparara en que era una mujer. Esperaba que los hombres la miraran; se había acostumbrado a ello, aunque en otro tiempo una mirada de interés hubiera podido ponerla al borde del pánico. Era llamativa, y al fin había sido capaz de aceptarlo, aunque consideraba una ironía que la naturaleza le hubiera dado un físico capaz de atraer a los hombres cuando le resultaba imposible disfrutar de sus caricias. Sabía lo que veía él. Se había vestido cuidadosamente para su primer encuentro, consciente de que su apariencia podía resultar tanto atractiva como intimidatoria. No le importaba que fuera una cosa u otra, siempre y cuando la ayudara a convencerlo de que cooperara. Se había peinado la densa y lustrosa melena negra con la raya al medio y se la había recogido en un moño severo a la altura de la nuca con una pequeña peineta dorada. Sendos aros de oro colgaban de sus oídos. Serena la había llamado gitana, y su piel morena, del color cálido de la miel, hacía que lo pareciera. Tenía ojos de gato, rasgados, dorados, tan misteriosos como el tiempo y orlados por densas pestañas negras. Con sus altos pómulos y su mandíbula fuerte y escultural, tenía un aspecto exótico y oriental; parecía la candidata ideal para el harén de un jeque lujurioso, de haber nacido un siglo antes.
Iba vestida con un peto blanco, elegante e informal, y se metió las manos en los bolsillos, postura ésta que hacía resaltar sus firmes pechos. Tenía una figura de líneas alargadas, ondulantes y límpidas, desde la estrecha cintura al busto redondeado, y más abajo las piernas largas y gráciles. Quizá Blake no lo hubiera notado, pero su hermana sí, y había sentido un inmediato arrebato de celos. No quería a Dione cerca de su hermano, ni de su marido.
Tras un largo silencio, Blake movió lentamente la cabeza de un lado a otro.
—No. Llévatela, Richard. No quiero que me molesten.
Dione miró a Richard y luego dio un paso adelante, de modo que se hizo cargo de la situación y obligó a Richard a concentrar en ella su atención.
—Lamento que piense así, señor Remington —dijo con suavidad—. Porque voy a quedarme de todos modos. Verá, tengo un contrato, y siempre cumplo mi palabra.
—La libero de él —masculló él y, girando la cabeza, se puso a mirar de nuevo por la ventana.
—Es usted muy amable, pero yo no lo libero a usted. Tengo entendido que le ha dado poderes a Richard, de modo que el contrato es legal, y además está blindado. Afirma sencillamente que se me ha contratado como su terapeuta y que viviré en esta casa hasta que vuelva a caminar. No establece ninguna limitación temporal —se inclinó y puso las manos sobre los brazos de la silla de ruedas, acercando la cara a él para que le prestara atención—. Voy a ser su sombra, señor Remington. Sólo podrá librarse de mí si va caminando hasta la puerta y me la abre usted mismo. Nadie más puede hacerlo por usted.
—Se está pasando de la raya, señorita Kelley —dijo Serena con aspereza, los ojos azules entornados por la rabia. Alargó el brazo y le apartó las manos de la silla—. Mi hermano ha dicho que no la quiere aquí.
—Esto a usted no le concierne —contestó Dione todavía con suavidad.
—¡Desde luego que me concierne! Si cree que voy a permitir que se mude aquí… ¡Seguramente cree que vamos a mantenerla de por vida!
—En absoluto. En Navidad habré conseguido que el señor Remington vuelva a caminar. Si duda usted de mis credenciales, haga el favor de comprobar mis referencias. Pero, entre tanto, deje de interferir —se irguió en toda su estatura y se quedó mirando fijamente a Serena. Su fuerza de voluntad llameaba en sus ojos dorados.
—No hable así a mi hermana —dijo Blake en tono áspero.
¡Por fin! Una respuesta, aunque fuera desabrida.
Con secreta delectación, Dione se apresuró a atacar la grieta que había logrado abrir en su indiferencia.
—Hablaré así a cualquiera que intente interponerse entre mi paciente y yo —le informó.
Puso los brazos en jarras y lo observó con la boca torcida por el desdén—. ¡Mírese! Está en tan mala forma que tendría que entrenarse para boxear como peso pluma. Debería darle vergüenza, dejar que sus músculos se hagan papilla. No me extraña que no pueda andar.
Las oscuras pupilas de sus ojos brillaron, un pozo negro en un mar de azul.
—Maldita sea —dijo con voz estrangulada—. Es difícil hacer gimnasia estando enganchado a tantos tubos que no sabes dónde meterlos y cuando nada excepto la cara te funciona como quieres.
—Eso era antes —dijo ella sin inmutarse—. ¿Y ahora? Para caminar hacen falta músculos, y usted no tiene ninguno. En el estado en que está, perdería una pelea con un fideo.
—Y supongo que cree que puede agitar su varita mágica y hacerme funcionar otra vez, ¿no? —dijo él con sorna.
Dione sonrió.
—¿Mi varita mágica? No será tan fácil. Va a tener que trabajar para mí mucho más de lo que había trabajado nunca antes. Va a sudar y a sufrir, y me va a maldecir, pero también va a esforzarse. Haré que vuelva a caminar aunque tenga que dejarlo medio muerto.
—No, nada de eso, señora —dijo él con fría resolución—. Me importa un bledo qué clase de contrato tenga. No la quiero en mi casa. Pagaré lo que sea necesario para librarme de usted.
—No le estoy dando esa opción, señor Remington. No acepto el finiquito.
—¡No tiene que darme esa opción! ¡Me la estoy tomando!
Mientras observaba su rostro enfurecido y congestionado por la ira, Dione comprendió de pronto que aquella fotografía de un hombre risueño y relajado era engañosa, la excepción más que la norma. Blake Remington era un hombre de voluntad indomable, acostumbrado a salirse con la suya por la fuerza de su empeño y el empuje de su carácter. Había superado con determinación todos los obstáculos que le habían salido al paso, hasta que la caída desde aquel barranco lo cambió todo y puso ante él el único obstáculo al que no podía enfrentarse solo. Nunca antes había tenido que pedir ayuda, y ahora que la necesitaba, era incapaz de pedirla. Como no podía obligarse a caminar, estaba convencido de que era imposible.
Pero ella también era decidida. A diferencia de Blake, había aprendido a edad temprana que podía verse sometida y obligada a hacer cosas en contra de su voluntad. Había logrado salir de las turbias profundidades de la desesperanza gracias a su terca y muda creencia en que la vida tenía que ser mejor. Había forjado su fortaleza en el fuego del dolor; la mujer en la que se había convertido, la independencia, la habilidad, la reputación que se había labrado, le eran demasiado preciosas como para permitir que se diera por vencida. Aquél era el reto definitivo de su carrera, y tendría que reunir toda su fuerza de voluntad para afrontarlo.
De modo que le preguntó con insolencia:
—¿Le gusta que los demás le tengan lástima?
Serena dejó escapar un gemido de estupor. Hasta Richard profirió un sonido involuntario antes de volver a dominarse. Dione no se molestó en mirarlos. Mantuvo los ojos fijos en Blake y observó su expresión atónita y el modo en que el color abandonaba su cara, dejándola completamente blanca.
—Váyase al infierno —dijo con voz hueca y temblorosa.
Ella se encogió de hombros.
—Mire, así no vamos a llegar a ninguna parte. Hagamos un trato. Está tan débil que apuesto a que no me ganaría si echáramos un pulso. Si gano yo, me quedo y acepta usted la terapia. Si gana usted, salgo por esa puerta y no vuelvo. ¿Qué me dice?
Blake levantó la cabeza bruscamente y achicó los ojos mientras paseaba la mirada por su figura esbelta y sus brazos gráciles y femeninos. Dione casi podía leerle el pensamiento. A pesar de que estaba muy delgado, le sacaba al menos diez kilos, quizá incluso quince. Sabía que, aunque un hombre y una mujer pesaran lo mismo, en circunstancias normales el hombre era más fuerte. Dione evitó que una sonrisa se dibujara en sus labios, pero sabía que las circunstancias no eran normales. Blake llevaba dos años inactivo, y ella estaba en excelente forma. Era terapeuta; tenía que estar fuerte para hacer su trabajo. Era delgada, sí, pero cada palmo de su cuerpo era puro músculo. Corría, nadaba, hacía estiramientos con regularidad y, lo que era más importante, levantaba pesas. Debía tener fuerza en los brazos para manejar a los pacientes que no podían manejarse por sí solos. Miró las manos pálidas y enflaquecidas de Blake y supo que le ganaría.
—¡No lo hagas! —dijo Serena con vehemencia mientras se retorcía las manos.
Blake se giró y la miró con incredulidad.
—Crees que puede ganarme, ¿verdad? —murmuró, pero sus palabras sonaron más como una afirmación que como una pregunta.
Serena estaba tensa y miraba a Dione con expresión extraña y suplicante. Dione comprendía lo que le ocurría: no quería ver humillado a su hermano. Y ella tampoco. Pero quería que aceptara la terapia, y estaba dispuesta a hacer lo que fuera preciso para que viera lo que se estaba haciendo a sí mismo. Intentó decírselo con los ojos, porque no podía decirlo en voz alta.
—¡Contéstame! —bramó él de repente. Cada fibra de su ser estaba tensa.
Serena se mordió el labio de abajo.
—Sí —dijo por fin—. Creo que puede ganarte.
Se hizo el silencio, y Blake permaneció petrificado. Dione, que lo observaba atentamente, advirtió el instante preciso en que tomaba una decisión.
—Sólo hay un modo de averiguarlo, ¿no? —dijo con aire desafiante, y giró la silla apretando rápidamente un botón.
Dione lo siguió hasta su escritorio, junto al cual Blake se detuvo.
—No debería tener una silla de ruedas motorizada —observó ella distraídamente—. Una manual le habría permitido mantener las fuerzas de la parte superior del cuerpo a un nivel razonable. Es una buena silla, pero no le está haciendo ningún bien.
Él le lanzó una mirada de enojo, pero no respondió.
—Siéntese —dijo, indicándole el escritorio.
Dione obedeció sin prisas. La certeza de que vencería no le producía exaltación alguna; era algo que tenía que hacer, un tanto que anotarse frente a Blake.
Richard y Serena les flanquearon cuando se colocaron en posición. Blake se movió hasta que estuvo satisfecho con su postura, y Dione hizo lo mismo. Apoyó el brazo derecho sobre la mesa y se agarró el bíceps con la izquierda.
—Cuando quiera —dijo.
Blake contaba con la ventaja de tener el brazo más largo, y Dione comprendió que tendría que emplear toda la fuerza de su mano y su muñeca para vencerle. Él colocó el brazo frente al suyo y rodeó firmemente con los dedos su mano, mucho más pequeña. Estudió un instante sus dedos finos y delicados, el rosa tenue de sus uñas bien cuidadas, y una leve sonrisa se dibujó en sus labios. Seguramente pensaba que era pan comido. Pero Dione notó la frialdad de su mano, que indicaba falta de circulación, y supo cuál sería el inevitable resultado de su pequeña contienda.
—Richard, da la señal —ordenó Blake y, levantando los ojos, los fijó en los de Dione. Ella sintió su intensidad, su agresivo deseo de ganar, y comenzó a prepararse concentrando toda su energía y fuerza en la mano y el brazo derechos.
—Adelante —dijo Richard, y aunque apenas se movieron, sus cuerpos se tensaron de repente.
Dione tenía una expresión serena que no dejaba traslucir el arduo esfuerzo que le costaba mantener derecha la muñeca. Tras los primeros momentos, al ver que no podía doblegar su brazo, el semblante de Blake comenzó a reflejar su asombro, después su furia y, al cabo de unos instantes, una suerte de desesperación. Dione sintió que su primer arrebato de fuerza refluía y que lenta e inexorablemente su brazo empezaba a ceder. El sudor brotó de la frente de Blake y comenzó a deslizarse por un lado de su cara mientras luchaba por invertir el movimiento, pero ya había gastado sus exiguas fuerzas y no le quedaba nada en la reserva. Dione comprendió que le tenía en sus manos y, lamentando su victoria aunque sabía que era necesaria, zanjó la cuestión derribando su brazo sobre la mesa.
Sentado en su silla de ruedas, una expresión herida cruzó fugazmente los ojos de Blake antes de que se dominara y su rostro se convirtiera en un muro blanco. Sólo su respiración agitada rompía el silencio. Richard tenía una expresión amarga. Serena parecía dividida entre el deseo de reconfortar a su hermano y el fuerte impulso de poner ella misma a Dione de patitas en la calle.
Dione se puso rápidamente en pie.