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Authors: Laura Gallego García

Alas negras (41 page)

Y en aquel momento comprendió que, en el fondo, él no era tan diferente de Ahriel. Porque si había accedido a acompañarla al infierno, si había regresado ahora, se debía a que, muy en el fondo de su corazón, deseaba hacerlo, para volver a ver, una vez más, el lugar del que había huido cobardemente, abandonando a su suerte a Naradel.

Esbozó una sonrisa amarga. «Este asunto me ha atormentado durante décadas», pensó. «Pero ya es tiempo de que lo asuma y lo supere. Descansa en paz, Naradel.»

Se irguió, dispuesto a proseguir con su exploración. Si había acudido al infierno por motivos personales, aun cuando lo hubiese hecho de forma inconsciente, entonces tenía mucha más responsabilidad en todo aquello de lo que había imaginado. Aquella idea reafirmó su decisión de continuar con su viaje hasta el final.

Desplegó las alas para alzar el vuelo de nuevo, pero una voz a sus espaldas lo detuvo. Una voz baja, rota, que, sin embargo, despertó en él recuerdos de tiempos pasados:

—Sabía que volverías.

Ubanaziel se dio la vuelta, turbado. Tras él se alzaba una extraña criatura a la que, en un primer momento, le costó reconocer. Vestía a la manera de los demonios, con ropas de cuero y piel, recubiertas de pedazos de diferentes armaduras que componían una coraza extraña y grotesca. Pero no tenía el aspecto de un demonio, sino de un hombre delgado y demacrado, de largo cabello castaño y rasgos que antaño fueron hermosos, pero que el tiempo y las penalidades habían afilado y endurecido, hasta convertirlos casi en una máscara de amargura.

Ubanaziel dio un paso atrás.

—¿Cómo...? ¿Quién...? —balbuceó.

El otro esbozó una sonrisa cargada de ironía.

—¿Tanto tiempo ha pasado que ya no me reconoces, Ubanaziel?

Y, entonces, el Guerrero de Ébano reparó en las protuberancias que nacían de la espalda de su interlocutor, como dos tristes raíces retorcidas: lo que quedaba de unas blancas alas angélicas cortadas mucho tiempo atrás.

Ubanaziel lanzó una exclamación de asombro y horror.

—¡Naradel! —musitó.

El ángel alzó la cabeza y acentuó su sonrisa.

—Veo que aún me recuerdas. Has tardado en volver a buscarme, amigo mío. ¿Qué te trae por aquí, después de tantos años?

Para su alivio, Zor descubrió que Mac y Cosa seguían donde los había dejado. Ni rastro de Marla todavía.

Sin embargo, la salud de Mac no parecía haber mejorado.

—No creo que estés en condiciones de hacer ninguna clase de magia —le dijo Zor por todo saludo, aterrizando a su lado.

—¿Me has traído el espejo? —preguntó Mac, sin hacerle caso.

—Sí, mira, aquí lo tengo. ¿Te sirve?

El hombrecillo torció el gesto.

—Es demasiado pequeño.

—Encontré otro más grande, pero no podía cargar con él hasta aquí. Tendrá que valerte éste.

Mac suspiró. Luego se le escapó una risilla nerviosa, se controló y suspiró de nuevo.

—Bueno, lo intentaré.

Trató de incorporarse, pero vaciló, y tuvo que apoyarse en Cosa.

—Mac, no tienes fuerzas para esto —dijo Zor, con firmeza—. Déjame terminar —añadió, atajando la incipiente protesta de su amigo—. Si no queda más remedio, si no se nos ocurre otra solución, lo haremos, pero antes deja que intente curarte, por lo menos. Mis habilidades como sanador no son tan impresionantes como las de Ubanaziel, porque sólo soy un medio ángel —se justificó, ruborizándose—, pero quizá logre devolverte algo de la energía perdida. Después de todo, ni siquiera estás herido, ¿no?

El Loco Mac lo miró fijamente un instante.

—Podría funcionar —dijo por fin—. Pero no tenemos tiempo para hacer las dos cosas y, si usas tu poder curativo mientras yo aplico el conjuro al espejo, puede que éste absorba parte de tu energía. ¿Estás dispuesto a permitirlo?

Zor pensó en aquella oscura y retorcida magia apropiándose de una parte de sus fuerzas y se estremeció de horror, pero asintió, decidido.

—Soy joven y fuerte, y tengo más energías que tú. Así que, si puedo prestarte unas pocas para el conjuro, me parece bien.

—De acuerdo, chaval —sonrió Mac—. Manos a la obra, pues.

—Espera —lo detuvo el chico—. ¿Estás seguro de que recuerdas cómo se hacía?

Mac se dio unos golpecitos con el dedo sobre la frente y le dedicó una carcajada perturbada.

—Todo está aquí, muchacho. La magia es como el torrente de un arroyo. Puede que el caudal quede disminuido porque se han acumulado escombros en el cauce, pero, en cuanto retiras las primeras piedras, el agua vuelve a pasar con fuerza y termina de despejar el camino.

Zor no entendió del todo la comparación, pero no puso más objeciones.

Colocaron el espejo frente al viejo mago y éste posó las manos sobre su lisa superficie. Mientras tanto, Zor se situó detrás de él y lo sujetó por los hombros. Inspiró hondo, se concentró y dejó que se iniciara el círculo de curación.

Mac notó inmediatamente la leve corriente de energía que empezó a recorrer su cuerpo. Procuró centrarse en el conjuro que tenía entre manos. Observó su propio reflejo y se vio andrajoso, viejo y enfermo. «Ah, no», se dijo. «No voy a permitir que este espejo me arrebate las pocas energías que me quedan, cuando ni siquiera lo he embrujado todavía. Es lo que me faltaba por ver.»

Cerró un instante los ojos para concentrarse mientras el poder curativo de Zor seguía recorriendo su cuerpo, reconfortándolo y otorgándole parte de la fuerza que necesitaba. Y, poco a poco, su voluntad fue moldeando la magia negra para convertir el espejo en una trampa fatal para cualquier hechicero.

—Naradel —repitió Ubanaziel, mortalmente pálido—. ¿Cómo es posible? ¡Estabas muerto! ¡Esa bestia de Vultarog te mató!

El ángel sin alas ladeó la cabeza y lo contempló un instante antes de decir:

—Eso explicaría por qué me diste la espalda, naturalmente. Pero, por desgracia, sólo viste lo que querías ver. Estaba todavía vivo cuando saliste volando, Ubanaziel. Te llamé, y estoy seguro de que me oíste, pero no giraste la cabeza ni una sola vez. No hace falta decir que, evidentemente, no morí aquel día. Ni al siguiente. Tú habías matado a Vartak, así que los demonios se ensañaron conmigo y me torturaron durante... no sé, tal vez días, o quizá meses, o años... es difícil llevar la cuenta aquí, en el infierno, donde cada instante parece una eternidad...

»El caso es que por fin se cansaron o se aburrieron de mí y me dejaron en paz. Con el tiempo se han acostumbrado a verme por aquí... y, ¿para qué nos vamos a engañar? A aquellas alturas, tampoco yo tenía muchos deseos de volver. Te había visto salir huyendo del infierno y dejarme atrás, pero durante mucho tiempo abrigué la esperanza de que en realidad hubieses ido a buscar refuerzos. Cada día miraba a lo alto, esperando ver una escuadra angélica, liderada por ti, que acudiera en mi rescate —hizo una pausa, mientras los ojos de Ubanaziel se llenaban de lágrimas—. Tampoco hará falta aclarar, imagino, que con el tiempo dejé de tener esperanzas. Y a ti, ¿qué tal te va? —añadió; alzó las cejas al fijarse en el cinturón de Ubanaziel—. Vaya, muy bien, por lo que veo. Si estoy ante nada menos que un miembro del Consejo. No sabía que ahora se valoraran tanto entre los ángeles virtudes tales como la cobardía y la traición.

—Naradel... —pudo decir Ubanaziel; tenía un nudo en la garganta y una espantosa opresión en el pecho—, te juro que pensé que habías muerto cuando abandoné el infierno. Si hubiese tenido la más mínima sospecha de que seguías vivo...

—...¿no me habrías dejado atrás? Permite que lo dude.

Ubanaziel calló un instante, rememorando la espantosa experiencia sufrida en el infierno.

—No estoy seguro. Fueron momentos muy duros para ambos... Pero, aunque puede que sea un cobarde, no soy y nunca he sido un traidor. Habría regresado para buscarte... no con una escuadra, sino con todo el ejército de Aleian. Si hubiera tenido la más mínima esperanza...

—¿Estás intentando decirme que en todo este tiempo nunca has dudado, ni un solo instante, de que estuviese muerto? ¿Nunca soñaste que existiera una pequeña posibilidad, por pequeña que fuera... de que te estuviera esperando?

Ubanaziel fue a responder; pero entonces recordó con qué tesón había buscado Ahriel a su hijo, pese a que él mismo no habría apostado por que pudiera recobrarlo nunca. Y resultó que se había equivocado. De hecho, con un poco de suerte, a aquellas alturas ambos se habrían reunido ya en el palacio de Marla. Ahriel estaría abrazando ya a su hijo perdido y aquel extraordinario muchacho podría mirar a su madre a los ojos por fin.

Naradel detectó el breve instante de vacilación de su antiguo amigo y compañero y asintió, sombrío.

—Es lo que suponía —dijo, extrayendo una espada de su cinto. Ubanaziel lo miró sin comprender, pero el guerrero que había en él lo hizo dar un paso atrás instintivamente y tensar los músculos, dispuesto a reaccionar ante cualquier amenaza.

—¿Qué estás haciendo?

Naradel le dedicó una breve carcajada.

—¿Tú qué piensas? Sé por qué has venido ahora, Ubanaziel. Después de tanto tiempo... no has venido a rescatarme... sino a matarme.

—¿De qué estás hablando? —replicó él; pero llevó una mano al puño de su espada en un acto reflejo.

—¿Todavía no lo has adivinado? Te lo explicaré, pues, ya que necesitas que te aclaren tantas cosas. Hace un tiempo, Furlaag me propuso un plan para vengarnos de los ángeles. Los demonios tienen mucho que reprocharnos, sí... Los hemos mantenido encerrados durante milenios en esta dimensión. Y yo, por mi parte, tampoco guardaba buenos recuerdos de vosotros por aquel entonces. Pero, mientras Furlaag y los suyos no veían el momento de marcharse de aquí, yo ya no tenía deseos de hacerlo. ¿Escapar del infierno? ¿Y para qué? ¿Para regresar con los míos? ¿Con aquellos que me habían abandonado a mi suerte?

Naradel escupió a los pies de Ubanaziel, pero éste apenas se percató de ello. A medida que iba entendiendo las implicaciones de lo que estaba escuchando, una sombra de horrorizada comprensión se iba apoderando de su rostro.

—Así que los demonios se han ido a destruir el mundo —prosiguió Naradel, con una carcajada—, y yo no sólo me he quedado aquí, guardándoles el fuerte, sino que además les he indicado cómo llegar hasta Aleian. Te sorprenderá que me haya pasado a su bando, pero a mí me enseñaron que los hijos del infierno eran criaturas crueles, violentas y malvadas, y que nosotros, los ángeles, éramos seres de luz, justos, bondadosos y amables. Y, ¿sabes una cosa? He descubierto que no me mintieron acerca de los demonios. Son exactamente tan viles y traicioneros como me habían contado. Y eso los honra, porque al menos no fingen ser algo distinto a lo que son. Lo cual, créeme, supone todo un alivio cuando aquellos que en teoría debían defender la paz, el bien y la justicia resultan no ser más que una pandilla de sucios traidores.

Naradel se rió otra vez, y Ubanaziel se estremeció, sin poderlo evitar.

«Se ha vuelto loco», pensó.

—Furlaag me advirtió que vendrías —concluyó Naradel—. Tú, o bien otro ángel llamado Ahriel, la que derrotó a Vultarog —sonrió de forma desagradable—, cosa que no lamento, y que desearía haber visto. Me dijo que vendríais a matarme. Pero no me importó, porque, si su plan daba resultado, el mundo quedaría arrasado, y los ángeles serían por fin derrotados, y caerían, con toda su arrogancia y prepotencia, a nuestros pies. Eso es lo que más deseo ahora mismo, Ubanaziel... ¿o debería llamarte «Consejero»? No importa, porque muy pronto ni siquiera el Consejo existirá. Un Consejo que abandona a uno de los suyos en el infierno no merece existir, sobre todo si pretende hacer creer al mundo que son los guardianes de la justicia y del Equilibrio —escupió de nuevo—. Por eso acepté su propuesta. Así que, enhorabuena. ¿Buscabas al otro extremo del vínculo entre dimensiones? Pues ya lo has encontrado —manifestó, con una amplia y desagradable sonrisa—. ¿Qué vas a hacer ahora? Has venido a salvar tu mundo, ¿no es así? Pues para ello tendrás que matarme.

—No puedes estar hablando en serio —susurró Ubanaziel.

Naradel entornó los ojos, acentuando su sonrisa, pero no añadió nada más. Lanzó un rápido y repentino ataque hacia el Guerrero de Ébano, buscando alcanzarle con su espada. Ubanaziel lo esquivó como pudo, pero no contraatacó. Naradel hizo rechinar los dientes y volvió a insistir. Sus golpes eran rápidos y elegantes, fruto de la técnica que tiempo atrás lo había hecho famoso entre los suyos como uno de los mejores espadachines de Aleian. Ubanaziel fue capaz de reconocer su estilo en aquellos movimientos, veloces y fluidos, a pesar de los años que habían pasado. Sin embargo, detectó que algo había cambiado desde entonces. Ahora Naradel peleaba con rabia, con odio.

—¿Por qué no te defiendes? —gruñó.

—No has perdido tu toque —comentó Ubanaziel, con calma, cuando la espada de su adversario estuvo a punto de alcanzarlo.

—¡Esto no es un juego!

—Nunca he dicho que lo fuera.

Ubanaziel paró una nueva estocada de Naradel y éste se vio obligado a retroceder unos pasos; pero el contraataque no llegó.

—¿Qué es lo que pretendes, entonces?

Ubanaziel inclinó la cabeza hacia un lado para esquivar la espada de su adversario.

—Lo único que sé —respondió—, es que no quiero verte morir otra vez, Naradel.

Le pareció detectar un brevísimo destello de vacilación en los ojos claros del ángel caído, que fue rápidamente sustituido por un brillo de ira. Las espadas chocaron una ve/, más y Naradel lanzó una corta carcajada.

—Cada instante que permanecen abiertas las puertas del infierno —dijo— mueren más criaturas a manos de los demonios. No sólo humanos, sino también ángeles. Eso, si a estas alturas Furlaag y los suyos no los han exterminado ya a todos.

—Furlaag está muerto.

—Qué pena —se burló Naradel—. Pero eso no impedirá que las hordas del infierno sigan masacrando tu hermoso mundo... porque ayer seguía siendo tan hermoso como lo recuerdo, ¿verdad? Ya no volverá a ser igual, qué lástima. Tú podrías hacer algo al respecto, Consejero.

—¿Y qué es lo que quieres tú? —replicó Ubanaziel—. ¿Me estás pidiendo que te mate?

—Ni por asomo. Lo que deseo es matarte yo, pero no tiene la misma gracia si no te empleas a fondo.

Ubanaziel retrocedió y contempló a su antiguo amigo un instante. Ya apenas se parecía al Naradel que había conocido. El ángel caído alzó la barbilla y le dedicó una sonrisa desdeñosa.

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