Authors: Laura Gallego García
Ahriel cerró los ojos, dividida entre su deseo de volar a reunirse con su hijo y su resistencia a dejar a Ubanaziel abandonado a su suerte. Después, volvió a escudriñar el horizonte.
Pero lo vio tan rojo, desierto y silencioso como antes.
Marla subió por las escaleras en silencio. Iba preparando mentalmente un hechizo letal que acabaría con la vida del viejo en un instante. Se había cansado de jugar, y sabía que las presas se tornan más peligrosas cuanto más acorraladas y desesperadas se sienten. Era hora de terminar con aquello de una vez. Rápidamente. Sin titubeos.
Llegó por fin a la estrecha puerta que llevaba al exterior. Pasó una mano suavemente por los goznes, impregnándolos de magia para que no hiciesen el más mínimo ruido —uno de los primeros hechizos que había aprendido cuando aún era apenas una niña— y, después, abrió con cuidado y se asomó al exterior.
Se topó, de pronto, con una imagen de sí misma. Al principio no se reconoció. Estaba incluso más pálida y desmejorada que cuando Ahriel la había sacado del infierno o, al menos, eso le pareció. Fue vagamente consciente de que su doble estaba llorando, y se llevó una mano a la mejilla para constatar, sorprendida, que la tenía húmeda. ¿Cuánto rato llevaba así? ¿Desde que había besado a Shalorak en su alcoba, desde que había sacado su cuerpo del salón de baile, desde que lo había matado...? Pero aquel pensamiento fue desplazado por otros dos, más urgentes y más obvios: el primero, que aquello era un espejo, y no debía haber ningún espejo en lo alto de la torre. El segundo, que algo estaba succionando su energía, dejándola vacía y débil.
Y de pronto lo comprendió todo. Vio las alas del medio ángel asomar tras el espejo que estaba sosteniendo, recordó el gran espejo que el propio Fentark guardaba en su habitación, recordó cómo funcionaba. Y, con un grito de ira y horror, se cubrió el rostro con un brazo, mientras golpeaba el cristal con el otro. Logró tomar a Zor por sorpresa, y el espejo resbaló de sus manos y cayó al suelo, rompiéndose contra las baldosas de piedra, pero ya era demasiado tarde.
Marla jadeó, aterrada, y se miró las manos. Se sentía más débil de lo que jamás había estado, incluso en sus peores momentos en el infierno. Hacía años que algo anidaba en su interior, algo cálido y oscuramente reconfortante, que la hacía sentir fuerte y segura de sí misma. Y, de pronto, ya no estaba, porque había sido absorbido por la imagen del espejo. Se tambaleó, sin fuerzas ya para mantenerse en pie, y tuvo que aferrarse al marco de la puerta para no caer. Alzó la cabeza para mirar, incrédula y desconsolada, a sus enemigos.
Allí estaba el muchacho, el hijo de Ahriel, con las alas enhiestas y dispuesto a atacar si hiciera falta, pese a que no esgrimía ningún arma (Marla recordó vagamente que su primitivo puñal de hueso había quedado hundido en el corazón de Shalorak). Sin embargo, parecía muy capaz de agredirla con los puños desnudos, y ella tuvo de pronto la certeza de que podría vencerla en aquella lucha.
Tras él, junto a las almenas, vio el cuerpo, pálido y exánime, del maestro Karmac. El engendro estaba de rodillas junto a él, gimiendo por lo bajo y acariciando los sucios cabellos del viejo. Parecía claro que el conjuro del espejo había agotado las pocas fuerzas que le restaban, pero Marla no se sintió mejor por ello. Se llevó una mano a la frente, titubeante, y estuvo a punto de perder el equilibrio y rodar escaleras abajo. Incluso el medio ángel hizo ademán de sostenerla, pero ella logró aferrarse a la puerta y sacudió sus rizos pelirrojos, tratando de pensar. Notaba cómo el chico la miraba, indeciso. Probablemente desconfiaba de ella y era consciente de que se trataba de una hechicera peligrosa; pero, al mismo tiempo, era tan evidente que se había quedado sin fuerzas que se resistía a atacar a una mujer indefensa. Sí; aquel chico podía haberse criado en Gorlian, pero en algunas cosas resultaba obvia su ascendencia angélica. Y eso, pensó Marla en un frenético instante de lucidez, podía ser su salvación.
Dejó caer la cabeza hacia adelante y dobló las rodillas, como si la debilidad que se había apoderado de ella estuviese a punto de hacerle perder el sentido; pero sólo fue una estrategia para reunir las pocas energías que le quedaban. Con un tremendo esfuerzo, dio un paso atrás, se aferró al tirador de la puerta y la empujó con todas sus fuerzas.
Zor vio, perplejo, cómo Marla le cerraba la puerta de la torre en las narices, y trató de abrirla, sin éxito.
—¡Se escapa! —advirtió.
El Loco Mac dejó escapar un leve suspiro y dijo, con un hilo de voz:
—Te advertí que no le dieras tregua, chaval.
—Parecía tan indefensa...
—Puede que haya perdido su magia y buena parte de su fuerza física, pero eso no ha acabado con su inteligencia y con su astucia, te lo dije. Si logra escapar y convencer a otro demonio para que le preste algo de su poder, estaremos perdidos.
—Vvvvammmus ddd'aqqquí —propuso Cosa, implorante, pero Mac negó con la cabeza.
—No podemos marcharnos sin hacer algo con Marla, pequeña. Porque, si la dejamos marchar ahora, quizá podamos escapar de ella por esta vez, pero no descansará hasta encontrarnos y vengarse de nosotros. Mira lo que hizo con Ahriel; la tuvo encerrada en Gorlian durante años, y eso que ella nunca llegó a hacerle daño realmente.
—Vale, vale, lo he entendido —cortó Zor—. Voy a buscarla. Tú quédate aquí e intenta descansar, ¿de acuerdo? Hablas demasiado, y eso no ayuda, precisamente.
El chico se lanzó contra la puerta con el hombro por delante, tratando de echarla abajo, pero Marla la había atrancado bien. Necesitó tres intentos para hacer saltar los goznes y, cuando por fin, con el hombro dolorido, logró asomarse a la pequeña escalera de caracol, Marla ya se había ido. Murmurando una maldición por lo bajo, Zor corrió en su busca.
Naradel y Ubanaziel se separaron y se observaron con cautela, jadeantes. Llevaban un buen rato peleando y ninguno de los dos parecía superar al otro. Ubanaziel habría supuesto que el hecho de que su contrincante hubiese perdido las alas lo dejaba en franca desventaja frente a él; sin embargo, Naradel había aprendido a luchar con aquella carencia. Sin el peso de las alas a su espalda, ahora era capaz de moverse con mucha mayor velocidad y ligereza. Y, aunque ya no podía volar, tiempo atrás él también había sido un ser alado, por lo que podía prever una buena parte de los movimientos de Ubanaziel.
Éste, por el contrario, se encontraba con que su antiguo compañero luchaba de forma ligeramente distinta, realizando ataques y esquivas que le resultaban totalmente impredecibles. Se había vuelto caótico y temerario, y ello, unido a su impecable estilo, que no había perdido del todo, lo volvía un rival mucho más peligroso.
—¿Sorprendido? —lo provocó Naradel, con una desagradable sonrisa.
Ubanaziel no respondió. Atacó otra vez, resuelto a emplear una nueva estrategia. Sabía que se trataba de algo que Naradel no esperaba y que podía llevarlo a la victoria en aquella batalla; pero también era consciente de que sólo tendría una oportunidad de llevar a cabo su plan. Si fallaba...
Se esforzó por concentrarse al máximo. Naradel respondió, contraatacando con la ligereza que lo caracterizaba, y halló un hueco en la defensa de su rival. Con una sonrisa de triunfo, clavó la espada por debajo del brazo de Ubanaziel, en uno de los pocos huecos descubiertos que dejaba su armadura.
El Guerrero de Ébano sintió cómo la espada de su contrario se hundía en su cuerpo, produciéndole un dolor indescriptible mientras su filo lo destrozaba por dentro. Trató de decir algo, pero no fue capaz. Vaciló un instante y cayó de rodillas ante Naradel. El ángel sin alas sonrió y se inclinó para sacar la espada del cuerpo de Ubanaziel. Sin embargo, en el momento en que lo hizo, algo le rompió el pecho, haciéndolo jadear de dolor. Consternado, bajó la mirada para encontrarse con la espada de Ubanaziel; incluso moribundo, el Guerrero de Ébano se las había arreglado para responder al golpe. Naradel comprendió que era una herida mortal cuando trató de hablar y la sangre se lo impidió. Cayó hacia delante, en brazos de Ubanaziel.
—Lo siento —susurró éste—. Era una treta sucia, pero no podía dejar que ganaras.
Naradel esbozó una amarga sonrisa, comprendiendo, unos instantes antes de que la luz de sus ojos de apagara para siempre, que su antiguo compañero había dejado su defensa abierta sólo para tener la oportunidad de matarlo mientras caía. Quiso responder... pero la muerte se lo llevó antes de que pudiera pronunciar una sola palabra.
El cielo rojo del infierno pareció partirse en dos, y las siete puertas empezaron a cerrarse al mismo tiempo, pero Ubanaziel no prestó atención a estas circunstancias. Acarició el cabello encrespado de Naradel y los muñones de sus alas, y después lo depositó sobre el suelo, con ternura, y le cerró los ojos.
Intentó incorporarse, pero no fue capaz. Se arrancó la espada de Naradel y sintió que su vida se escapaba de su cuerpo con ella. Alzó la mirada y vio, a lo lejos, las sombras oscuras de los demonios que regresaban al infierno, absorbidos por la fuerza de su lugar de origen. Entonces se inclinó junto al cuerpo sin vida de Naradel y cerró los ojos.
Ya estaba muerto cuando el primer demonio llegó hasta él. Una cansada sonrisa de triunfo, llena de amargura, aún adornaba sus facciones, y aquél fue el último saludo que el Guerrero de Ébano dedicó a los moradores del infierno antes de abandonarlo para siempre.
Ahriel oyó el estruendo y notó los cambios en la puerta. La espiral empezó a girar más deprisa y a empequeñecerse, mientras el tejido interdimensional se reparaba a sí mismo. «Lo ha conseguido», pensó. «Naradel está muerto y, si las puertas se están cerrando, eso significa que Shalorak también lo está.» Echó un vistazo a su espalda, por enésima vez, pero no vio rastro de Ubanaziel.
Aún aguardó un rato más, y fue testigo de cómo los primeros demonios y diablillos se veían arrastrados de nuevo hacia el infierno, entre sonoras maldiciones y bramidos de ¿ odio y de rabia. Pero Ubanaziel no regresó.
Finalmente, Ahriel atravesó la puerta para salir al exterior. No le costó tanto esfuerzo como a los demonios, que trataban desesperadamente de resistirse al poderoso efecto de succión de su dimensión, porque ella no era una criatura del infierno, pero aun así tuvo que poner en juego toda su fuerza de voluntad. Una vez en su mundo, se sentó en lo alto de lo que quedaba de la torre y, con el corazón en un puño y los ojos fijos en la espiral escarlata, que seguía tragándose demonios, esperó.
Las hordas del infierno ya habían ganado las calles de Aleian, y recorrían la ciudad en una orgía de violencia y de muerte. Los pocos ángeles que aún resistían trataban de hacerles frente, pero incluso ellos eran conscientes de que se trataba de una guerra perdida.
Por esta razón se sintieron muy sorprendidos cuando, de pronto, un rugido de ira, y frustración recorrió las filas enemigas, y todos los demonios, uno detrás de otro, levantaron el vuelo.
Pero no estaban volando exactamente, observó una perpleja y agotada Lekaiel, a la vanguardia de las tropas de Aleian. Parecía como si alguna fuerza invisible los atrajera, arrancándolos de la ciudad uno a uno, como a parásitos indeseados, y arrastrándolos hacia un destino desconocido... o, quizá, no tanto. Lekaiel recordó de pronto la increíble historia que Ahriel le había contado acerca de devolver a todos los demonios a su dimensión. Entonces le había parecido poco más que una excusa para justificar la deserción de Ubanaziel, porque la idea de que existiese una posibilidad de salvar la ciudad, a aquellas alturas, le había parecido demasiado irreal.
Todavía recelosa, contempló cómo todos los demonios se retiraban de Aleian contra su voluntad, arrastrados por un torbellino invisible que los precipitaba hacia el rojizo crepúsculo que coloreaba el horizonte. Algunos de los guerreros angélicos más jóvenes los perseguían, enardecidos, pero la mayoría se quedó allí, de pie, todavía sin creer del todo lo que estaba sucediendo.
Pronto, los aullidos de los demonios se perdieron en la lejanía, y un silencio pesado, incierto, cayó sobre la Ciudad de las Nubes. Entonces los ángeles supervivientes empezaron a asumir, lentamente, lo que estaba pasando, pese a no comprenderlo del todo aún.
Aleian estaba salvada. Sin que nadie supiese todavía cómo ni por qué, los demonios se habían visto obligados a retirarse. Alguien se atrevió a lanzar un grito de alegría.
Y cientos de voces angélicas lo corearon.
En todo el mundo, miles de demonios se vieron arrastrados a través del portal más cercano a su posición. Los humanos que se habían salvado de ellos contemplaron, incrédulos, el revoltijo de alas negras y colas escamosas que surcaban los cielos, de vuelta a su dimensión.
Marla, que recorría con paso inseguro los corredores de su palacio, vio a través de una ventana a un diablillo gritando de rabia mientras algo lo succionaba violentamente hacia las montañas. Tras él llegaron otras criaturas infernales, bramando de rabia e impotencia, pero la joven no entendió del todo lo que estaba pasando hasta que algo bajo el corpiño de su vestido empezó a serpentear con violencia, sobresaltándola. Temerosa, se apresuró a sacar de debajo de su blusa el colmillo de demonio que llevaba colgado al cuello, y descubrió que una fuerza invisible tiraba de él, clavándole el cordón en la nuca y amenazando con herir su piel. Se soltó el colgante y, rápidamente, el colmillo salió volando, siguiendo a los demonios...
... De regreso a su dimensión, comprendió Marla de pronto.
Aquello significaba que Ahriel y sus amigos se habían salido con la suya y habían roto el vínculo. Las puertas del infierno se estaban cerrando de nuevo, arrastrando a sus moradores de vuelta a casa. Habían salvado el mundo.
Cerró los ojos un momento. Una parte de ella se alegraba. Había ambicionado el poder, la magia y la libertad, pero nunca había buscado la destrucción del mundo que la había visto nacer. Tampoco habría matado a Shalorak para salvarlo; al menos, no al Shalorak que ella recordaba, aquél al que tenía por un hechicero humano brillante e inteligente... antes de que le fuera revelado su vergonzoso secreto. Pero se había visto obligada a poner fin a su vida, y con ello había contribuido a salvar el mundo. Al menos, pensó, la muerte de Shalorak no había sido en vano.
Pero ella estaba condenada. Cuando todos se recobraran de la catástrofe sufrida, buscarían culpables. Y sólo quedaría Marla para responder por los crímenes de los demonios.