Authors: Laura Gallego García
Tenía que escapar ahora... cuanto antes... buscar un lugar seguro...
Aún tambaleándose, se arrastró por las estancias del palacio en dirección al patio de armas. Quizá lograra alcanzar el establo y conseguir un caballo. Entonces huiría lejos, muy lejos, adonde nadie pudiera encontrarla.
A trompicones, logró llegar hasta la planta baja y abrir el portón que conducía al patio. Pero se detuvo, perpleja, antes de poder encaminarse a los establos, porque allí había gente esperándola.
Eran guerreros, a pie y a caballo, y los capitaneaba una joven amazona que Marla tardó en reconocer bajo su armadura de guerra. Por un momento, pensó que se trataba de sus propias tropas, pero detectó que varias docenas de soldados tensaban sus arcos y dirigían sus flechas hacia ella, y reconoció de pronto en sus armas el escudo de Saria.
—Volvemos a encontrarnos, Marla —dijo entonces su líder con voz serena.
—¡Kiara! —la reconoció ella, comprendiendo.
Habían ido a buscarla. Naturalmente; antes de ser arrojada al infierno, Marla había dirigido una campaña contra el reino de Saria, en la que había muerto su soberano; y su hija no se lo había perdonado. La calma regia que había mostrado en Vol-Garios el día anterior no era más que una pose: en realidad, le había faltado tiempo para reunir sus tropas y lanzar un ataque contra ella.
—Ríndete, Marla —dijo Kiara—. Estás sola.
Marla no respondió, pero miró a su alrededor, buscando una vía de escape.
—Tened cuidado con ella —advirtió Kiara a los suyos al detectar el gesto—. Es una hechicera poderosa.
«Una hechicera sin magia», pensó Marla, con amargura. Entonces sus ojos se encontraron con los de Kiara, y leyó una profunda aversión en ellos. Y recordó que Ahriel había mirado a Kiara en Vol-Garios con una aprobación que jamás había mostrado ante Marla cuando era su guardiana, y tembló de ira. No, no iba a escapar. Por muy débil que se encontrase, no les daría la satisfacción de verla vacilar. Después de todo, era la reina de Karish.
Alzó la cabeza con orgullo y dijo:
—Adelante, mátame. Has ganado, Kiara, reina de Saria.
Ella vaciló un instante, como si no esperara aquella respuesta.
—Considérate... presa —pudo decir, algo desconcertada—. Celebraremos un juicio...
—No es necesario —cortó Marla; no pensaba someterse a la humillación de ser juzgada en público, de que otras personas deliberasen acerca de su vida y sus obras—. Soy culpable. Inicié una guerra, creé una prisión mágica, traicioné a mi ángel, invoqué a demonios, torturé y asesiné al rey de Saria, y fueron mis acólitos quienes provocaron la invasión de los demonios para sacarme del infierno. Puedo seguir, si eso no es suficiente —añadió, al ver que Kiara palidecía y que sus soldados se removían, inquietos.
—Eso tendrás que repetirlo ante un jurado —insistió su captora, sin embargo.
Marla inspiró hondo y dijo:
—No voy a volver a repetirlo. Si vas a matarme, hazlo ya. Si no, me retiraré a mis aposentos —concluyó con gesto regio.
Kiara no dijo nada. Marla sonrió y, con deliberada lentitud, les dio la espalda.
—No os atreváis a dar un solo paso —sonó la voz de uno de los caballeros, fría como el acero.
La sonrisa de Marla se acentuó al advertir también una nota de temor en su tono. Irguiendo la cabeza con orgullo, adelantó un pie.
Inmediatamente oyó silbar una flecha y la sintió clavarse en su espalda. Jadeó, sin aliento, tratando de no sucumbir al dolor.
—¡Marla! —oyó que decía Kiara. Pero ella sacó fuerzas de flaqueza y, tragando saliva, siguió caminando, majestuosa y altiva hasta el final.
Fue instantáneo. En cuanto dio un par de pasos más, una docena de flechas salieron disparadas de los arcos de los guerreros sarianos e impactaron, casi al mismo tiempo, en el cuerpo de la reina Marla, acribillándolo por completo y arrebatando la vida de su oscuro corazón.
Y así, la más joven soberana de Karish, la que había experimentado con magia negra y visitado el infierno, murió, antes de cumplir los diecinueve años, sobre las baldosas del patio de su palacio, a los pies de la reina Kiara y de la aristocracia de Saria, la nación que tanto había sufrido por su causa.
Kiara alzó la mirada para ver a los demonios surcando los cielos, arrastrados por la fuerza del infierno. Después volvió a contemplar el cuerpo sin vida de Marla, erizado de flechas sarianas.
—Se acabó —dijo solamente.
Sonrió, pero no sentía la menor alegría.
Zor se había asomado a uno de los balcones mientras buscaba a Marla, y la había visto salir del palacio y encontrarse con las tropas de Kiara. Fue testigo del final de la reina y la vio caer sobre las losas de piedra. Sintió un inconmensurable alivio, pero también tuvo un extraño pensamiento: lamentó que su madre no hubiera estado allí para verlo. Después, pensó que tal vez fuera mejor así. Quizá, se dijo, Ahriel nunca había dejado de sentir un cierto cariño hacia Marla, a quien había cuidado y protegido desde su nacimiento. Se preguntó si alguna vez tendría ocasión de interrogarla al respecto.
Ahriel esperó hasta el último momento. Aguardó hasta que el último de los diablillos fue reabsorbido de nuevo a su dimensión y la puerta de Sin-Kaist se hubo cerrado del todo. Incluso después de que las heridas en el tejido interdimensional hubiesen sido completamente reparadas, y nada en el aire delatase la existencia de una abertura entre ambos mundos, Ahriel siguió esperando, encaramada a las ruinas de la torre.
Cuando por fin se convenció de que era inevitable, de que Ubanaziel no iba a volver, cerró los ojos, y un par de lágrimas surcaron sus mejillas. Entonces se puso en pie y dedicó un saludo póstumo al Guerrero de Ébano, el mejor luchador de Aleian, un Consejero sabio y leal, y uno de los ángeles más nobles e íntegros que había tenido ocasión de conocer.
—Nunca te olvidaré, Ubanaziel —le prometió—. Y, aunque mi vida no vaya a durar mucho más, me aseguraré de que todos en Aleian sepan lo que has hecho por ellos, y por el mundo entero. Honraré tu memoria, viejo amigo, y me encargaré de que los ángeles la honren también.
Pero antes de enfrentarse de nuevo a Lekaiel y al Consejo tenía algo que hacer. Debía regresar a Karish y comprobar si Ubanaziel le había dicho la verdad con respecto a su hijo. Si le había mentido, entonces lo había abandonado a su suerte en el infierno para nada. Y si no... bueno, Ahriel no se atrevía a imaginar siquiera esa posibilidad. Sería demasiado hermoso como para ser cierto.
Recordó entonces que en Karish estaba también Marla, y se sintió inquieta. Si su hijo seguía vivo, debía asegurarse de que ella no le hacía ningún daño.
Ahriel desplegó las alas y, cuando la noche ya se abatía sobre un mundo herido y cansado, alzó el vuelo de nuevo.
Zor vio desde la ventana que aquellos temibles guerreros que habían acabado con la reina Marla entraban en el palacio para inspeccionarlo, y le entró el pánico. Corrió de vuelta a la torre para reunirse con Mac y con Cosa, y cuando vio la puerta colgando sobre uno de sus goznes se arrepintió de haberla roto, porque ahora no podría cerrarla tras él.
—Ah, ya has vuelto —murmuró Mac cuando lo vio llegar—. Tengo buenas noticias, chaval: el mundo está salvado. Ubanaziel debe de haber acabado con Furlaag, porque Cosa y yo hemos visto desde aquí a un montón de demonios que... oye, ¿qué pasa? ¿Por qué estás tan nervioso?
—Marla ha muerto —anunció Zor.
Mac no pudo reprimir una convulsiva salva de carcajadas histéricas.
—Por fin los dioses hacen las cosas como deben —comentó cuando logró controlarse—. Ya era hora. Enhorabuena, Zor —añadió, dedicándole una torcida sonrisa.
—No he sido yo —replicó el chico abruptamente—. Han venido unos guerreros al palacio y la han matado, y ahora vienen hacia aquí. Los dirige una mujer; Marla la conocía, porque la ha llamado por su nombre, aunque no he llegado a oírlo bien.
El Loco Mac torció el gesto.
—El hecho de que Marla tenga tantos enemigos no me extraña lo más mínimo —murmuró—. Pero que esos tipos sean enemigos de Marla no implica necesariamente que sean amigos nuestros. Ayúdame a levantarme, chaval. Buscaremos un lugar donde escondernos de ellos hasta que regrese Ubanaziel y ponga las cosas en su sitio. Aquí estamos demasiado descubiertos.
Zor asintió, aliviado. El imponente porte del ángel le inspiraba confianza. Si Mac tenía razón, y las puertas del infierno se estaban cerrando, aquello sólo podía significar que Ubanaziel había salido airoso de su enfrentamiento con Furlaag. Pronto regresaría a buscarlos, y todo se arreglaría.
Cargó con Mac y, seguido de Cosa, descendió por la escalera de caracol en busca de un lugar seguro.
Había muchas cosas que no estaban claras. Los ejércitos de Saria habían encontrado Karish sumido en el caos más absoluto. Los demonios lo habían destrozado prácticamente todo, igual que habían hecho con los demás reinos humanos. Pero la capital era otra cosa. Las hordas del infierno no la habían tocado y, pese a ello, sus aterrorizados habitantes apenas habían opuesto resistencia a las fuerzas sarianas, que no habían tardado en ocupar la ciudad. Tras indagar un poco, Kiara se había enterado de que, en efecto, los demonios no habían traspasado las murallas en ningún momento. Los karishanos lo atribuían a la acción de Marla, que había regresado en el último momento para protegerlos con su inmenso poder.
Se preguntó qué estaba pasando exactamente. La última vez que había visto a Marla, recién rescatada del infierno, estaba en unas condiciones penosas y parecía depender por completo de Ahriel y de aquel otro ángel, Ubanaziel. La había sorprendido encontrársela, sola y aparentemente indefensa, en el patio del castillo. Y lamentaba que los acontecimientos se hubiesen precipitado, ya que, si bien el mundo sería un lugar más seguro ahora que Marla había muerto, también le habría gustado interrogarla para averiguar qué estaba sucediendo. Ni a las tropas sarianas ni a los habitantes de Karish les había pasado desapercibido el hecho de que los demonios parecían estar batiéndose en una involuntaria retirada.
Dirigió una mirada pensativa a la fachada del palacio. Quizá Ahriel estuviese en su interior. En tal caso, ella podría explicarle más detalles.
—Los karishanos dicen que a Marla la acompañaba un misterioso mago de túnica negra —le susurró Kendal—. Ten cuidado, Kiara. Puede que todavía nos aguarden muchos peligros ahí dentro.
Ella asintió, pero no respondió.
A la cabeza de un nutrido grupo de guerreros sarianos, Kiara entró en el palacio para explorarlo a fondo. Lo hallaron silencioso y desierto, y esto, lejos de tranquilizarlos, los inquietó todavía más.
Kiara se dirigió rápidamente al ala donde supuso que estarían los aposentos de Marla. Esperaba descubrir en ellos alguna pista, pero lo único que encontró fue el cadáver de un joven y atractivo hechicero tendido sobre el lecho real, con un tosco puñal de hueso clavado en el corazón.
—Esto sí que es raro —murmuró la muchacha, alzando las cejas, desconcertada.
—Todo lo que tiene que ver con Marla es raro —gruñó Kendal—. A mí no me sorprende que esa bruja se las arreglara para matar a su aliado a traición.
Kiara tampoco respondió esta vez, pero acarició la empuñadura del puñal con la yema del dedo.
—Me pregunto... —empezó, pero no finalizó la frase.
—¡Mi reina! —la llamó uno de sus caballeros desde la puerta de la alcoba—. Hemos hallado al rey Bargod encerrado en las mazmorras.
Kiara se sintió horrorizada. Había tenido ocasión de entrevistarse con el tío de Marla poco después de que ésta fuera arrojada al infierno, y le había parecido un buen hombre, aunque estaba muy delicado de salud.
—¡Sacadlo de allí de inmediato! —ordenó.
—Ya lo hemos hecho, señora. Se encuentra débil y muy aturdido, así que de momento no va a sernos de mucha ayuda.
—Hay que conducirlo a sus aposentos y cuidar de él, darle de comer, curarlo si está herido...
—Yo me encargo —le prometió Kendal—. Estoy convencido de que el servicio de este palacio no puede haber huido muy lejos. Al menos, no cuando una horda de demonios ha estado dos días sitiando la ciudad.
Kiara asintió.
Siguió explorando el palacio, flanqueada por sus hombres, hasta que toparon con algo que los puso en guardia: por una de las escaleras de servicio descendía trotando la criatura más repulsiva que habían visto jamás. Tenía un aspecto vagamente humano, pero sus largos miembros deformes le daban un *aire simiesco, y bajo la revuelta mata de pelo gris asomaba una horrible cabezota llena de bultos cuyos componentes —nariz, ojos, boca, orejas...— no parecían estar colocados correctamente, lo cual le daba una apariencia espantosa y grotesca. Los hombres de armas se quedaron un instante mirándola, horrorizados, y ella se detuvo y los observó, cautelosa, consciente de que la habían descubierto.
Sólo Kiara comprendió qué era lo que estaban contemplando. Cuando el ser dio media vuelta y trató de huir escaleras arriba, la reina de Saria gritó:
—¡Detenedla! ¡Es un engendro!
Durante su breve estancia en Gorlian había tenido la oportunidad de ver a un par de aquellas criaturas, de las que había logrado escapar gracias a la pericia y la experiencia de Ahriel, y era capaz de reconocer a una cuando la veía. Ignoraba cómo había logrado escapar aquel ser de la pequeña bola de cristal que Marla había ocultado con tanto celo, pero, después de todo, aquél era su palacio: quizá tuviera varios engendros como mascotas. Lo que sí sabía Kiara, porque Ahriel se lo había dejado muy claro, era que todos los engendros eran malignos, peligrosos y muy agresivos.
Los guerreros sarianos, por el contrario, no habían oído hablar nunca de los engendros. Pero no necesitaron que les repitieran la orden una segunda vez. Varios de ellos se precipitaron hacia la criatura, pero pronto descubrieron que era ágil y rápida, y les sería imposible alcanzarla; de modo que uno de ellos cargó una honda y arrojó el proyectil contra ella.
La bala impactó dolorosamente en la pierna derecha de la fugitiva, que lanzó un grito, tropezó con sus propios pies y cayó sobre los escalones, como un fardo desmadejado.
Pero, cuando los guerreros estaban a punto de arrojarse sobre ella para rematarla, una sombra veloz descendió volando desde lo alto de la escalera y se interpuso entre ellos y su presa. Los hombres de armas contemplaron, perplejos, a un extraño y desaliñado muchacho, vestido como un salvaje, que protegía con su propio cuerpo al repulsivo engendro. Pero lo más sorprendente de todo era que a la espalda del chico se apreciaban claramente dos grandes alas de plumas de un tono blanco sucio y desvaído. No podían ser un simple adorno, constataron los sarianos, perplejos, porque el muchacho las batía suavemente, en parte para mantener en equilibrio, en parte para expresar su ira y su indignación.