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Authors: Laura Gallego García

Alas negras (37 page)

Fintó de nuevo para esquivar la espada del demonio y atacó desde abajo. Furlaag rugió y paró su embestida mientras trataba de atrapar al ángel con la cola. Ubanaziel se zafó y, batiendo las alas para impulsarse otra vez hacia él, encadenó una serie de movimientos destinados a desconcertar a su rival. Sin embargo, y a diferencia de otros demonios, Furlaag era muy hábil con la espada. Sorprendentemente hábil, se dijo Ubanaziel, impresionado. Se preguntó dónde habría aprendido a pelear con una técnica tan depurada. No parecía probable que hubiese muchos maestros de esgrima en el infierno.

Se echó hacia atrás, pero se trabó con la cola de Furlaag y a punto estuvo de perder el equilibrio. Trató de desembarazarse de su enemigo y el impulso lo arrojó hacia atrás. Dio un par de vueltas de campana en el aire, pero cuando recobró la estabilidad adoptó una postura defensiva de inmediato. Y aquello le salvó la vida, pues Furlaag ya se abalanzaba sobre él. Las espadas de ambos chocaron una vez más, y Ubanaziel descargó un rápido mandoble buscando una zona desprotegida de su adversario. A punto estuvo de alcanzar la escamosa piel de Furlaag, que se echó a un lado con un rugido de ira y contraatacó, con tanta fuerza que desvió la espada del ángel y se la arrebató de las manos.

Ubanaziel no tuvo tiempo de ver cómo su espada se precipitaba sobre los tejados de la ciudad. Reculó para evitar el ataque de Furlaag y casi enseguida sintió que algo se enroscaba en torno a su tobillo y tiraba de él hacia abajo. El ángel reprimió un grito al comprender que la cola del demonio lo había atrapado y que no podría detener el siguiente golpe...

Pero entonces algo se interpuso entre ambos, raudo como el viento, y otro acero interceptó el de Furlaag. Saltaron chispas.

—¡Tú! —bramó el demonio, disgustado.

—Yo —respondió ella, con una torva sonrisa.

Era Ahriel. Absorto en la pelea, Ubanaziel no se había percatado de su presencia, y tampoco la había visto nunca así. Blandía dos espadas, una en cada mano. Sombría, terrible, vibrante de odio y de ira, había algo en ella que la hacía parecerse un poco a los demonios contra los que combatía. Con un certero movimiento, Ahriel cortó el extremo de la cola de Furlaag, liberando a Ubanaziel, y un rugido de dolor brotó de la garganta de la criatura. Casi sin dilación, ella arrojó una de las armas a las manos del Consejero, y éste descubrió que era su propia espada, que Ahriel había recogido en el aire antes de que cayera al suelo. Ubanaziel la esgrimió, dispuesto a seguir luchando, mientras su compañera se erguía a su lado.

—Ah, sí —sonrió Furlaag, haciendo restallar en el aire su cola mutilada—. Leo el odio y la desesperación en tu mirada, Ahriel. ¿Qué clase de ángel eres tú?

—Uno que ya no tiene nada que perder —respondió ella con voz neutra.

Los dos ángeles lanzaron su ataque al mismo tiempo, y Furlaag se las arregló para rechazarlos a ambos, pero se vio obligado a recular.

—¿Y es así como combatís en Aleian? —gruñó—. ¿Dos contra uno?

Ella esquivó el contraataque del demonio e interpuso su espada entre ambos.

—No —respondió—. Así es como peleamos en Gorlian.

Con una carcajada desdeñosa, Furlaag batió las alas y se elevó por encima de los ángeles.

—¿Queréis atacarme los dos a la vez? —les gritó—. ¡Acepto el desafío! ¡Tratad de derrotarme, si podéis!

Ahriel parecía dispuesta a responder a la bravuconada, pero Ubanaziel la detuvo.

—Espera. Déjame a mí.

Ella lo miró sin comprender.

—¡No es momento para galanterías! —le reprochó—. ¡Esto es la guerra, no un combate de cortesía! ¡Están ganando, y si tenemos que atacarlo cinco ángeles a la vez para derrotarlo, lo haremos, por todos los engendros de la Ciénaga!

—¡No se trata de eso! No tengo tiempo para darte explicaciones, Ahriel, pero debo ser yo quien lo mate. ¿Acaso no lo has notado?

Y Ubanaziel le cogió la mano libre y la obligó a apoyarla en el pomo de su propia espada. Los dos permanecieron así un momento, con las manos entrelazadas, hasta que ella abrió mucho los ojos y se estremeció, casi imperceptiblemente. El Consejero asintió. Ahriel soltó la espada y se apartó un poco, perpleja.

—¿Por qué...? —empezó, pero Ubanaziel la cortó:

—Es largo de explicar, pero así debe hacerse. Confía en mí.

Ahriel sacudió la cabeza, pero dejó que su compañero se elevara hasta Furlaag sin intentar retenerlo.

—¿Qué pasa? —se burló el demonio—. ¿No quieres que le raje las tripas a la dama, o es que eres demasiado honorable como para permitir que me ataquéis los dos al mismo tiempo?

—Mis motivos no te incumben, Furlaag —masculló el ángel—. Te he desafiado; limítate a responder al desafío, si te atreves.

Y Ahriel se quedó mirando, desconcertada, cómo ambos volvían a enzarzarse en una encarnizada lucha, preguntándose por qué había percibido aquella huella de magia negra en la espada de Ubanaziel y cómo se las había arreglado él para impregnar su arma de aquella energía oscura y repulsiva.

—¿Éste era tu maravilloso plan? —masculló Zor, irritado—. ¿Encerrarnos con ese lunático por si se quemaba él sólito con su magia? '

—¿Acaso tenías una idea mejor? —replicó Mac, picado.

Habían retrocedido hasta estar pegados a la puerta. Shalorak se acercaba a ellos desde el otro extremo del salón. Sus ojos estaban repletos de ira y sus manos relucían con un leve resplandor sobrenatural.

Desesperado, Mac empezó a tejer un escudo defensivo, pero Shalorak lo desbarató con un solo gesto de su manos.

—¿Cómo puede ser tan condenadamente bueno? —se desesperó Mac, con una serie de risitas desquiciadas.

Zor cerró los ojos, seguro ya de que había llegado su hora.

Pero entonces Cosa se plantó ante ellos y se irguió cuanto pudo, abriendo los brazos para protegerlos. Clavó su acuosa mirada en Shalorak y le suplicó:

—¡Nnnnnu, rrmmmanu!

El hechicero se detuvo un momento y la observó con un evidente gesto de disgusto y de horror.

—Cómo... te atreves —escupió.

—¡Nnnnu dddannniu! —imploró ella.

—Apártate de ahí, Cosa —dijo Mac, conmovido—. Shalorak, deja que los chicos se vayan, ¿de acuerdo? Ella es una pobre infeliz que nunca ha hecho daño a nadie, y el muchacho...

—Cierra la boca, viejo —cortó el mago; seguía sin apartar la mirada de Cosa, y su rostro era una máscara de odio y de repulsión—. Esta criatura será la primera en morir.

Alzó la mano sobre Cosa, que lo contemplaba con muda fascinación. Su fragilidad y su inocencia eran tan evidentes, a pesar de su fealdad, que Zor se preguntó qué clase de desalmado sería capaz de asesinar a sangre fría a un ser que suplicaba con tanta humildad por la vida de sus amigos.

Los ojos de Cosa se llenaron de lágrimas cuando la mortífera magia de Shalorak se reflejó en ellos.

—Nnnnu dddaniiiu mmmigggus... rmmmannu... —susurró ella, y probablemente aquéllas serían las últimas palabras que pronunciaría.

La espada de Ubanaziel realizó un quiebro en el aire, buscando el cuerpo de Furlaag; el demonio vio venir el golpe y trató de esquivarlo, pero no pudo evitar que el filo se clavase dolorosamente en su muslo izquierdo, desgarrando su piel escamosa. Con un gruñido de dolor, Furlaag batió las alas, enfurecido, para alejarse un poco de su enemigo. Lo observó desde la distancia, con los ojos entornados.

—¿Qué le has hecho a tu espada, ángel traicionero? —le echó en cara.

Ubanaziel no contestó. Enarboló su arma y lo esperó, suspendido en el aire, como un dios vengador.

—¿No respondes? —gritó Furlaag, irritado—. ¿Qué clase de ángel eres, que recurres a un poder que los tuyos aborrecieron mucho tiempo atrás y que prohiben usar a los humanos? ¿Saben acaso tus amigos que juegas con magia negra, Guerrero de Ébano? ¿Con la magia prohibida que los de mi estirpe enseñan a los mortales?

Le dedicó una carcajada burlona, pero Ubanaziel siguió sin decir una palabra. Un poco más allá, Ahriel se estremeció sin poderlo evitar. Ella misma le había dicho al Consejero que había que ganar la guerra a toda costa, pero jamás se le habría ocurrido utilizar magia negra para ello. ¿En qué estaba pensando Ubanaziel? Peor aún... ¿cómo había conseguido embrujar su espada de aquella forma? ¿Era, acaso, como aquellos repugnantes sectarios de Marla?

Vio cómo el ángel arremetía contra Furlaag. El demonio, sin embargo, se puso fuera de su alcance con un solo movimiento de sus inmensas alas.

—¿Crees que no sé lo que tratas de hacer? —se burló—. Pues es inútil, patética criatura con plumas. Si crees que así salvarás a tu pequeña ciudad y al miserable mundo que protegéis... estás muy equivocado.

—Ya lo veremos —masculló Ubanaziel.

Lo atacó con nuevas energías, y Furlaag respondió. Sin embargo, Ahriel habría jurado que lo había visto vacilar.

La magia de Shalorak rebotó contra un escudo invisible y después se dispersó. El hechicero lanzó una mirada irritada al Loco Mac y alzó la mano de nuevo, dispuesto, esta vez, a acabar con la vida de aquel viejo molesto.

Sin embargo, en los ojos de Mac ya no había miedo. Se había alzado, enderezando los hombros, con una chispa de malicia en la mirada y una sonrisa de comprensión y de triunfo.

—Cómo no lo habré visto antes —dijo—. Cómo he podido ser tan ingenuo...

Se rió como un auténtico demente, y por un momento Zor temió que hubiese perdido la razón de verdad.

Shalorak atacó de nuevo, pero en esta ocasión la magia defensiva de Mac era lo bastante fuerte como para rechazar su hechizo con tanta violencia que lo hizo retroceder un par de pasos. Zor tuvo la satisfacción de ver cómo el mago sacudía la cabeza, perplejo, y, aunque no entendía qué estaba pasando, pensó que quizá aún tendrían una última oportunidad. Sujetó su daga con fuerza, preparado para utilizarla en cuanto hubiera ocasión.

—Vaya, vaya, pimpollo —dijo Mac, avanzando hacia Shalorak con una torcida sonrisa—. Quién lo hubiera dicho... un muchacho como tú, tan joven, tan apuesto... tan hábil para la magia. ¿Cómo no ibas a serlo, si te han adiestrado para ello desde que naciste... o debería decir... desde que fuiste creado?

Zor detectó una sombra de auténtico pánico cruzando el rostro de Shalorak. Pero desapareció tan rápidamente que llegó a pensar que lo había imaginado. El hechicero se irguió y clavó en Mac una mirada llena de odio y desprecio.

—No sabes lo que dices, viejo loco. Deja ya de oponer resistencia: tú y tus amigos estáis condenados.

Pero Mac seguía sonriendo.

—Amigos... esa fue la palabra que me abrió los ojos... Pero había múltiples indicios, ¿verdad? Lo que encontramos en el laboratorio de Fentark... los manuales de magia en aquel pequeño cuarto... el hecho de que te creas el sucesor del gran maestro, tan superior a todos los demás... y tan desesperado por que no se sepa quién eres de verdad...

Furioso, Shalorak alzó las manos de nuevo y arrojó su magia contra Mac. Sin embargo, ésta volvió a deshacerse frente al hechizo defensivo de su oponente. Shalorak, inquieto, retrocedió un par de pasos. Respiraba con dificultad y empezaba a sudar; parecía claro que sus fuerzas comenzaban a agotarse, o quizá sus emociones estaban traicionando la calma y la concentración que necesitaba para usar su magia.

—¿Te he puesto nervioso, pimpollo? —se burló Mac—. Debo confesar que he sido injusto contigo: te he acusado de haber traicionado a tu maestro, pero estaba muy equivocado. Le tenías mucho aprecio a Fentark, ¿verdad? Él era como un padre para ti...

—Cierra la boca, viejo necio... —masculló el hechicero.

—Sí, tú lo has dicho: qué necio he sido al no darme cuenta. La pequeña Cosa lo adivinó antes que ninguno de nosotros y, si hubiésemos sabido escucharla, habríamos entendido muchas cosas... como, por ejemplo, el hecho de que nunca te ha llamado por tu nombre. Ni tampoco «Amo», que es la palabra que usa para referirse a los hechiceros de tu secta. No; para ella siempre has sido un «hermano»... porque eres como ella... Porque Cosa sólo llama «hermanos» a los demás engendros...

Volvió a reírse de nuevo, con aquella risa histérica y convulsiva tan propia de él. «¿De qué está hablando?», pensó Zor, aturdido. «¿Insinúa que Shalorak es un engendro?»

—¡Cállate! —aulló el mago, desesperado, y una fuerza invisible brotó de su cuerpo, empujando violentamente a sus enemigos hacia atrás y estrellándolos contra la pared. Mac ahogó un grito cuando se le quebró una costilla, y Zor gimió al sentir sus alas aplastadas sin piedad. Los tres cayeron al suelo en un confuso montón, y Mac trató de ponerse en pie, con una mueca de dolor.

—¿Era esto lo que perseguía Fentark? —murmuró, con la mirada clavada en Shalorak, que jadeaba, agotado, con el cabello húmedo y revuelto—. ¿Eras tú lo que esperaba conseguir cuando moldeaba aquellas masas sanguinolentas en la mesa de su laboratorio? ¿Un ser intrínsecamente mágico? ¿Una criatura que no necesitase invocar a los demonios para obtener su poder?

Shalorak apretó los dientes y alzó la cabeza con orgullo.

—Un ser con un poder superior al de cualquier humano —respondió—. Una nueva raza de hombres perfectos que no dependiese de la guía de los ángeles ni de la magia de los demonios. Una estirpe poderosa y libre.

—... Y, aun así —murmuró Mac, contemplando a Cosa, que temblaba junto a él—, odias reconocer que los orígenes de esa supuesta raza superior están en criaturas imperfectas como ella.

Shalorak sonrió.

—Todo requiere un precio. Mi maestro lo sabía, porque era un hombre inteligente. Pero hay tantos necios que no comprenderán jamás la grandeza de su obra... tantos estúpidos capaces sólo de ver el horror de sus experimentos fallidos —miró a Cosa con desprecio—, sin valorar los resultados finales...

—Así que necios, ¿eh? —se oyó una voz detrás del mago—. ¿Me consideras una necia a mí también, Shalorak?

El joven palideció mortalmente y se dio la vuelta. Tras él, atravesando el salón con pasos tranquilos y decididos, estaba la reina Marla.

Zor no desaprovechó la oportunidad. Aún no entendía del todo lo que estaba pasando, pero sospechaba que, si no hacía algo inmediatamente, ninguno de ellos sobreviviría. De modo que, con un grito de guerra, alzó la daga de hueso y corrió hacia Shalorak, dispuesto a clavarla en su corazón.

El mago, turbado, lo vio venir, pero no tuvo tiempo de apartarse. Levantó las manos instintivamente para defenderse, y eso le salvó la vida, porque su brazo detuvo el de Zor a escasos centímetros de su pecho. Los dos cayeron al suelo y forcejearon un momento, en una confusa maraña de plumas y ropajes negros. Por fin, la magia de Shalorak rechazó al chico y lo arrojó lejos de sí. El puñal salió despedido de la mano de Zor y se deslizó por el suelo hasta detenerse a los pies de la reina Marla, que lo observó sin interés.

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