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Authors: Laura Gallego García

Alas negras (36 page)

Zor se rascó la cabeza.

—Pues no entiendo a dónde quieres llegar.

—Ese jovenzuelo tiene talento, no lo niego, y probablemente eso lo lleva a creerse mejor que los demás. Pero ha cometido un grave error: se ha enamorado hasta las trancas. Y, muy en el fondo, tiene miedo de que ella no le corresponda. Se siente superior a todo el mundo, pero inferior a su amada, ¿lo entiendes?

—Ahora sí: no está bien de la cabeza.

—No, no es eso, chaval... bueno, un poco sí, pero me refiero a otra cosa: Shalorak tiene algo que ocultar, un oscuro pasado, un secreto inconfesable que lo hará perder puntos frente a la única persona que le importa, si ella llegara a enterarse. Y es ese secreto el que lo hace creerse indigno de ella. Eso es lo que lo reconcome por dentro y lo lleva a mostrarse tan sumiso con ella; intenta serlo todo para Marla, ganarse su corazón de mil maneras, demostrarle que, pese a eso, puede aspirar a su amor. O demostrárselo a sí mismo, quizá.

»Y apostaría un buen estofado a que ese secreto tiene que ver con Fentark. O, más bien, con su desaparición. Sospecho que Shalorak sí pudo elegir, y dejó a su maestro pudriéndose en el infierno. O quizá la caída de la Hermandad la propició él para hacerse con el poder, quién sabe. Y probablemente no le importe que lo sepa el resto del mundo, porque se siente por encima de juicios y consideraciones humanos, pero sí le importa, y mucho, lo que Marla piense de él. Después de todo, ambos le debían mucho a Fentark. Más de una vez le oí decir a Marla que su maestro Fentark era casi como un padre para él.

—Bueno... visto así... vale, parece claro que algo oculta, pero... ¿de qué nos sirve eso ahora?

—Conoce a tu enemigo —sentenció Mac, muy serio—. Cualquier detalle que sepas acerca de él puede serte útil. Y date cuenta de que mi «farol» de antes nos ha salvado el cuello.

—Y también ha conseguido cabrear más a Shalorak —murmuró Zor.

Mac lanzó una carcajada histérica.

—Un enemigo cabreado es un enemigo propenso a cometer errores, chaval. Recuérdalo.

Se levantó y se sacudió su mugrienta indumentaria de piel de engendro. Por primera vez, Zor fue consciente del aspecto astroso que ambos presentaban, y que tanto contrastaba con la limpia y radiante belleza de aquel lugar, de las ropas de la gente del exterior.

—Andando, chaval —ordenó Mac, devolviéndolo a la realidad—. Tenemos mucho que hacer. Tengo un plan, y espero que funcione.

—¿De qué se trata?

—Por la forma en que Shalorak miraba a Cosa, deduzco que no está muy habituado a tratar con engendros —respondió el Loco Mac, con una sonrisa torcida—. Así que sospecho que nunca habrá utilizado el conjuro de red invisible. No lo reconocerá cuando se tope con él, y eso nos da una oportunidad.

Zor no preguntó nada, pero adoptó una expresión dubitativa. Mac se enfadó.

—¿Qué pasa, acaso tienes una idea mejor para acabar con Shalorak?

Zor no la tenía. Sin embargo, sintió que Cosa le tiraba de la ropa para llamar su atención.

—... rmmmannnu —dijo ella.

El chico le sonrió.

—Sí, Cosa, yo también te aprecio —respondió, pero ella negó con la cabeza.

—... rmmmannnu —insistió.

Zor arqueó una ceja, intrigado, pero Mac tiró de él, sacándolo de la habitación a trompicones y riendo como un loco.

—¡Andando, andando, no hay tiempo que perder!

Cuando Ubanaziel divisó a lo lejos las blancas cúpulas de Aleian, también vio una nube de oscuras alas, como cuervos de mal agüero, sobrevolando la ciudad. Sintió que su corazón dejaba de latir un breve instante. «No puede ser», pensó. «¿Tan lejos han llegado?». Se preciaba de ser un gran conocedor de la historia del mundo demoníaco, pero no recordaba que se hubiese dado jamás una situación tan grave como la que estaba presenciando.

Al acercarse un poco más, sus peores temores se hicieron realidad: las huestes infernales atacaban la Ciudad de las Nubes, y un reducido grupo de ángeles valientes, lo que quedaba del orgulloso ejército de Aleian, trataba de hacerles frente como podía.

Ubanaziel batió las alas con más fuerza. Esquivó a un par de diablillos con ganas de gresca que le salieron al encuentro, porque no podía permitirse el lujo de entretenerse con ellos. Debía encontrar a Furlaag cuanto antes y derrotarlo. Era la única posibilidad de salvación que le quedaba a Aleian... y al resto del mundo.

Desenvainó la espada cuando llegó a los alrededores de la ciudad. Por el camino, descargó varios mandobles que segaron alas y cabezas de demonios que le salieron al paso, tratando de detenerlo. Algunos ángeles resistentes alzaron la cabeza al ver caer tantos demonios del cielo, y reconocieron la imponente figura de Ubanaziel cuando sus alas taparon el sol durante un momento. Muchos se quedaron boquiabiertos, pues la noticia de su muerte ya había llegado a todos los rincones de Aleian, pero otros reaccionaron y lo vitorearon, celebrando su llegada, especialmente los guerreros de la decimocuarta escuadra, la que él comandaba. Y algunos demonios se estremecieron de miedo al verlo, sin saber exactamente por qué.

Ubanaziel, en cambio, no se sentía feliz de haber regresado. Por todas partes, manchando de sangre las blancas avenidas de Aleian, yacían cadáveres de ángeles y demonios, con las alas torcidas y los cuerpos rotos. La ciudad, en general, seguía más o menos intacta, pero constantemente caían más y más cuerpos sobre ella, como gotas de una lluvia macabra.

El Guerrero de Ébano movió la cabeza, apenado, y decidió que era hora de poner fin a todo aquello. Batió las alas para elevarse un poco más y voló hasta la más alta aguja de la más alta torre del palacio más alto de Aleian. Se posó delicadamente sobre la atalaya y gritó, con toda la potencia de sus pulmones:

—¡Furlaag! ¡Furlaag el Cruel, Azote del Infierno, Corruptor de Humanos, Señor de los Condenados! ¡Ubanaziel, el Guerrero de Ébano, Consejero Angélico, general de la decimocuarta escuadra, te desafía!

Su voz rebotó en todos los muros de la ciudad y se elevó hasta el cielo, hasta más allá de la dura batalla que se librara sobre las cúpulas de Aleian. Y, pese al fragor de la lucha, todos, ángeles y demonios, la escucharon con claridad. Ubanaziel tomó aliento y demandó de nuevo: —¡Furlaag! ¡Sal de dondequiera que estés y atrévete a aceptar mi desafío! ¡Yo, Ubanaziel, te estoy esperando!

Ahriel era vagamente consciente de la batalla que se desarrollaba sobre la ciudad. Se había sentado en un rincón, con los ojos cerrados, en un cómodo estado de semiinconsciencia, ausente de lo que sucedía a su alrededor. Probablemente no habría escuchado el llamamiento de Ubanaziel, de no ser porque, momentos antes de que éste se produjera, un enorme demonio se precipitó desde las alturas, abatido por uno de los guerreros angélicos, y cayó pesadamente sobre el edificio en el que ella se encontraba. El tejado cedió bajo su peso, y el cuerpo de la criatura aterrizó, en medio de una nube de escombros, en el interior de la celda de Ahriel, destrozándolo todo a su paso. Ella volvió a la realidad, sobresaltada, y se quedó mirando el rostro sin vida del demonio, congelado para siempre en un horrible rictus de odio. Ahriel tardó unos instantes en comprender lo que estaba sucediendo. Alzó la mirada hacia el boquete que el cadáver del demonio había abierto en el techo y, en el pedazo de cielo que se veía a través de él, alcanzó a distinguir una nube de oscuras figuras aladas enzarzadas en una lucha sin cuartel.

Y fue entonces cuando le llegaron los ecos de la llamada de Ubanaziel:

—¡Furlaag! ¡Furlaag el Cruel, Azote del Infierno, Corruptor de Humanos, Señor de los Condenados! ¡Ubanaziel, el Guerrero de Ébano, Consejero Angélico, general de la decimocuarta escuadra, te desafía!

Ahriel parpadeó, desconcertada. ¿Estaría soñando? Había abandonado a Ubanaziel en las entrañas de la Fortaleza, a menos de diez pasos de una puerta infernal a punto de estallar, y con el mismo Furlaag a quien ahora reclamaba dispuesto a abalanzarse sobre él con toda su hueste pisándole los talones. Era imposible que su compañero hubiese sobrevivido a aquello y, sin embargo...

—¡Furlaag! —se oyó de nuevo aquella voz—. ¡Sal de dondequiera que estés y atrévete a aceptar mi desafío! ¡Yo, Ubanaziel, te estoy esperando!

«Ubanaziel está vivo», se dijo ella, de pronto. «Está vivo, y sigue luchando.»

Ignoraba si aquello quería decir que todavía les quedaba alguna remota oportunidad de sobrevivir al fin del mundo; pero, si el Guerrero de Ébano estaba dispuesto a morir luchando, ella no iba a abandonarlo a su suerte otra vez.

Se puso en pie, decidida. Se aseguró de que su espada seguía bien ceñida a su costado, desplegó las alas y, batiéndolas con fuerza, se elevó hacia el cielo por la brecha abierta en el techo de su celda, para reunirse con Ubanaziel y luchar por su gente y por la libertad de su mundo.

XII
Confesión

Más alterado de lo que estaba dispuesto a reconocer, Shalorak recorrió el palacio en busca de los intrusos. No podían haber ido muy lejos, se dijo. El conjuro de oscuridad habría requerido toda la concentración y la fuerza del viejo, así que dudaba que hubiese realizado algún otro al mismo tiempo. No; aquellos tres andrajosos se habían visto obligados a escapar a pie. Uno de ellos tenía alas, eso era cierto, pero era un muchacho bastante enclenque, como todo lo que salía de Gorlian, y Shalorak no creía que pudiese cargar él solo con sus dos compañeros. Y, aun en el caso de que el chico hubiese decidido huir y dejarlos atrás, no lo preocupaba seriamente. A quien tenía que detener, cuanto antes, era al viejo. Marla tenía razón: a pesar de su aspecto y de los años transcurridos, aquél había sido el maestro Karmac, un poderoso hechicero.

Detectó un movimiento al final del pasillo y decidió acercarse a investigar. Avanzó con precaución, con todos los sentidos alerta y con la mente presta para reaccionar en caso de necesidad.

El corredor terminaba en una amplia sala de baile. Shalorak llegó a ver a aquel engendro repulsivo trotando torpemente por el salón, hacia la otra puerta. No había ni rastro de sus compañeros, y el mago sospechó que podría tratarse de una trampa.

Y, justo cuando alzaba la cabeza para mirar en todas direcciones, algo oscuro y sutil, invisible como la brisa, frenó en seco su avance, clavándolo al suelo. Shalorak trató de moverse, pero estaba atrapado, como un pez enredado en la malla de un pescador. Alzó la cabeza para ver al Loco Mac entrando en el salón, muy satisfecho de sí mismo.

—Será mejor que no intentes nada raro, pimpollo —le dijo—, porque tu magia se volverá contra ti en menos que canta un gallo. Te he atrapado en un conjuro...

—... de red invisible, también llamado Telaraña Oscura —completó Shalorak; alzó apenas la mano y con sólo desearlo, el conjuro se deshizo y él quedó libre otra vez. Sonrió al ver el gesto de desconcierto de su oponente—. Vamos, viejo, ¿por quién me tomas? He pasado toda mi vida en la Fortaleza. ¿Pensabas que no he tenido ocasión de utilizarlo nunca? ¿Qué creías, que nos habíamos vuelto demasiado sofisticados como para utilizar los viejos trucos contra los engendros que se escapan? ¿Creías, acaso, que podías capturarme con este conjuro, como a un engendro cualquiera? —concluyó, irritado.

Clavó la mirada en Cosa, que había vuelto a entrar en el salón, seguida de Zor; los dos lo contemplaban con los ojos muy abiertos, sin terminar de entender lo que estaba sucediendo. Mac había palidecido.

—Habría... jurado que no te habías acercado a un engendro en tu vida —farfulló para sí mismo. Pero Shalorak lo oyó, y le dirigió una mirada llena de sospecha y rencor.

—¿Me estás tomando el pelo? —siseó—. No, ya veo que no. De acuerdo, pues. Se acabó el juego, viejo. Se acabaron las palabras engañosas y las amenazas huecas. Y para vosotros también se ha terminado todo lo demás.

Alzó los brazos y todas las puertas del salón se cerraron al mismo tiempo, con estrépito, sobresaltando a Mac y a sus compañeros. Zor y Cosa se abalanzaron hacia la salida más cercana y se colgaron del picaporte, sacudiéndolo con desesperación, pero no lograron que la puerta se moviera ni siquiera un poco. Estaban atrapados.

Mac dio un paso atrás, intimidado.

—Le diré a Marla que traicionaste a tu maestro...

Pero Shalorak le dedicó una fría sonrisa.

—Adelante —lo invitó—. Dile lo que quieras. Si es que puedes.

Ubanaziel contempló, sereno, cómo una mancha oscura se separaba de la bandada de seres alados para acudir a su encuentro. Lo aguardó, sin mover un solo músculo, y sólo cuando el recién llegado estuvo lo bastante cerca como para identificarlo como Furlaag, el ángel desenvainó la espada. Reprimió una mueca cuando la magia negra que Mac le había imbuido al arma serpenteó por su brazo, produciéndole un desagradable cosquilleo. Blandió la espada, respiró hondo y desplegó las alas.

Furlaag se detuvo a unos metros por encima de él. Sus enormes alas negras lo mantuvieron suspendido en el aire sin apenas esfuerzo. También él esgrimía una enorme espada.

—¿Qué es lo que quieres de mí, Ubanaziel? —gruñó—. ¿Acaso no tuviste bastante en el infierno?

El ángel alzó cuidadosamente la espada, sin perder de vista a su oponente.

—No —se limitó a responder. Y, con un poderoso golpe de alas, se elevó por encima de los tejados de Aleian hasta situarse a la altura del demonio.

Los dos se midieron con la mirada.

—¿Es cierto, entonces? —preguntó Furlaag, exhibiendo una peligrosa sonrisa llena de dientes—. ¿Me desafías?

—Eso he dicho.

La sonrisa del demonio se ensanchó, y sus ojos amarillos relucieron mientras arrugaba el entrecejo, saboreando la pelea de antemano.

—Acepto el reto. ,

Y, casi sin transición, batió las alas con fuerza y se arrojó sobre Ubanaziel. El ángel hizo un quiebro en el aire para esquivarlo y contraatacó a su vez. La espada del demonio detuvo su acero, y Ubanaziel se vio obligado a eludir la larga cola que Furlaag había lanzado contra él, como un poderoso látigo. El apéndice cortó el aire con un silbido, restallando muy cerca del oído del ángel, que retrocedió un poco más, tratando de recordar su experiencia en la guerra contra los demonios. La mayoría de ellos luchaban con armas (preferiblemente hachas, mazas, espadones y pesados martillos de guerra), pese a que su propia anatomía ya les confería eficaces instrumentos de batalla. Casi todos los demonios contaban con enormes cuernos, mortíferas garras y afilados colmillos, además de colas flexibles y fuertes que manejaban a la perfección. Pero en las peleas en el aire no podían emplear todas aquellas armas al mismo tiempo, puesto que tenían que coordinarlas con las alas que debían evitar que cayeran al suelo. Por esta razón, los ángeles solían ser más ágiles y rápidos en el aire que los demonios. Furlaag, por una cuestión de orgullo, batallaría en el cielo, pero, si las cosas se ponían feas, no dudaría en descender a tierra, donde contaría con una clara ventaja. Ubanaziel deseó poder derrotarlo antes de que eso sucediera.

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