Read Alas negras Online

Authors: Laura Gallego García

Alas negras (16 page)

Vultarog la miró, casi riéndose, seguro de que su victoria era cuestión de tiempo. Ahriel respiró hondo y preparó su siguiente movimiento. Aferró bien la espada, simulando lanzar un ataque, pero al mismo tiempo batió las alas y se elevó por encima del demonio para atacarle por detrás. Aquella estrategia había funcionado con el Devastador.

Pero, para horror de Ahriel, Vultarog no cayó en la trampa. Cuando descendió sobre él, dispuesta a clavar su espada en la espina dorsal del demonio, se encontró con que él se había dado la vuelta sorprendentemente rápido, y sus cuatro brazos armados la estaban esperando. Con un golpe brutal, Vultarog desvió la espada de Ahriel y la desequilibró un momento. Y, antes de que ella pudiera entender lo que estaba pasando, los brazos del demonio se habían cerrado sobre su cuerpo, atrapándola en un abrazo letal.

El ángel jadeó, con angustia, mientras se sentía oprimida contra el demonio, sus alas aplastadas contra su pecho, sus brazos pegados al cuerpo. Oyó el grito de ansiedad de Ubanaziel, pero apenas fue consciente de él. Riendo, Vultarog la estrechó con más fuerza, y Ahriel empezó a quedarse sin aire. Jadeó otra vez, luchando por liberarse, pero los brazos del demonio, como enormes tenazas, la tenían totalmente inmovilizada. La presión aumentó; Ahriel sintió que se le nublaba la vista y que sus costillas estaban a punto de estallar. Pero su mano derecha aún sostenía su espada, y se aferró, entre el dolor y la desesperación, a la idea de que no podía, no debía soltarla. Si había una oportunidad, por mínima que fuera, de salir con vida de aquella batalla, tenía que conservar su arma.

Los demonios rugían, exigiendo a su campeón que la apretase más y más, que la pulverizase entre sus brazos como quien oprime un huevo con los dedos. Ahriel gimió, sintiendo que estaba a punto de romperse. Percibía el aliento fétido del demonio sobre su cabeza y, cuando él sacó su larga lengua bífida para lamer, con parsimonia, el cuello desnudo del ángel, ella se estremeció de asco y de rabia. Y eso, quizá, fue lo que le devolvió las fuerzas que creía haber perdido. Con un brusco movimiento, lanzó la cabeza hacia atrás, y comprobó, no sin satisfacción, que golpeaba la mandíbula entreabierta del demonio, obligándole a morderse la lengua dolorosamente. Vultarog aulló y la soltó, y Ahriel se apresuró a alejarse de él, sintiendo cómo el aire volvía a llenar sus pulmones. Inspiró profundamente, agradecida, sin importarle ya el hedor de los demonios. Retrocedió cuanto pudo, recuperando el resuello y sacudiendo sus alas para desentumecerlas, sin perder de vista al demonio.

Vultarog se volvió hacia ella, escupiendo sangre. Ya no se reía. Estaba furioso y, aunque eso significaba que tendría más prisa por matarla, para dejar clara su superioridad en aquel combate, también quería decir que la ira podía inducirlo a cometer algún error.

Durante los instantes siguientes Ahriel, consciente de que aún no se había recuperado del todo, se limitó a esquivar los enfurecidos ataques de su rival, o a rechazarlos, cuando no podía evitarlo, mientras pensaba, frenéticamente, cómo salir de aquella situación. Vultarog era demasiado rápido, eso estaba claro. No podría ganarle la espalda con tanta facilidad como había supuesto, y no se atrevía a intentarlo de nuevo. Si el demonio volvía a aprisionarla entre sus brazos, no sería capaz de escapar otra vez. Si al menos lograse hacerle perder el equilibrio...

Perder el equilibrio.

Se hizo la luz en la mente de Ahriel. Recordó cómo ella misma había visto mermada su capacidad de lucha al caer en Gorlian con las alas atadas. Había tardado mucho tiempo en aprender a moverse sin contar con ellas, cargando con su peso muerto a la espalda. No se hacía ilusiones al respecto: no podría cortarle las alas a Vultarog por mucho que lo intentara. Sin embargo, aunque el demonio tenía cuatro brazos y era mucho más grande que ella, había algo más, algo que lo hacía diferente a ella. Algo que podía utilizar en su favor.

La siguiente vez que Vultarog atacó, ella no se limitó a esquivar, sino que le respondió, y leyó en sus ojos un destello de salvaje alegría. Ahriel procuró que su rostro permaneciese inexpresivo, y trató de golpear su pecho de nuevo. Un enemigo más inteligente habría comprendido que tenía que haber algún truco, que Ahriel no podía ser tan estúpida como para insistir en una estrategia que no tenía ninguna posibilidad de éxito. Pero Vultarog, infravalorándola una vez más, dio por sentado que estaba desesperada y ya no pensaba con claridad. De modo que cerró los brazos, protegiendo su pecho, y se olvidó del resto del cuerpo.

«Ahora», pensó Ahriel y, rápida como el rayo, hizo un quiebro y descargó la espada al costado del demonio. Éste creyó, en un primer momento, que el ángel había errado el golpe, y un rugido de triunfo nació en su garganta; pero no llegó a brotar de ella. En su lugar, lo que lanzó al cielo fue un aullido de pánico y dolor.

Porque la espada de Ahriel había segado limpiamente su larga cola.

El ángel dio un salto atrás y se agachó para esquivar el mangual, que pasó a escasos centímetros de su cabeza.

Ciego de rabia y dolor, Vultarog la buscó con la mirada y se abalanzó hacia ella, dispuesto a matarla de una vez por todas. Pero, como Ahriel había previsto, el no contar ya con su cola lo hizo desequilibrarse ligeramente, dejando un hueco, apenas perceptible, entre sus cuatro brazos. «Ahora», se dijo Ahriel por segunda vez.

Instantes más tarde, su espada se hundía en el pecho del demonio, atravesando su corazón y segando su vida para siempre.

Ahriel permaneció de pie un momento, con las alas caídas, la cabeza gacha y la espada ensangrentada en la mano, junto al cuerpo de Vultarog, mirándolo casi sin verlo, apenas consciente del caos que había desatado sobre ella. Todos los demonios rugían y aullaban; la mayoría de ellos la insultaban o amenazaban, con sus enormes puños en alto; pero había algunos que golpeaban el suelo, bramando su aprobación, celebrando la caída de Vultarog, e incluso llegó a producirse alguna trifulca entre unos y otros. Ninguno, sin embargo, se atrevió a descender a la arena para atacar a Ahriel: debían esperar a que hablara Furlaag.

El demonio seguía sentado en su trono, con la barbilla apoyada sobre su puño, reflexionando, aparentemente tranquilo, pero su cola batía el suelo con irritación.

Ahriel no se dio cuenta de todo esto. De pronto, las piernas le temblaron, las fuerzas la abandonaron y cayó al suelo de rodillas, manchando su túnica con la sangre del demonio.

«Lo he conseguido», fue lo único que pudo pensar, por fin. Sintió que alguien tiraba de ella para ponerla en pie, y se encontró con la mirada de Ubanaziel.

—Yo... —empezó ella, pero él no la dejó continuar. La estrechó en un fuerte y largo abrazo que dejó a Ahriel sin aliento y la confundió todavía más. ¿Qué estaba pasando?. Aquélla no era una conducta propia de ángeles, y mucho menos, de un Consejero como Ubanaziel.

Pero no tuvo tiempo de preguntárselo. Furlaag se levantó, con brusquedad, y gritó:

—¡Silencio todo el mundo! ¡Silencio, os digo!

Y sus palabras tuvieron el mágico poder de acallar el bullicio y detener la pelea. Con los ojos aún reluciendo de furia y su cola azotando el suelo como si fuera un látigo, el demonio agarró a Marla por el cabello y la arrojó hacia Ahriel con violencia.

—Es tuya —declaró.

Instintivamente, el ángel tendió los brazos a la muchacha para que no cayera al suelo. Cuando la alzó para verla de cerca, descubrió que se había desmayado.

—Mal negocio —dijo Furlaag—. He perdido una esclava humana y, lo que es peor, también he perdido a mi campeón. ¿Qué es lo que he ganado a cambio?

—Un espectáculo —respondió Ubanaziel. Parecía calmado, pero su voz vibraba de ira—. Un cruel y macabro espectáculo.

—Como los de antaño, ¿eh? —se rió el demonio—. Teniendo en cuenta lo que se dice de ti, me sorprende que te hayas quedado a verlo hasta el final.

Por alguna razón, las palabras de Furlaag causaron una honda impresión en Ubanaziel, como si le hubiese disparado un dardo al corazón. Ahriel lo miró, preocupada. ¿Qué le estaba sucediendo? ¿Por qué parecía a punto de desfallecer ahora que estaban tan cerca de su objetivo? Deseó que él respondiese con una de sus rápidas y serenas réplicas, pero el Consejero no dijo nada.

—Quizá —añadió Furlaag con envenenada suavidad— también tú tengas más de demonio de lo que quieres admitir.

Ubanaziel se irguió y le devolvió una mirada llena de ira, pero no respondió a la provocación.

—Hemos cumplido tus condiciones —dijo—. Nos llevamos a la joven humana. En cuanto a ti, Furlaag, tienes lo que te merecías. Si hubieses aceptado mi primera oferta, aún conservarías a Vultarog, y, posiblemente, también a Marla.

El demonio ladeó la cabeza y lo observó con astucia.

—Vuelves a hablar de justicia, Ubanaziel. Todavía no has aprendido nada.

—Tú, en cambio, sí que has aprendido algo hoy —replicó él.

Furlaag se rió, pero no dijo nada más. Ubanaziel cargó con Marla, dio media vuelta y se encaminó hacia la salida. Ahriel, aún aturdida, lo siguió, sintiendo la mirada de docenas de demonios en su nuca. Sabía que, en cualquier momento, aquellas criaturas podían abalanzarse sobre ellos y matarlos a los tres. Habían hecho un trato, pero nada impedía que rompieran su palabra y acabaran con ellos. En Gorlian, desde luego, habría sido así.

Inquieta, aferró con fuerza el pomo de su espada, que aún no había envainado, y miró a Ubanaziel, aguardando algún tipo de señal. Pero el Consejero se limitaba a avanzar, imperturbable, y Ahriel supuso que no exageraba al decir que los demonios debían respetar los pactos.

Porque salieron de la guarida de Furlaag todavía vivos, y llevando con ellos a Marla.

Ubanaziel aguardó hasta que llegaron al final del sendero y dejaron atrás a los demonios para volverse hacia su compañera y decir:

—Ya está, podemos marcharnos. ¿Preparada?

Ahriel reaccionó.

—¿Cómo?

—Voy a pronunciar la palabra de apertura de la puerta. Puedo hacerlo desde cualquier lugar, pero no me pareció prudente elegir para ello el centro de una reunión de demonios.

Ella lo miró, desconcertada.

—¿Y eso es todo? ¿Nos vamos?

Ubanaziel asintió.

—A no ser que Furlaag cambie de idea, o que se le ocurra proponernos otro pacto más ventajoso para él, sí, nos vamos.

Ahriel dudó un momento, pero finalmente asintió. El Consejero, aún cargando con Marla, murmuró en voz baja la fórmula de apertura, y el portal se materializó ante ellos, creando un agujero entre ambas dimensiones, que no tardó en agrandarse lo suficiente como para que pudieran pasar.

Lo atravesaron con celeridad, y se vieron, de nuevo, en su propio mundo, en el cráter del volcán de Vol-Garios.

Ahriel agradeció infinitamente la frescura de la noche estrellada que los recibió. Se volvió, sin embargo, para asegurarse de que el infierno había quedado bien atrás, y respiró, aliviada, al ver que el portal se había cerrado, y la lápida volvía a estar muda y fría. Habían abandonado el infierno, y habían cerrado la puerta tras ellos.

—Por fin —suspiró, aliviada, pero Ubanaziel negó con la cabeza.

—Ha sido demasiado fácil —comentó, contemplando el pálido rostro inerte de Marla.

—¿Fácil? —se enfadó Ahriel—. ¡Por poco me mata ese monstruo de cuatro brazos! ¿Sabes lo que dicen en Gorlian? Si la suerte te sonríe, no la cuestiones, porque no volverá a hacerlo por segunda vez. Puede que haya resultado fácil para ti, pero...

Se interrumpió cuando él le dirigió una mirada terrible.

—No sigas por ahí —le advirtió—. No sabes de qué estás hablando.

—¿Y por qué no me lo cuentas, para variar?

Ubanaziel miró a su alrededor. Descubrió un par de tiendas no muy lejos de allí, y los restos de una hoguera.

—Se han quedado a esperarnos —dijo.

Ahriel recordó, de pronto, a Kendal y a Kiara. Parecía que había pasado una eternidad desde que se habían despedido de ellos.

—Pero ¿no les dijiste que volvieran a casa?

—Ya conoces a los humanos.

Habían bajado la voz instintivamente. Sabían el daño que Marla había hecho al pueblo de Saria, y no estaban seguros de que ellos vieran con buenos ojos su regreso.

—Será mejor no despertarlos —dijo Ahriel—. Ya hablaremos con ellos por la mañana.

—Estoy de acuerdo —asintió su compañero—. Ahora, lo más importante es asegurarnos de que Marla está bien.

Ahriel dejó escapar un bufido desdeñoso.

—A mí no me importa...

—Pero a mí, sí —cortó él—. Si muere, no podrá darnos la información que necesitamos.

Ahriel calló y miró a Marla, inquieta. La joven seguía desvanecida en brazos del ángel, y parecía más frágil y desvalida que nunca. Su respiración, débil e irregular, parecía a punto de apagarse en cualquier momento. Ubanaziel tenía razón: si no se ocupaban de Marla, ella moriría, y sus esfuerzos por sacarla del infierno no habrían servido para nada.

Buscaron un lugar resguardado, lo bastante lejos de las tiendas como para no despertar a Kiara y Kendal con sus voces. Ubanaziel desplegó su manto sobre el suelo y tendió a Marla sobre él. Después, la tomó de las manos e inició el círculo de curación.

Ahriel lo observó en silencio. Cuando la energía curativa ya fluía entre ambos de forma automática, dijo:

—¿Me vas a contar lo que ha pasado en el infierno?

—¿Qué ha pasado? —murmuró Ubanaziel, distraído, sin mirarla siquiera.

—Lo sabes muy bien. Me sermoneaste sobre todo eso de conservar la calma, de aceptarme a mí misma, de no ofrecer al enemigo un punto débil... y has sido tú el que ha perdido los nervios delante de esa mole. ¿Qué te ha pasado? O, mejor dicho... ¿qué te pasó la última vez que visitaste el infierno?

Ubanaziel suspiró. Finalizó el círculo de curación y, tras comprobar que Marla se sumía en un tranquilo sueño reparador, se volvió hacia Ahriel y dijo:

—Supongo que te debo una explicación.

—Sí, me la debes.

El ángel suspiró otra vez y se acomodó junto a Marla.

—Sucedió hace mucho tiempo —dijo—. Nunca había hablado de ello con nadie. Claro que tampoco había tenido la necesidad de regresar al infierno desde entonces.

Hizo una pausa, meditabundo. Ahriel aguardó en silencio a que continuara.

—Entonces yo era aún un joven guerrero, uno de los mejores, si me permites decirlo. Pero también era impaciente, y un poco vanidoso, y, como todos los jóvenes, creía que estaba a salvo de todo. En aquel tiempo estábamos en guerra contra los demonios, y en particular, contra uno llamado Vartak, que había sido invocado por un grupo de humanos inconscientes. Vartak y los suyos cruzaron la puerta del infierno y nos desafiaron. Y vencimos en aquella batalla, obligándolos a retirarse.

Other books

This is Life by Rhodes, Dan
Seducing Chase by Cassandra Carr
An Irish Country Doctor by Patrick Taylor
House of Cards by W. J. May, Chelsa Jillard, Book Cover By Design
For the King’s Favor by Elizabeth Chadwick
The Heavenly Table by Donald Ray Pollock
Michael Thomas Ford - Full Circle by Michael Thomas Ford
Dragons Don't Cry by Suzie Ivy


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024