Authors: Laura Gallego García
—Puede que sea un engendro —oyó susurrar a uno de los rufianes.
—O el fantasma de Dag —dijo el otro.
—Los fantasmas no pesan, idiota —gruñó Ruk—. Sea lo que sea, es muy real.
—Sea lo que sea, acabaremos con él —decidió Gon—. Y si tenéis razón y atrapamos a un pequeño ángel escurridizo, seréis debidamente recompensados. De lo contrario...
Zor no llegó a escuchar el final, porque en aquel momento tomó la mano de Cosa, que ya se había encaramado a la rama, y se impulsó hacia delante para llegar hasta ella. Con horror, sintió que uno de sus pies se hundía en el tejado de la cabaña, desmoronándolo. Abrió las alas y las batió con desesperación para no perder el equilibrio. Por desgracia, para cuando se vio a salvo en el árbol, junto a Cosa, ya era demasiado tarde: los hombres habían salido de la casa y los observaban desde la plataforma.
—¡Aja, lo sabía! —aulló Ruk—. ¡Sabía que lo encontraríamos aquí!
—Que me aspen —balbució el cuarto hombre, el que debía de ser Gon, un individuo inmenso y con cara de perro—. Era verdad. Es un muchacho... con alas.
Zor no se arrepentía de haber guardado su capa en el zurrón. Ahora sus alas estaban a la vista, pero podía utilizarlas en cualquier momento para salir volando. Tratando de hacer caso omiso a los hombres, siguió trepando por el árbol. Cosa, por su parte, ya había desaparecido entre el ramaje.
—Espera, zagal —lo llamó Ruk, con voz melosa—. No te vayas. Sé que no hemos empezado con buen pie, pero tenemos algo para ti.
Zor no hizo caso. Se izó hasta una rama más alta.
—¿Ves a nuestro amigo? —prosiguió Ruk, atropelladamente, palmeando la enorme espalda de Gon—. Él puede contarte muchas cosas de tu madre. Era su mano derecha.
Zor dudó sólo un momento. Notó un movimiento en las ramas superiores y supo que Cosa lo estaba esperando. Respiró hondo y siguió subiendo. Era su única oportunidad de salir de allí.
Oyó que uno de los hombres lanzaba una maldición y trataba de trepar por la pared de la cabaña para alcanzarlos. «No podrán subir hasta aquí», pensó el muchacho, confiado. Siguió subiendo hasta que los perdió de vista. Detectó entonces el rostro de Cosa, sus ojos reluciendo en la penumbra. Le señalaba una rama contigua, en la copa de otro árbol del fango. Estaba demasiado lejos como para que una persona normal pudiese saltar hasta allí, pero el engendro sin duda podría hacerlo, y Zor también, si se daba impulso con sus alas. Pero la idea de ir saltando de rama en rama indefinidamente no lo seducía.
—¿A dónde quieres ir? —le preguntó, pero ella volvió a señalar la rama.
De pronto, algo sacudió su árbol y Zor por poco perdió el equilibrio. Con horror, descubrió que los hombres se habían abrazado al tronco, que crecía junto a la plataforma de la cabaña, y lo estaban zarandeando para hacerlo caer como un fruto maduro.
—¡Vamos, que ya es nuestro! —gritó Ruk, y lo sacudieron con más entusiasmo.
Zor resbaló; sintió la mano de Cosa aferrándolo por la muñeca para que cayera, y, casi enseguida, oyó una exclamación y una voz chillando con repugnancia:
—¿Qué... qué es esa cosa?
La habían visto... Zor trató de izarse de nuevo al árbol, para que Cosa pudiera esconderse, pero, en su precipitación, perdió el pie y cayó al vacío, arrastrando al engendro tras de sí.
Batió las alas con fuerza, tratando de detener su caída, y consiguió remontar el vuelo, con esfuerzo. Oyó los gritos de frustración de sus perseguidores, el chillido de pánico de Cosa cuando se elevó por encima de los árboles, pero no se detuvo. Tenían que escapar de allí. Como fuera.
El engendro no pesaba mucho, pero aun así, era una carga adicional, y, además, no dejaba de moverse. Se aferraba a su cuerpo con brazos y piernas y se revolvía, aterrorizada, sin parar de gemir. Zor hizo un esfuerzo hercúleo para mantenerse en el aire, pero su vuelo era inestable y, de seguir así, no tardarían en estrellarse.
—¡Estate quieta! —gritó—. ¡No voy a soltarte! ¡Pero no te muevas tanto, o nos caeremos!
Y el suelo fangoso estaba demasiado cerca. Zor volaba casi a la altura de las copas de los árboles, porque no podía elevarse más, y porque no quería atraer la atención de cualquier otra cosa que tuviese alas y fuese lo bastante grande como para considerarlos una posible cena.
«Tengo que salir de aquí», se dijo. Pero no veía más que niebla por todas partes, y estaba empezando a anochecer... demasiado deprisa. Detectó, por fin, la sombra irregular de la Cordillera cubriendo el horizonte. Viró bruscamente para dirigirse hacia allí, lo que le provocó a Cosa otro ataque de pánico.
—¡Para ya! —le gritó—. ¡Todo va bien, no tengas miedo!
Pero las cosas distaban mucho de ir bien. Zor sabía que estaba perdiendo altura. Tuvo que batir las alas con más fuerza para elevarse un poco más, y aun así estaban casi rozando las ramas de los árboles del fango. Cerró los ojos un momento. «Un poco más, un poco más», se dijo. La noche seguía tendiendo su manto de oscuridad sobre Gorlian, y ellos debían estar a salvo antes de que llegase del todo.
Cuando, por fin, el agotado joven se dejó caer sobre la orilla, bajo la sombra de la Cordillera, llegó a creer que estaba soñando. Apenas sintió que Cosa tiraba de él hasta ocultarlo tras una protuberancia rocosa y se sentaba a su lado, dispuesta a velarlo hasta que llegase el día. Estaba tan exhausto que se durmió enseguida.
Cuando Ahriel terminó de hablar, Ubanaziel frunció el ceño, pensativo, pero no dijo nada. Los dos ángeles permanecieron en silencio durante unos instantes, hasta que el Consejero comentó:
—De modo que un niño. Un bebé mestizo.
Ahriel asintió, sin dar más detalles. Ubanaziel tardó un poco en volver a hablar y, cuando lo hizo, su voz sonó severa y reflexiva:
—En toda nuestra historia —dijo— muy pocos ángeles han mezclado su sangre con la de los humanos. No son como nosotros, Ahriel. Están dominados por sus pasiones, son débiles, mezquinos y egoístas. Por eso los ángeles debemos vigilarlos; porque, sin nosotros, habrían convertido nuestro mundo en una réplica del infierno. ¿Qué encontraste en ellos que te resultara tan fascinante?
—En uno de ellos —puntualizó ella—. No vale la pena que te lo explique, Consejero. No lo entenderías.
Ubanaziel no se molestó por el comentario. Sólo le dirigió una larga y profunda mirada y respondió:
—Ponme a prueba.
Ahriel, sin embargo, eludió la pregunta, con evidente incomodidad.
—En Gorlian —dijo—, no había tanta diferencia entre ángeles y humanos. Allí, todos éramos lo mismo: poco menos que animales.
Era el único argumento, pensó, que el Consejero podía comprender. No se avergonzaba de su relación con Bran, del amor que había sentido por él. Habían vivido muchas cosas juntos, y lo único que lamentaba era que el joven, por muy humano que hubiera sido, no estuviese ya a su lado.
—Y concebiste un hijo —concluyó Ubanaziel—. Un niño que nació nueve meses después de que tu amante humano muriera. Pero, si lo abandonaste, ¿por qué quieres ir ahora a buscarlo?
—En su día hice lo que me pareció lo más correcto. Gorlian es un lugar espantoso para cualquier niño. —«Especialmente para el hijo de la Reina de la Ciénaga», pensó, pero no lo dijo—. Creí que lo más piadoso era abandonarlo a su suerte, evitar que viviera una existencia repleta de violencia y miseria. Pero no tuve valor para matarlo, y alguien lo encontró. Durante un tiempo, creí que, si cuidaban de él, si nadie llegaba a conocer su verdadera identidad, quizá podría tener una oportunidad... Sin embargo, tiempo después me llegaron rumores de que el hombre que lo atendía había muerto. Deduzco que, sin nadie que lo protegiera, mi hijo murió también. Llegué a pensar que sería lo mejor. Pero años después... llegaron Kendal y Kiara, y descubrí que había una oportunidad de escapar de Gorlian. Durante toda nuestra fuga no dejé de preguntarme si había hecho lo correcto. Si de veras existía una posibilidad, aunque fuese mínima, de huir de aquel lugar, entonces había cometido un terrible error condenando a mi hijo sólo porque yo había perdido la esperanza. Por eso he decidido que debo volver, y llevármelo conmigo, sacarlo de allí.
—Pero dices que probablemente esté muerto...
—Casi con toda seguridad. Nació en Gorlian, y su cuidador murió cuando él era aún muy pequeño. No tuvo ninguna oportunidad. Y, sin embargo, si hay una posibilidad, por remota que sea, de que siga con vida...
La voz de Ahriel se apagó. Ubanaziel la contempló con gravedad.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde entonces?
Ahriel sacudió la cabeza.
—No tengo ni idea. Desde que entré en Gorlian ha transcurrido casi un año en nuestro mundo, pero allí dentro pasaron años enteros, quizá una década, probablemente más. Y hace ya varios meses que escapé. Si mi hijo sigue vivo, tal vez sea ya adulto. No puedo saberlo.
—Y Marla está al corriente de todo esto —añadió Ubanaziel a media voz.
Ella entrecerró los ojos.
—Esa bruja... —siseó—. Nos estuvo observando todo el tiempo. Le gustaba contemplar cómo sufrían sus prisioneros, cómo luchaban por sobrevivir. Me espió durante mi confinamiento en Gorlian, y cuando la arrojé al infierno me dio a entender que sabía algo acerca de mi hijo. Eso me hizo pensar que quizá estuviese vivo todavía. En cualquier caso, sin ella no encontraré jamás esa maldita bola de cristal.
—Mal asunto —dijo el Consejero, moviendo la cabeza.
—¿Por qué?
—Porque quizá ella trató de engañarte para que no la dejaras a merced de los demonios. Tal vez mintió, y tú no tienes modo de saberlo. Sin embargo, ella sí tiene claro que la necesitas. Y, por lo que me has contado, es lista y muy retorcida. Además, lleva meses atrapada en el infierno, así que estará desesperada. Si intuye que te tiene en sus manos, seguirá jugando contigo hasta conseguir lo que quiere de ti.
—¿Lo que quiere de mí?
—Que la saques del infierno. Créeme: a estas alturas, ya no desea ninguna otra cosa.
Ahriel no dijo nada. Ubanaziel se puso en pie.
—Vamos a buscar a ese tal Furlaag. Por el camino, quiero que pienses en todo lo que me has contado y que asumas que probablemente hablaremos de ello. Si Marla lo sabe, los demonios también, y tratarán de usado contra ti. No se lo permitas. No dejes que te manipulen ni que vuelvan tus sentimientos en tu contra. Y déjame negociar a mí.
Ahriel asintió, pero no añadió nada más. Aliviada de que la conversación hubiese terminado, se levantó también y miró a su compañero, esperando instrucciones. Él la obsequió con una torcida sonrisa muy poco angélica.
—Seguiremos caminando —dijo.
—¿Caminando? —preguntó ella, desorientada—. ¿Por qué? Ya sabemos hacia dónde tenemos que dirigirnos. ¿Por qué no ir volando?
—Porque aún tienes que curtirte un poco más en el infierno, Ahriel —fue Ja respuesta.
Ella reprimió una mueca de disgusto y fingió que le era indiferente. Pero su corazón ardía de impaciencia, y Ubanaziel lo notó.
—A eso precisamente me refiero —dijo—. Tu estancia en Gorlian te ha enseñado muchas cosas, pero te ha hecho olvidar otras. Recuérdalo: los humanos no tienen ninguna posibilidad en el infierno. En toda la historia, sólo los ángeles hemos podido salir victoriosos de un enfrentamiento contra los demonios. Si no recuperas algo de la serenidad angélica que has perdido, no sobrevivirás aquí. Estas criaturas te confundirán y corromperán como si fueses una humana cualquiera.
Ahriel no pudo reprimir una risa amarga.
—¿Una humana cualquiera? —repitió—. Ojalá lo fuera. Tal vez así las cosas serían más sencillas.
—Tal vez en nuestro mundo —replicó el Consejero—, pero no en el infierno.
Ahriel frunció el ceño, molesta.
—Sigo sin entender qué es lo que esperas de mí. ¿Que vuelva a ser la que era antes de Gorlian? Me temo que eso es imposible. He vivido demasiadas cosas.
—Lo que quiero es que te conozcas y que te aceptes a ti misma, Ahriel. Y sé que, aunque aparentas estar muy segura de lo que haces, y de quién y cómo eres, en el fondo de tu corazón continúas dudando.
Ella adoptó una mueca desdeñosa, pero no respondió. Ubanaziel había reemprendido la marcha, y Ahriel no tuvo más remedio que seguirlo.
Abandonaron la sombra de las montañas y se adentraron en una vasta llanura. La tierra estaba totalmente yerma y agrietada, y de las profundas simas que se abrían en ella se oían murmullos y bisbiseos.
—Demonios menores —dijo Ubanaziel, con cierto disgusto.
—¿No podemos evitarlos? —preguntó Ahriel, incómoda—. Si echamos a volar...
—No —atajó el Consejero.
Ella se resignó y trató de ignorar a las criaturas que moraban en las grietas, pero no podía evitar mirarlas de reojo cuando se asomaban a contemplarlos. A veces era sólo un movimiento fugaz; en ocasiones, unos ojos brillantes que los espiaban un instante para desaparecer en cuanto ella volvía la cabeza. Pero, a medida que avanzaban, los diablillos se hacían más atrevidos. Los vio asomar las cabezas y observarlos con una maliciosa sonrisa; los vio, incluso, acodarse en el borde de la sima, alargar las garras hacia ellos, tratando de tocarlos, sacarles la lengua, burlones y hacerles muecas groseras.
Los había de todas clases, algunos más grandes que otros, rechonchos y escuálidos, con rostros picudos o rollizos, con cuernos o sin ellos, de piel escamosa o peluda, con ojos saltones o minúsculos como botones, con largas lenguas bífidas, con colas restallantes... una muchedumbre de pequeños y repulsivos demonios, que trepaban unos sobre otros y asomaban la cabeza por encima de los bordes de las grietas sólo para poder echarles un vistazo y revolver los ojos como locos, con carcajadas histriónicas.
Pero lo peor no era lo que hacían, sino las cosas que decían. Pese a que Ahriel se esforzaba por ignorarlos, ellos, de alguna manera, atinaban cada vez más en sus comentarios:
—Ángeles...
—... ¿Qué hacen aquí?
—Buscando humanos, sin duda...
—Ssssí, humanos...
—... no saldrán vivos de aquí...
—... no deberían haber venido...
—Es por algo que les importa mucho, ¿verdad que sí?
—Oh, sí...
—Tan, tan importante...
—... Y frágil. Algo que hay que proteger, que está en peligro...
—Algo... o alguien...
—¿Quién será la infortunada criatura?
—... un niño, quizá...
—Sí, la chica ángel tiene aspecto de estar buscando a un niño...