Authors: Laura Gallego García
«Y tú eres uno de esos ángeles», pensó Ahriel, pero no lo dijo en voz alta.
—Salgamos del desfiladero —propuso Ubanaziel—. Descansaremos fuera.
Alzaron el vuelo y sobrevolaron el cañón; Ahriel escudriñó las rocas en busca del diablillo con el que habían tratado, pero no volvió a verlo. «Tanto mejor», se dijo.
Cuando la planicie se mostró ante ellos, Ubanaziel inició el descenso, y Ahriel lo siguió. Encontraron refugio al abrigo de una enorme piedra.
—¿No anochece nunca aquí? —preguntó Ahriel, harta ya de aquella luz sangrienta.
—No —fue la lacónica respuesta.
Ella advirtió que su compañero se acomodaba para tratar de dormir un poco.
—¿Y si viene algún demonio?
—Lo percibirás cuando aún esté lejos —respondió él—. Y, para cuando nos alcance, estaremos preparados. Así que descansa. Estás muy alterada, y necesito que recobres la calma antes de que nos enfrentemos a Furlaag.
—De acuerdo —suspiró Ahriel, y cerró los ojos. Lo agradeció: al menos, así dejaba de verlo todo teñido de rojo.
Los abrió apenas un momento después, cuando le pareció oír un siseo. Se enderezó y miró a Ubanaziel, pero éste dormía. Se dio la vuelta y entonces vió una pequeña bola de cristal que rodaba hasta ella. Cuando trató de tocarla se desvaneció.
Ahriel frunció el ceño. Se levantó de un salto y sacó, con cuidado, la espada de la vaina. Muy bien; si aquel condenado diablillo quería guerra, iba a tenerla.
Salió de detrás de la roca y miró a su alrededor. Descubrió, entonces, la figura del pequeño demonio, encaramada a un peñasco un poco más arriba. Ahriel se impulsó con las alas para llegar a él. Si no les había plantado cara era porque sabía que no tenía nada que hacer contra ellos. Y, ahora que ya les había dado la información que necesitaban, no era necesario que siguiera convida para turbarla más.
El diablillo estaba de espaldas a ella, acuclillado sobre la roca, y se balanceaba como si estuviera meciendo algo. Ahriel decidió no darle la oportunidad de pronunciar una sola palabra. Con un rápido gesto, descargó la espada sobre él.
Pero entonces la criatura se dio la vuelta, y Ahriel no tuvo tiempo de corregir el movimiento. Con horro, contempló como su propia espada se hundía en el bulto que sostenía el diablillo.
Una mancha de sangre floreció entre las mantas, y un vagido infantil resonó en el desfiladero. El diablillo sonrió mientras Ahriel, horrorizada, dejaba caer la espada y retrocedía, como herida por un rayo.
El diablillo dejó caer al bebe pero, cuando su cabeza chocó contra las rocas, ya estaba muerto.
—Oh, mira lo que le has hecho al pobre niiiño —rió el demonio—. Pero claro, qué se puede esperar de alguien que abandona a su propio hijo a su suerte... eres malamalamala, pero que los humanos, que digo, ¡pero que los demonios!
Ahriel gritó.
Alguien le dio una bofetada y la despertó. Ahriel, angustiada, trató de desasirse, pero las manos que la sujetaban eran firmes y fuertes, y no se lo permitieron.
—Ahriel, despierta. No es real, es sólo un delirio.
De pronto, dejó de ver al diablillo y al bulto inerte entre las mantas, y sus ojos lograron distinguir el rostro de ébano de Ubanaziel.
—¿Un... delirio? —murmuró, con un sollozo.
El Consejero frunció el ceño al ver sus lágrimas. Los ángeles no lloraban, se recordó Ahriel a sí misma, y se secó las mejillas con rabia. Tragó saliva para tratar de hacer desaparecer el nudo de su garganta. Cuando asimiló que no había sido más que una pesadilla, tuvo que esforzarse mucho para no llorar de alivio.
—Un delirio —repitió Ubanaziel—. Los demonios menores los utilizan para debilitar a sus enemigos más fuertes. Se introducen en tu mente y en tu corazón, confunden tu percepción y se aprovechan de tus miedos y tus secretos —le dirigió una mirada penetrante—. Por eso, quien se adentra en el infierno debe hacerlo sin temor y sin nada que ocultar.
Ahriel guardó un obstinado silencio. Ubanaziel la obligó a mirarla a los ojos.
—Escúchame bien —le dijo—. Mira lo que ha hecho contigo un simple diablillo. ¿Crees que serás capaz de sostenerle la mirada a un demonio poderoso como Furlaag? ¿Piensas, acaso, que saldrás con vida de aquí?
La pregunta la hizo reaccionar. Tenía que sobrevivir, se dijo a sí misma. Tenía que salir de allí. Y volver a Gorlian. Como fuera.
—Veo que quieres vivir —observó Ubanaziel, con más suavidad—. Dime una cosa: ese secreto tan terrible que guardas... ¿lo conoce Marla?
Ahriel respiró hondo. «He escondido Gorlian», le había dicho Marla. «Si yo muero, nunca lo encontrarás.» En aquel momento, a punto de ser absorbida por la puerta del infierno, la joven reina le había revelado que conocía su secreto o, al menos, lo intuía. Respiró hondo.
—Creo que sí —admitió, de mala gana.
—Entonces, Furlaag lo sabe —replicó Ubanaziel—. Y es posible que el resto del infierno lo sepa también.
Ahriel dejó escapar una maldición muy poco angélica que había aprendido en Gorlian. Ubanaziel lo pasó por alto y la miró a los ojos.
—Escúchame. No sé qué te pasó en Gorlian, y créeme que no me interesaría saberlo, de no ser porque nuestra supervivencia en el infierno depende de ello. Si quieres vivir, si quieres encontrar esa bola de cristal y salir de aquí, entonces debes confiar en mí. No pienso permitir que por culpa de ese punto débil tuyo, sea cual sea, nos maten a los dos. ¿Me has entendido?
Ahriel respiró hondo y asintió.
—Bien —dijo Ubanaziel, recostando la espalda sobre la roca y envolviendo su cuerpo en sus enormes alas—. Puedes empezar a hablar.
Lo primero que notó Zor al volver en sí fue que estaba sorprendentemente seco.
En realidad, sus ropas aún estaban húmedas, todavía sentía los pies helados y tanto sus alas como su cabello seguían cubiertos de fango. Pero ya no estaba chorreando, y la capa de barro que lo cubría se había resecado. Intentó inspirar hondo, pero le entró un ataque de tos que lo hizo doblarse por la mitad y expulsar un chorro de agua por la boca.
Su movimiento produjo una reacción, y algo se desplazó rápidamente para quedar fuera de su campo de visión. El muchacho parpadeó, todavía confundido, y trató de incorporarse un poco. Pensó que el suelo estaba notablemente duro para tratarse de barro de la Ciénaga, y entonces descubrió que se hallaba tendido sobre una superficie de madera mohosa. Sacudió la cabeza para quitarse el barro del pelo, sin resultado. Parpadeó y, pronto, su visión se aclaró y pudo advertir que se encontraba en el interior de una casa.
Algo rebulló a su espalda. Zor sintió que su corazón se aceleraba, pero no se movió. Primero, procuró que su respiración no traicionara su inquietud, y cerró los ojos un momento para tratar de recuperarse del todo. Cuando volvió a abrirlos, se sentía ya completamente despierto, y todavía podía detectar aquella cosa tras él. Con un suspiro, enderezó los hombros y estiró los brazos, como si estuviera desperezándose. Al bajarlos de nuevo, su mano buscó su cuchillo de hueso.
Percibió que el ser que lo acechaba se movía un poco; cerró los dedos en torno a la empuñadura del arma y tensó los músculos. Su intuición le decía que la criatura que compartía la cabaña con él no era humana. Podía ser un animal, pero Zor lo dudaba. Había muy pocos animales en Gorlian, y casi todo eran insectos, pequeños anfibios y distintas especies de peces del fango. No; Zor sabía lo bastante acerca de su propio mundo como para tener claro que aquello que lo observaba era un engendro.
De niño, había sentido lástima por los engendros. Tenía la sensación irracional de que ellos no tenían la culpa de ser tan horribles y tan violentos, y de que, en el fondo, anhelaban ser de otra manera; de que algo estaba muy mal en ellos, como si alguien hubiese cometido una terrible equivocación al hacerlos así. Pero su compasión no le había granjeado nunca la simpatía de ninguno de ellos, por lo que se había visto obligado a aprender a luchar para defenderse de aquellas criaturas, por una simple cuestión de supervivencia. Nunca había conocido a ningún engendro amistoso, así que no había razón para creer que la cosa de la cabaña fuese diferente.
A sus espaldas, la criatura se movió otra vez. «Ahora», se dijo el muchacho, y, dando media vuelta, se impulsó con las alas para lanzarse sobre ella.
La cabaña estaba a oscuras, pero Zor se las arreglaba bastante bien sin luz; vio que el engendro trataba de trepar por la pared y lo agarró por las extremidades inferiores, obligándolo a caer sobre el suelo. Apenas un instante después, el muchacho lo había inmovilizado bajo su propio cuerpo y había colocado el cuchillo sobre la garganta del ser, dispuesto a rebanársela. Pero se detuvo cuando fue consciente de algo muy extraño: el engendro no lo había atacado, sino que había tratado de escapar de él. Zor frunció el ceño, sorprendido. Jamás había topado con un engendro que no atacara a la primera oportunidad. Eran tan violentos que se lanzaban contra cualquier criatura viviente, incluso si ésta era mucho más fuerte que ellos. No eran lo bastante inteligentes como para comprender que, en ciertas circunstancias, era mejor escapar.
El muchacho escudriñó a la criatura que había atrapado. Pero, aunque poseía una cierta visión nocturna, no se las arreglaba tan bien a oscuras como de día, así que todo lo que pudo captar del rostro del engendro fueron unos grandes ojos acuosos, sin párpados, una pequeña boca torcida y una larga cabellera que más bien parecía un matojo de malas hierbas. Entonces, el engendro hizo un ruido curioso, gutural:
—Kktttadddnnncimmma....
Tenía una voz extrañamente aguda. Sonaba más bien como un sollozo, pero Zor descubrió, asombrado, que eran palabras. Lo miró, estupefacto.
—¿Cómo has dicho? —balbució, y se sintió estúpido por tratar de trabar conversación con un engendro.
La criatura volvió a gemir, y en esta ocasión, Zor entendió lo que decía:
—Qqquittta dd'anncimmma...
El joven estaba tan estupefacto que bajó la guardia un momento; entonces el engendro lo apartó de un empujón y saltó hacia atrás.
—¡Eh! —exclamó Zor, maldiciéndose por ser tan estúpido. Alzó su puñal, pero el engendro no estaba interesado en pelear. Dio un salto hacia la puerta, se enganchó al dintel con unas manos huesudas a las que seguían unos brazos desproporcionadamente largos y se impulsó con las piernas para salir al exterior.
Atónito, Zor se abalanzó tras la criatura y se asomó fuera de la cabaña, desafiando a la lluvia, pero no logró alcanzarla.
Aún vio su sombra desgarbada trepando por el tejado durante un momento, antes de que se perdiera en la oscuridad.
Temblando, Zor volvió a entrar al abrigo de la cabaña. Miró a su alrededor, pero no vio a nadie más. Una vez expulsada la criatura, aquel magnífico refugio estaba a su entera disposición. Asintió, satisfecho. Era una cabaña vieja y bastante desvencijada, tenía goteras y había montones de basura por los rincones, pero era mucho mejor que su hamaca en el árbol, y, además, aquella noche llovía tanto que no pensaba encontrarle más inconvenientes. Encontró su morral no lejos del lugar donde había despertado, y comprobó, con alegría, que su capa de repuesto estaba casi seca. Se envolvió en ella, se sentó junto a la puerta, asegurándose de tener a mano su puñal, y respiró hondo, más tranquilo. Allí vería enseguida a cualquiera que entrase, antes de que el intruso lo descubriese a él, y eso le daba una ventaja importante. Tanto si el engendro se decidía a volver como si Ruk y sus amigos seguían buscándolo para que formara parte del menú de la cena, estaría preparado.
Apoyó la espalda contra la pared de troncos, sintiendo la presencia de sus alas, y exhaló un suspiro. La Ciénaga era un lugar extraño, pensó. Decidió que descansaría allí aquella noche y por la mañana regresaría a casa. Pero lo haría volando, para llegar antes.
Recordó entonces lo que había sucedido la última vez que había alzado el vuelo, y se estremeció cuando su memoria le devolvió la imagen del gigantesco Murciélago. Medio adormilado ya, se preguntó cómo había escapado del monstruo, y recordó haber caído en picado sobre el fango. Entonces había visto una choza que parecía flotar sobre la Ciénaga. ¿Sería la misma en la que se encontraba? Frunció el ceño; no recordaba haber llegado hasta allí. Casi podría asegurar que había perdido el sentido antes de alcanzarla, pero claro, existía la posibilidad de que hubiese llegado por su propio pie, medio atontado, y no se acordara. ¿Estaría ya el engendro dentro de la cabaña, o habría llegado después?
Miró a su alrededor con curiosidad. Algunos de los desechos que se amontonaban en las esquinas parecían antiguos: lo que quedaba de algunos objetos e incluso muebles toscos, que indicaba que allí habían vivido humanos tiempo atrás. Pero había otras cosas, restos de comida, raspas de pescado, que parecían mucho más recientes. ¿Sería aquél el hogar del engendro? Quizá había matado a sus anteriores habitantes para quedarse con la casa. La verdad era que se trataba de un refugio muy tentador. Si en la Ciénaga existían hombres capaces de matar a un muchacho para comerse su carne, cómo no iba a haber engendros dispuestos a asesinar para conseguirse un cubil seco en medio de aquella inmensa charca.
Pero aquella criatura no lo había atacado, recordó. Y había dicho algo que había sonado como...
Sacudió la cabeza. No, los engendros no hablaban. Los engendros no tenían inteligencia, sólo eran crueles bestias asesinas que odiaban a todo el mundo. Seguro que había emitido algún sonido incongruente y él le había dado un significado a algo que no tenía ninguno.
Pero eso seguía sin explicar por qué el engendro no le había hecho ningún daño.
«Quizá lo pillé por sorpresa», se dijo Zor. «A lo mejor regresó de cazar, o de lo que fuera, y me encontró dentro de su choza, y cuando estaba a punto de lanzarse sobre mí, entonces desperté...»
Sin embargo, algo en su interior le decía que las cosas no habían sucedido de esa manera. Tenía la sensación de que el engendro llevaba un buen rato observándolo cuando él despertó. Podría haberlo matado cuando estaba inconsciente e indefenso y, sin embargo, no lo había hecho.
Bostezó. Se le cerraban los ojos, y decidió no pensar más en el asunto. Fuera lo que fuese, se había ido, y, si resultaba que era un engendro cobarde, entonces no volvería.
Aún empuñando el cuchillo y bien envuelto en su capa, Zor se durmió.
Despertó cuando la grisácea luz del día comenzaba a entrar por la puerta de la cabaña. Se despejó enseguida y miró a su alrededor, inquieto. Todo estaba en orden. Seguía estando solo en la cabaña, y era evidente que nadie lo había atacado. Se relajó, y fue entonces cuando descubrió que a sus pies había tres peces del fango muertos. Parpadeó, desconcertado. No recordaba haberlos visto la noche anterior. Quizá se le habían pasado por alto debido a la oscuridad, pero lo dudaba: los habría pisado al arrastrarse hasta la puerta. Al mirarlos con mayor atención descubrió que estaban encima de un lecho de ramitas trenzadas, como si fuera una bandeja.