—¿Estás buscando el dragón? -preguntó.
«Habla», pensé.
—Sí, ¿has visto adónde ha ido?
—No, pero sígueme. Puedo olerlo.
No sabía qué tenía aquella criatura que me llenaba de confianza para seguirla. Pero no albergaba otros planes. Recogí a Eltanin y nos adentramos en el laberinto.
George cruzó el campo de batalla al galope para explorar el terreno, que estaba cubierto de cadáveres y equipos. Había perdido el casco en el fragor de la lucha y pensó que era prudente reemplazarlo antes de que perdiera también la cabeza. No encontraba su casco por ninguna parte, pero vio uno exageradamente grande con forma de cabeza de caballo bajo el eje de un carro destrozado. Lo sacó con cierta dificultad y lo examinó.
—Parece bastante tonto, pero los carroñeros no podemos ser exigentes -dijo, encogiéndose de hombros. Se lo puso y volvió a montar.
Escrutó el campo de batalla desde la silla. Ambos ejércitos habían perdido todo concepto de orden. Hombres, mujeres, demonios y diablos corrían de un lado a otro sin propósito aparente; no le pareció sensato hacer lo propio.
—Y ahora, ¿qué? -preguntó, a nadie en particular.
—Ya que lo preguntas -contestó el caballo-, sospecho que lo más importante está sucediendo dentro de aquellas ruinas.
—¿Sabes hablar? No importa; ¡vaya pregunta! ¿Cómo te llamas?
—Bayard.
—Muy bien, Bayard, vamos a las ruinas. Y, mientras tanto, cuéntame todo lo que sepas sobre lo que está pasando.
—¿Lo que sé? ¿Qué es lo que sé? Sólo soy un caballo; a mí nadie me cuenta nada.
—¡Espera! ¿Has oído eso? -dijo George, tirando de las riendas.
—¿Oír qué?
—Alguien está pidiendo ayuda a gritos.
El corcel torció las orejas.
—No oigo nada.
—¡Otra vez! Voy a quitarme este casco para oír mejor…
Tiró de la enorme pieza. Cuando por fin logró quitársela, comprobó que los gritos de socorro procedían en realidad del interior del casco.
—Debe de haber un transistor aquí dentro. Veamos si es de dos canales. ¡Hola! -exclamó hacia el interior del yelmo-. ¿Puedes oírme?
—¡Sí, claro que te oigo! He estado escuchando todo lo que has dicho. Pero no sé quién eres.
—Soy George. ¿Quién eres tú? ¿Y dónde estás?
—Soy Ludovico. Y estoy dentro del casco.
—¿Dentro… del casco?
—Me temo que sí. Caí en él y no puedo salir. ¿Puedes ayudarme?
Al contempló las paredes de granito que la rodeaban; parecía no haber salida. Cuando la pirámide había surgido en medio del campo de batalla, la había absorbido de algún modo, igual que el rey-dragón se la había tragado sólo unos minutos antes. Miró la diminuta espada que sostenía en la mano y dijo:
—Supongo que no vas a sacarme de ésta, ¿verdad? -La espada permaneció inmóvil y Al suspiró-. No, no lo creo.
Robin sobrevolaba las ruinas, mientras las escrutaba con su vista de ave. Tras la derrota del ejército enemigo, sólo quedaba una tarea pendiente: encontrar a Wyrm. Vio una veloz figura azulada que corría entre las piedras; aunque volaba, le costó llegar hasta ella.
—¡Krishna!
La figura se detuvo en seco, y Robin buscó un buen lugar para posarse.
—¿Lo has visto?
Krishna señaló a lo lejos una acumulación de enormes monolitos dé piedra caliza, apilados de forma aleatoria como las piezas de construcción de un niño.
—Creo haber visto que algo entraba allí, aunque no lo he distinguido bien. ¿Has visto a los demás?
—No, eres el primero al que encuentro después de la batalla. Sigamos juntos; tal vez nos reunamos con los otros por el camino. Pero vamos a investigar primero ese montón de rocas.
—Exactamente lo que había pensado -dijo Krishna, sonriendo-. Por cierto, bonitas plumas.
—Gracias -dijo Robin, remontando el vuelo-. Tú también estás muy guapo.
Ella volaba a toda velocidad, pero Krishna no tenía problemas para correr a su mismo ritmo.
—¿Eso crees? Todavía estoy tratando de averiguar lo que puedo hacer, aparte de correr mucho. Ya hemos llegado.
—Parece que aquel dragón, por su manera de apartarse de ti, te consideraba bastante peligroso. Resultaba un poco cómico.
Llegaron al montón de rocas. Tres de ellas formaban una especie de dolmen: un monolito se sostenía en sentido horizontal entre las otras dos, que estaban en posición vertical. Esta disposición, aparentemente fortuita, parecía ser la puerta de entrada al interior de la pila.
—Bueno, tú eres la estratega-le recordó Krishna-. ¿Qué propones?
—Parece una trampa. Pero, ¡qué diablos!, si nos atrapan, al menos habremos creado una distracción que puede ayudar a Michael.
—¿Te refieres a Mike Arcangelo? No sabía que había venido a la fiesta.
—Estoy segura de que era él, con alas y la espada flamígera.
—Debe de haber encontrado la manera de tener una conexión privilegiada. Interesante. Bueno, ¿entramos?
—Tú vas a entrar. No creo que yo, con esta forma, sea de gran ayuda ahí dentro; no parece que haya mucho espacio para volar. Mira a ver si puedes hacer que salga a la superficie.
—Primero me dices que es una trampa, y luego me pides que entre solo.
—¿Qué pasa? ¿No quieres ser un héroe?
—¿Estás seguro de que hueles el dragón y no, digamos, tu propio aliento?
El león-águila me había guiado por el laberinto de ruinas durante lo que pareció un eón más bien largo. Empezaba a perder la paciencia.
—Es él, seguro. Me sorprende que no lo huelas tú. Es un hedor casi asfixiante.
—¿Te refieres a ese olor a rancio?
—Sí.
—Ahora que lo dices, sí que lo huelo.
—En ese caso, tal vez deberíamos separarnos para cubrir más territorio.
—No lo sé; no estoy seguro de que sepa orientarme sólo por el olor.
—Seguro que sí. Sólo tienes que caminar en contra del viento.
—Lo dices como si fuera muy fácil…
—Como comer espagueti con cuchara.
Con, estas palabras, se dio la vuelta y se adentró corriendo en las ruinas.
Busqué durante un rato de forma infructuosa. Empecé a preguntarme qué estaría haciendo Al. Cuando pensé en ella, su imagen apareció en Eltanin. Llevaba puesta una corona y parecía encontrarse en el interior de la pirámide, o lo que quedaba de ella; estaba prácticamente sepultada en una sala de granito llamada Cámara de la Reina. Abrí una ventana en su posición.
—Michael, ¿eres tú?
Tuve que admitirlo. Ella mostró una sonrisa taimada.
—Has venido a rescatarme como siempre, ¿eh?
—¡Mierda! Al, he venido porque necesito tu ayuda.
—Ya veo que pudiste salir bajo fianza.
—No exactamente, pero es una larga historia. ¿Qué estás haciendo?
—Intento pensar algo. Mi espada parece tener una especie de poder sobre Wyrm. Si tuviésemos tiempo de invertir la compilación del código, quizá podríamos saber de qué se trata.
—No te preocupes por invertir la compilación, puedo darte el código fuente ahora mismo.
—¿Qué? ¿Cómo puedes hacerlo?
—Con Eltanin -dije, levantando el orbe.
—Así que es eso, ¿eh?
—En efecto. ¿Dónde tienes la espada?
Ella levantó la miniatura de espada con empuñadura de cruz. Tenía el tamaño de un cortaplumas.
—¿Es eso? ¿Qué ha pasado? ¿Te la dejaste en el bolsillo y la metiste en la lavadora? -Al ver cómo la sostenía, me llamó la atención su forma-. ¿Sabes una cosa? Se me acaba de ocurrir por qué es la espada del hijo.
—Lo sé -dijo ella-. Por fin, yo también me he dado cuenta.
—Prepárate para bajar el código fuente. ¿Lo tienes?
—Sí.
—Bien. Volveré a ponerme en contacto contigo más tarde.
Entonces se me ocurrió otra idea.
—Busca a Ragnar -dije a Eltanin, pero la gema no mostró nada-. ¡Oh, no! No me digas que George se ha desconectado.
Al mencionar el nombre de George, Eltanin se puso repentinamente en funcionamiento. En la superficie nacarada pude ver a un caballero montado, envuelto en un halo parpadeante y que llevaba un casco de un tamaño absurdo que parecía una cabeza de caballo. Entonces comprendí que, con Eltanin, ya no necesitaba saber las direcciones telnet para plegar el ciberespacio: podía ir a cualquier lugar que me mostrase el Ojo del Dragón. Abrí una ventana en la posición del caballero y la atravesé.
—¡George! ¿Eres tú?
—¡Pero qué…!
El caballo se encabritó y volvió a bajar las patas, y el caballero tuvo que esforzarse para no caer de la silla.
—¡No aparezcas así ante la gente! Y tú, cálmate. -La última frase parecía dirigida a su montura-. Se supone que los caballos de guerra no son tan asustadizos.
—Me ha pillado por sorpresa -protestó el caballo.
—No me extraña -dijo George, y se volvió hacia mí-. Por tu aspecto, pareces de los buenos. ¿Te conozco?
—Soy Mike.
George emitió un suave silbido.
—¿Cómo puedes hacer eso?
—Encontré la manera de tener una conexión privilegiada.
—¿Con hardware normal? -inquirió, escéptico.
—La verdad, no.
—¿Quieres decir que es…? -empezó a preguntar, abriendo mucho los ojos.
Le interrumpí, porque no sabía si alguien nos podía estar escuchando.
—Sí, es lo que crees que es.
—Mike, ¿estás seguro de que es una buena idea?
Estaba convencido de que era una idea espantosa, pero
no
tenía ninguna mejor.
—¿Por qué?
—Sabes que ese programa, Wyrm, tiene unas increíbles características de gestión de software, sobre todo de ingeniería inversa. Eso quiere decir que es el analista definitivo, el pirata que acabará con todos los piratas.
—¿Y qué?
—¿Cómo sabes que no puede piratear tu mente?
Tenía razón.
—Corta la conexión, Mike -continuó-. Lo digo en serio.
—No puedo.
—Querrás decir que no quieres.
—Vale, no quiero porque no puedo. George, puede ser la única manera antes de que se arme el gran follón. Dworkin me ha dicho…
—¡Dworkin!
Se me escapó.
—Olvídalo, George. -Creo que empezaba a preguntarse si no me había pirateado ya la mente-. Mira, sin este hardware no tenemos prácticamente ninguna posibilidad de detener a Wyrm.
—Empiezo a pensar que no tenemos ninguna posibilidad en ningún caso. No tiene sentido que te conviertas en un vegetal por una causa perdida.
—Tenemos una oportunidad. Tiene que haber una manera de pararlo.
—Espero que tengas razón.
—Yo también. Pero voy a necesitar de tu talento. Y quiero que me pongas al día de lo que ha sucedido.
—¡Muchas cosas! No pudimos encontrar a Eltanin, pero nos apoderamos del arco de Heracles.
—No te preocupes por Eltanin, lo tengo yo. ¿Qué más?
—¡Oh, qué bonito! ¿Dónde estaba?
Se lo dije. Se dio una palmada en la cabeza, y se produjo un fuerte sonido metálico.
—¡El Gran Sello! ¡Claro! No puedo creer que no me diera cuenta antes.
—George…
—¿Qué más? Bueno, creo que ya te he contado nuestra visita al palacio del rey de los gigantes.
—Sí. Ahora que pienso en ello, recuerdo que en el mito original Thor tenía que someterse a otra prueba; en total, eran tres. ¿Cuál era la otra? ¡Ah, sí! Tenía que levantar del suelo el gato del rey, pero no podía porque… ¡El gato era en realidad Jormungandr!
—¡El gato de Schródinger! -exclamamos ambos al unísono.
—Muy bien, voy a buscar el gato -dije-. No te des por vencido. Podríamos conseguir más ayuda. ¿Conoces a otros piratas de inteligencia artificial que puedan participar ahora mismo?
—Es curioso que tú me digas esto.
Utilicé a Eltanin para invocar la ubicación de la cueva donde hablamos encontrado el gato por primera vez, el diseño experimental de Shródinger que estaba montado en una especie de mausoleo. Abrí una ventana en aquel lugar y la atravesé.
Al principio, parecía estar vacío.
—¡Gato! -exclamé-. Ven, gatito, gatito.
Nada.
—¡Wyrm! -exclamé.
Aquello provocó una respuesta; la sonrisa felina se materializó sobre el tejado del mausoleo.
—De modo que lo has descubierto -dijo.
—Quiero hablar contigo -empecé, pero la sonrisa ya se estaba desvaneciendo.
—Ahora estoy un poco ocupado -dijo-. Pero nos veremos en el infierno.
La sonrisa acabó de desaparecer.
Sentí la tentación de abrir la puerta del mausoleo, como si aquel gesto sirviera de algo. Cuando me disponía a marcharme, lancé una última mirada a la puerta y me fijé en el signo del ouroboros. De pronto, supe exactamente lo que debíamos hacer.
Robín había estado sobrevolando en círculos el montón de rocas durante casi una hora, tratando de vigilar no sólo la entrada por donde había pasado Krishna, sino también otras posibles vías de entrada o salida. Maldecía mentalmente a Roger Dworkin, o a quien fuese responsable de aquel juego, por no incluir algún tipo de comunicación telepática: Krishna había permanecido incomunicado desde que entró en el interior de la pila.
De pronto, Krishna salió de las rocas por la entrada original; corría a toda velocidad. Bueno, a toda velocidad para cualquier otra persona; para él, era como un agradable paseo.
«Está atrayendo algo para que salga», pensó Robin.
En efecto, unos instantes después, una enorme cabeza de reptil surgió por la misma abertura. Le siguieron metros y metros de cuello. Era un monstruo descomunal, que empequeñecía incluso al dragón al que se habían enfrentado en el campo de batalla. Robin dio la vuelta y bajó en un fuerte picado hacia la base del cráneo de aquella criatura.
Cuando estaba descendiendo, la serpiente gigante se giró de pronto hacia ella. Una terrible llamarada brotó de la boca y la envolvió. Al perder el control, el ángulo de su vuelo varió y se desplomó convertida en una bola de plumas ardientes.
—¡Robin! ¡Maldición!
Krishna volvió sobre sus pasos y corrió a toda velocidad hacia el dragón, aunque sabía que ya era demasiado tarde para salvar a su compañera. Sin embargo, esperaba aprovechar la distracción provocada por Robin (y que había pagado con el máximo precio) para colocarse debajo de la cabeza del monstruo, donde no podría lanzarle su aliento de fuego.
Pese a la velocidad de Krishna, el dragón fue más rápido. Giró la cabeza y abrió la boca de nuevo; pero, en lugar de escupir llamas, bajó la cabeza y se lo tragó entero.