El animal chilló y chasqueó las fauces hacia una de mis alas (¿tenía alas?). Me aparté y eché a volar. ¡Qué diablos!, si tenía alas, bien podía utilizarlas.
El anfíptero -así lo describía mi ventana de texto- extendió las alas y me siguió. Nos encontramos en el aire y comprendí que debería haber permanecido en el suelo: el monstruo era un experto volador, mientras que para mí se trataba del primer vuelo. Aun así, una serpiente alada no tiene una forma que ofrezca la mejor capacidad de maniobra, por lo que conseguí mantener el tipo en las primeras pasadas. La serpiente sabía algunos trucos de combate aéreo porque consiguió ponerse encima y utilizó la superior altitud para lanzarse en picado. La vi precipitarse sobre mí, con las fauces abiertas, y supe que si no podía eludir el ataque, todo habría terminado.
Sabía que el mayor error era moverse de forma prematura y darle la oportunidad de corregir el rumbo. Esperé hasta el último momento y me eché a un lado. El monstruo logró torcer las fauces lo suficiente como para arañarme la espalda, e hizo que manara sangre (o icor, o lo que fuese) con sus afilados colmillos. Golpeé con la espada con todas mis fuerzas, pero fue el propio impulso del monstruo el que dio la mayor parte de potencia a mi golpe, y le arranqué unas dos terceras partes del ala izquierda. Volvió a chillar y siguió precipitándose hacia el suelo. Su vuelo en picado se convirtió en una estrecha espiral cuando intentó detenerse alargando el ala que le quedaba. El ruido que hizo al chocar contra el suelo fue muy satisfactorio, una combinación del ruido sordo y húmedo que Humpty Dumpty no había hecho. No volvió a moverse. Una multitud empezó a rodear el cadáver.
No les hice caso, sino que volé directamente a la cumbre del zigurat. Las paredes de cristal azulado del séptimo nivel estaban divididas por unas puertas doradas abiertas. En la antesala había una estatua de oro de Marduk, el matador de dragones. Tenía una mano extendida, que sostenía un orbe blanco nacarado: una perla gigante, quizás, aunque casi tenía el tamaño de una pelota de
sojiball.
Eltanin.
Toqué el orbe con la zurda y todo cambió de inmediato a mi alrededor. Las paredes de la pirámide se volvieron transparentes y pude mirar hacia abajo y ver miles de monjes trabajando en sus celdas o recorriendo el laberinto de pasillos. Y aún más: mi ventana de texto empezaba a mostrar algo; la examiné unos segundos, hasta qué supe que era el código fuente del objeto que estaba mirando.
De pronto, comprendí que debía hacer algunas preguntas a Ptah sobre el objeto que sostenía en la mano. En el momento en que pensé en él, su imagen apareció en la superficie del orbe.
—¿Ptah?
—Sí, soy yo. ¿Cómo lo has hecho?
—Con Eltanin.
—¿Lo tienes? ¡Fantástico! ¿Has descubierto otras cosas que puedes hacer?
—Acabo de tomarlo entre mis manos. Pero parece mostrarme el código fuente de todos los objetos que miro.
—¡Genial!
—¡Eh!, se me acaba de ocurrir algo. Esa magia anagramática de la que me habló Art… ¿Puedo hacerlo yo?
—Puedes hacer eso y mucho más. De hecho, puedes cambiar y, en algunos casos, añadir y quitar letras.
No estaba seguro de lo que quería decir. Estábamos hablando de juegos de palabras y lo explicaba como si fuese el arma definitiva.
—¿Se supone que es especialmente difícil?
—Lo es. Verás: esto funciona como si las letras y las palabras fuesen materia. Reordenarlas es sencillo, porque la materia se conserva, como en una reacción química. Cambiar una letra por otra requiere más energía: es como transmutar un elemento. Y añadir una letra exige una enorme cantidad de energía.
—Entonces, al quitarla debería liberar energía, ¿no?
—Exacto, lo has entendido. Salvo que antes tienes que poner energía suficiente para llegar a un determinado umbral, como en un reactor nuclear.
—¿Se llega al límite cuando se agota algún tipo de energía?
—Para la mayoría de la gente, sí; pero no para ti. No puedes agotar la energía. Tu único límite es la cantidad que puedas canalizar a la vez. Si intentas gestionar una cantidad excesiva, morirás. En Internet, por lo menos.
—¿Morir en Internet? ¿Te olvidas de que mi sistema nervioso central está conectado directamente a Internet en estos momentos?
—Hummm… Tienes razón. Puede que mueras en algún sitio más.
Abrí la boca para soltar una maldición, pero me contuve al ver que la estatua abría la boca y entonaba con una voz semejante a un órgano:
—Desde la primera maravilla hasta la última.
En el instante siguiente, Eltanin se desvaneció como una voluta de humo.
—¿Qué diablos significa esto?
No contestó. Muy bien, ésa iba a ser mi única pista. «Desde la primera maravilla hasta la última.» ¿Maravilla? George me contó que Al había dicho que el zigurat era, según algunas teorías, la base de las leyendas sobre los Jardines Colgantes de Babilonia, considerada una de las siete maravillas de la Antigüedad. Me di una palmada en la cabeza con una mano virtual. «Del jardín del matador de wyrms…», el jardín de Marduk, los Jardines Colgantes de Babilonia. Tenía que ser eso. Y el resto de la frase: «… a la tumba del avatar», tenía que corresponder a la «última maravilla». No sabía si los Jardines Colgantes eran la primera maravilla, pero estaba bastante seguro de saber dónde podía encontrar la última. Era la tumba de un dios hecho carne: la tumba de un avatar.
Abrí la ventana de texto y realicé una búsqueda de lo que quería localizar; luego plegué de nuevo el ciberespacio.
Era una noche de luna llena en la llanura de Cizeh, que daba a la antigua necrópolis un aire especialmente tétrico. Sentí un extraño presentimiento, como si algo estuviese a punto de suceder. Y sucedió.
Mientras observaba la escena, un estremecimiento sacudió la gran pirámide de Keops, también conocida como Khufu. Cuando pasó, la pirámide ya no era una ruina, sino que mostraba el aspecto que debía de tener cuando fue terminada, casi cinco mil años atrás. Keops estaba totalmente engastada en un manto de blanca y pulida piedra caliza, que parecía casi traslúcida a la luz de la luna. La piedra que remataba la construcción, envuelta en oro, también estaba en su lugar.
Entonces oí un ruido grave. La esfinge se alzó de su acurrucada postura de tantos milenios y, por unos momentos, pensé que se avecinaba otro combate. Sin embargo, la bestia ni siquiera me lanzó una mirada, sino que bostezó, estiró su cuerpo de león y se alejó hacia el este. Por alguna razón, aquello redobló mis presentimientos.
Busqué una manera de entrar en la pirámide y descubrí que estaba oculta bajo la capa de piedra caliza. Me encogí de hombros y empecé a decir «ábrete Sésamo», pero no pasé del «ábrete», porque, en cuanto lo dije, toda una sección de la capa caliza desapareció y mostró la entrada a un pasadizo ascendente.
Emití un silbido por lo bajo. Dworkin no bromeaba al hablar del modo timón. Entonces descubrí que no sólo el exterior había sido restaurado a su condición original, sino que los enormes tacos de granito que sellaban el pasadizo estaban alojados firmemente en sus puntos de encaje. De nuevo, bastó con una orden, «ábrete», para que el primer sello ascendiera al techo.
Avancé a lo largo del corredor, repitiendo el proceso cada vez que encomiaba un obstáculo; continué a través de la gran galería y atravesé el techo de la cámara mortuoria; finalmente, llegué a una pequeña cámara que se encontraba justo debajo del ápice. Había un agujero. Introduje la mano en él y busqué a tientas, mientras me preguntaba si sacaría un muñón ensangrentado. Mi mano se cerró alrededor de un objeto redondo y suave. Incluso antes de sacarlo, sabía lo que era. Volvía a tener a Eltanin.
Miré el orbe, que parecía susurrar en mi mente: «¿Qué deseas ver?».
Antes de decidirlo, toda la pirámide empezó a temblar y retumbó al igual que si se tratase de un terremoto. Noté como si algo gigante se abriera camino desde la base de la pirámide, mientras aumentaban las sacudidas.
Cuatro caballos y sacrificio de dama
Los convocaron en el lugar llamado en hebreo Armageddon.
APOCALIPSIS 16,16
Tahmurath se encontraba de pie en la cima de un promontorio, escrutando el deprimente paisaje que se extendía ante él. Gotas de agua sucia caían de un cielo plomizo y cubrían todas las cosas con un fango negro y alquitranado. La llanura arrasada estaba salpicada de campamentos, donde pequeñas hogueras parpadeaban débilmente en las tinieblas.
Se le acercó otra figura, embozada en una capa que estaba tan manchada barro como la de Tahmurath.
—Hola, parece que hemos reunido nuestras huestes, ¿eh? -dijo Ragnar.
Tahmurath asintió con la cabeza.
—Hemos publicado el aviso en todos los grupos de noticias, MUD y BBS que hemos podido acceder. Una bonita solución, por cierto, al problema de las cadenas de cartas.
—Gracias -dijo Ragnar, que había propuesto una carta anticadena; como en una cadena normal, a cada destinatario se le solicitaba que añadiese su nombre a la carta antes de reenviarla, pero la carta también contenía la instrucción de que no debía reenviarse si ya había en ella cinco nombres.
—Parece que todos vienen a este lugar. Debe de ser cosa de Wyrm, pero no me preguntes cómo ni por qué.
—Sobre el cómo -respondió Ragnar-, teniendo el control de Internet, probablemente puede crear espacio virtual del tamaño que desee.
—Sí, eso es lo que me da miedo: que tenga ese tipo de control.
Ragnar meneó la cabeza mientras escudriñaba la multitud allí reunida.
—Parece un éxito de convocatoria, pero todavía albergo dudas sobre el uso de la técnica de la Horda Mongola. ¿Quiénes son?
—Dioses y magos de los MUD, piratas de todo tipo y condición. Los Istari, la Bene Gesserit, los Dorsai, Deryni, Talamasca, la orden del Ángel del Pavo Real, los Decididos de Júpiter el Tonante. -Tahmurath iba señalando los grupos a medida que los nombraba-. Hay por lo menos tres grupos que se autodefinen como templarios; sin embargo, sólo uno de ellos está de nuestro lado. Los Caballeros de la Discordia forman un gran grupo y he perdido la cuenta de los Illuminati.
—¿Dónde están los de la Discordia?
—Allí. Y otros allá, y hay otros más en aquella dirección…
—No importa, ya me hago a la idea. – Hizo un gesto hacia la zona donde estaba acampado el ejército enemigo. – No me gusta el aspecto de aquella pandilla.
Las hordas del infierno parecían contar con todas las criaturas malignas y sobrenaturales que cabía imaginar. Había demonios, diablos,
asuras, rakshasas, div, pretas, oni, gaki, afrit, djinnsy
muchos otros seres, algunos de los cuales desafiaban todo intento de clasificación.
—Tengo una extraña sensación al no estar jugando en el pozo de las serpientes -dijo Ragnar.
—Sí, sé lo que quieres decir.
Cuando llegaron a Cepheus, descubrieron que la puerta del pozo de las serpientes estaba bloqueada. Arthur supuso que se trataba de una avería en el sistema de seguridad, pero tuvieron que dispersarse por distintas salas del edificio, cada uno con su propio ordenador.
Un examen más detenido de las fuerzas aliadas revelaba que muchos grupos estaban reunidos bajo determinados estandartes. Uno de ellos mostraba lo que Parecía una letra V invertida. Cuando Ragnar y Tahmurath bajaron del promontorio para reunirse con el resto del grupo, llegó un jinete que sostenía un escudo con aquella misma insignia sobre la imagen de un pájaro de aspecto cómico. Llevaba un casco excesivamente grande en forma de cabeza de caballo.
—¡El Dodo! -exclamó Megaera cuando desmontó-. ¿Eres tú, Dodo?
Levantó el visor del casco y sonrió por debajo de sus largos bigotes blancos.
—El mismo, pero estoy en desventaja.
—Soy Medea. -dijo ella.
—¡Salve y saludos! -dijo, ampliando su sonrisa.
—¿Se puede saber quiénes sois vosotros? -preguntó Gunnodoyak-. ¿Los Caballeros Que Dicen Nih?
—No esos están por allá. -Señaló la dirección con su mano, enfundada en un guantelete-. Nosotros somos…
—¡Sé quiénes sois! -exclamó Ragnar-. ¡Maldición! Ojalá Mike estuviera aquí para verlo con sus propios ojos.
—Estamos encantados de que vuestro grupo esté en nuestro campamento, sir Dodo -dijo Tahmurath.
—Sir Ludovico -le corrigió-. Y nos sentimos muy felices de estar aquí. Espero que podamos ser de ayuda. -De pronto, se inclinó para mirar más de cerca el pecho de Tahmurath-. ¡Oh, qué vulgar!
—¿Qué es vulgar? -preguntó Tahmurath, confuso-. ¿Qué quieres decir?
—¿Por qué llevas un collar que dice «Cómeme»?
Tahmurath levantó el disco que colgaba sobre su pecho y lo examinó.
—Es mi galleta mágica. Pero esta inscripción no estaba antes. -Se volvió al resto del grupo-. Mirad si también está en las vuestras.
—Ya lo estoy mirando -respondió Ragnar, sacando su galleta de una bolsa-. Sí, aquí está.
Los otros vieron que sus respectivas galletas tenían la misma marca.
—Muy bien, no hace falta pensar mucho -dijo Tahmurath-. ¿Quién será el primero?
—Tengo un poco de gusanillo… -comentó Ragnar, mordiendo la galleta y empezando a masticarla.
—Espero que pueda masticarse -dijo Megaera, titubeante.
—¿Porqué no?
—Estaba pensando que podría ser como recibir la eucaristía: estás tomando algo especial, sagrado, por lo que no es apropiado masticarlo.