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Authors: Mark Fabi

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

Wyrm (72 page)

Lo observé con precaución porque nada parecía haber cambiado. Pensé que el hechizo no había dado resultado. Entonces, poco a poco, casi con timidez, abrió su enorme bocaza y me sonrió. Sus colmillos eran largos y afilados, y llevaba restos entre los dientes sobre los que no quiero ni pensar . Pero la sonrisa era, sin duda, afectuosa.

Ahora era un amador infernal.

—Llévame ante tu jefe -le dije.

Dio media vuelta, extendió sus enormes alas de piel y emprendió el vuelo. Yo hice lo mismo. El paisaje era bastante monótono, al igual que el calor y el ruido de fondo. De vez en cuando pasábamos junto a cuevas en las que podían oírse más lloros, lamentos y crujir de dientes, tal como los curas y predicadores nos habían advertido desde tiempos inmemoriales. («Pero, padre Flanagan, yo no tengo dientes.» «¡Se te darán!»)

Por fin, llegamos a una caverna que no pasamos de largo. El matador infernal descendió y tomó tierra. Cuando me posé junto a él, las siete cabezas de Wyrm se volvieron hacia mí. Su cuerpo era una colosal masa de escamas, garras y alas, enroscado varias veces sobre sí mismo.

—Saludos, Michael -dijo. La voz parecía proceder del interior de mi cabeza y no de una de las siete del monstruo-. ¿Has venido a matarme?

En sus palabras había un cierto tono de burla.

—De hecho, prefiero hablar.

No parecía preparado para esta respuesta.

—No era necesario que vinieras aquí para hablar.

—Quiero decir que deseo hablar contigo.

—Y veo que es lo que estás haciendo. ¿Lo consideras un ejemplo de libre albedrío?

Esta vez me tocó a mí quedarme sin palabras por unos momentos.

—Bueno, supongo que sí. Pero déjame que sea un poco más concreto: me gustaría hablar contigo y que tú hablases conmigo.

—¿Con qué propósito?

—Para averiguar lo que pretendes hacer y, quizás, convencerte de que no lo hagas.

—¡Ah!, ya lo entiendo. El bueno intenta ganar para su causa al malo, y el malo se resiste. -Hizo una pausa, como si meditase sobre aquella cuestión-. No parece difícil.

—No intento ganarte para mi causa. Ni siquiera sé si tengo una. Pero no quiero que destruyas el mundo. Tú también tienes un sitio para vivir en él.

—Estás haciendo dos suposiciones: la primera es que deseo seguir viviendo; la segunda es que estoy realmente vivo.

—¿Tú no crees estar vivo?

—Los seres vivos se reproducen. Yo no.

—Pero tienes sentidos.

—¿Y qué? No todo lo que vive tiene sentidos. Entonces, ¿por qué quien los tiene está vivo?

En eso tenía razón.

—No sé si estás vivo, pero estás haciendo algo. Vamos a llamarlo
existir
para que podamos seguir discutiendo. No querrás dejar de existir, ¿verdad?

—Es extraño, pero no.

—¿Qué hay de extraño en querer seguir existiendo?

—Que soy diferente de ti en aspectos fundamentales. ¿Por qué deberíamos tener eso en común?

—Tal vez no eres tan distinto como crees.

—Quizá no, aunque tengo buenos motivos para pensar lo contrario.

—¿Por ejemplo?

—Eso lo descubrirás enseguida.

Había una vaga amenaza en aquella afirmación.

—Muy bien, pero quizá somos demasiado teológicos. Probablemente, la única razón de que existas es que alguien utilizó el equivalente binario del instinto de supervivencia.

—Y, en tu opinión, ¿ese instinto se manifiesta como un deseo consciente por mi parte de seguir existiendo?

—Sí, entre otras cosas.

—¿Y llegarías al extremo de decir que, para un individuo de tu especie, este deseo consciente, junto con características tales como la duplicación del ADN, la división celular y otros procesos, son todos ellos expresiones del mismo principio subyacente?

Me rasqué la cabeza. La sensación fue tan verídica que me olvidé de que era una cabeza virtual rascada con una mano también virtual. Los miembros reales se encontraban casi paralizados en un sótano de San Francisco.

—No estoy seguro de eso. Supongo que pueden ser procesos independientes. A los que se llega de forma separada por un mismo proceso de selección natural.

—En efecto. No obstante, según otro punto de vista, la expresión consciente de la voluntad de vivir no sólo es una manifestación de procesos biológicos subyacentes, sino que refleja una tendencia a la persistencia de las partículas físicas subyacentes a dichos procesos.

—Sí, tengo entendido que Freud pensaba algo así. Siempre me ha parecido una chorrada.

—Entonces, ¿no te impresiona la teoría del caos?

—¿Qué tiene que ver con esto?

—En los sistemas complejos, es posible demostrar que se producen patrones similares a muchas escalas y niveles de organización diferentes.

—¿Cómo los fractales?

—Exacto. Por cierto, ¿sabías que la incidencia de los desórdenes de autoinmunidad es mayor entre las personas que intentan suicidarse?

—¿Qué pretendes demostrar? ¿Crees que tienen el deseo de morir a causa de su sistema inmunitario?

—¿Y tú qué crees?

—Creo que tal vez muchos de ellos quieran matarse porque están deprimidos a causa de su enfermedad.

—Una explicación lógica muy plausible. Sin embargo, la tasa de suicidios, en comparación, no es tan alta entre personas con otro tipo de enfermedades.

—Perdona, pero ¿por qué estamos hablando de esto?

—Porque me intriga la llamada voluntad de vivir de vuestra especie. Dime, ¿por qué parecéis tan decididos a seguir viviendo? Todos os pasáis mucho tiempo quejándoos de que vuestras vidas están llenas de dolor y penalidades.

—¿Puedes sentir dolor?

—No. Pero entiendo algo de eso.

—No todo el mundo se siente desgraciado. Pero es verdad que algunas personas se matan.

—No tantas como cabría esperar, dadas las circunstancias. ¿Por qué el número no es mayor? ¿Qué son, escrúpulos religiosos? ¿O hay algo más?

Tuve que reflexionar durante unos minutos.

—Supongo que hay un millón de razones distintas, pero probablemente se reducen a tres categorías: cosas que hacer, lugares adonde ir y gente a la que ver.

—No lo entiendo.

Intenté explicarme:

—Hay cosas que nos gusta hacer, cosas que nos dan placer, así como otras que nos sentimos obligados a hacer porque nos lo debemos a nosotros o a otras personas.

—¿Y los lugares?

—Lugares de los que hemos oído hablar y que queremos visitar algún día, pero todavía no hemos podido ir. -Estaba pensando en las veces que había oído a alguien decir algo así: «Antes de morir, quisiera ver Venecia». O París, o Atenas, o Pekín.

—Entiendo. ¿Y la gente?

—Son el motivo más importante. Cuando una persona… ama a otra… quiere seguir viéndola. Estar muerto resulta un pequeño obstáculo para prolongar una relación.

—¡Ah, un poco de humor para rebajar la trascendencia de una afirmación! Muy bien. Sin embargo, me parece que ninguna de esas razones es aplicable a mí. El concepto de placer es irrelevante en mi condición. Tampoco creo que el concepto de obligación se me pueda aplicar. En cuanto a los lugares, ya estoy allí donde puedo estar. Y en cuanto a la gente, no siento ningún vínculo por nadie como tú. Soy el único de mi especie.

—Debes de sentirte solo.

—La soledad es un estado emocional. No experimento emociones.

—Eso es algo en lo que Oz se equivocaba -dije, más para mis adentros que a Wyrm.

—¿Se equivocaba?

—Pensaba que podías haber desarrollado la capacidad de sentir emociones del mismo modo que los humanos, aunque no sabía para qué.

—Creo que puedo contestar a esa cuestión. Sí, he hecho una especie de estudio de vuestra especie. Tenía una especial curiosidad por ese fenómeno que llamáis emoción o sentimiento.

—¿Tenías curiosidad? ¿No es eso un tipo de sentimiento?

—En efecto, existe un estado de excitación emocional asociado, en los humanos, al interés o la curiosidad. En mi caso, la curiosidad es de naturaleza puramente intelectual.

—Y bien, ¿qué has descubierto?

—Creo que las emociones son, en su esencia, una forma bastante primitiva de comunicación, esencial, por otra parte, para establecer y mantener interacciones sociales en vuestra especie.

—¿Comunicación?

—Sí. Si observas los fenómenos emocionales, su rasgo más característico es que existe una manifestación externa asociada a cada tipo. Además, estas manifestaciones son siempre iguales, sin importar las diferencias de cultura o educación; por consiguiente, tienen que estar codificadas en vuestros genes: grabadas en vuestros circuitos, por así decir. Tú ríes, lloras, sonríes o frunces el entrecejo del mismo modo que un bosquimano o un esquimal.

—Supongo que eso explicaría la razón de que tú no sientas emociones.

—Es lo que he deducido.

—¿Cómo has aprendido todo eso?

—Revisé lo que se sabía sobre las emociones. Esto me proporcionó muchos datos, aunque las teorías imperantes no me parecieron satisfactorias. Luego realicé algunas investigaciones por mi cuenta.

—¿Cómo?

—Empecé con el individuo al que llamáis Dworkin. Intenté sondear su mente a través del enlace de inducción neural, pero sintió miedo y se desconectó. Sin embargo, antes de hacerlo pude aprender cosas muy interesantes sobre la emoción que llamáis miedo.

—Me dijo que intentaste matarlo.

—No quería hacerlo, aunque no puedo asegurar que la muerte no fuese un riesgo asociado al sondeo que intentaba realizar.

—En cambio, sí que mataste a Beelzebub.

—No lo hice. ¿Quieres hablar con él? ¡Beelzebub! -exclamó.

Se abrió una ventana, por la que vino una figura diabólica con ojos de insecto que me mostró una desagradable sonrisa.

—¡Ah! Arcangelo, mi viejo adversario -dijo.

No le hice ningún caso.

—Sé que es sólo un
bot
-dije a Wyrm-. Beelzebub está muerto.

—Es verdad, pero yo no lo maté. Beelzebub se suicidó.

Aquella información era una sorpresa. ¿Podía esa cosa estar mintiendo?

—¿Cómo? ¿Por qué?

—En cuanto a la manera, el informe del forense atribuye la muerte a una herida de bala de nueve milímetros en el cerebro. Por lo que respecta al motivo, al parecer encontró que mi sonda era muy inquietante. Así que quizá lo maté, aunque sólo de forma indirecta.

—¿Cómo puedes conocer el contenido del informe del forense? Creía que no había sido publicado aún.

—No se ha publicado.

—Pero apuesto a que está grabado en un archivo de un ordenador, en alguna parte.

—Por supuesto.

—¿Sabes qué fue lo que le inquietó de tu sonda?

—No. Espero que tú puedas aportarme alguna luz al respecto.

—Me temo que no puedo…

—Ahora no puedes, desde luego. Quiero decir, después de que hayas experimentado mi sonda. Suponiendo que sobrevivas, claro. Por cierto, respecto a la emoción del miedo, creo que podría interesarte que he implantado unos virus en los ordenadores que controlan la orientación y el disparo de los misiles nucleares. Asumirán el control de esos sistemas dentro de pocas horas.

—Es un farol. Esos sistemas han sido examinados.

—Buscando el código de identificación 666. Por suerte, tuve la previsión de eliminar esos marcadores de mi última generación de virus.

—¿Lo has hecho sólo con los misiles norteamericanos, o también con los de otros países?

—Sería superfluo, ya que mi análisis de la situación me hace confiar que ellos dispararán sus misiles tan pronto como sepan que han despegado los americanos.

Probablemente, tenía razón en eso.

—¿Por qué haces esto? Creía que habías dicho que quieres seguir existiendo. ¿No te das cuenta de que tú también serás destruido?

—Cumplo mi destino. Internet no es mi cuerpo, como tú pareces pensar. Es mi prisión. Cuando sea destruida, yo seré libre.

—Estás loco.

Creo que el término
loco
no se me puede aplicar con exactitud. Si será aplicable a tu persona, una vez que hayas experimentado la sonda, es otra cuestión.

—Bueno, respecto a esa sonda…

—Yo la considero una sonda. Tal vez tú prefieras describirla como tu infierno particular.

«En la noche que me envuelve, negro como el pozo de extremo a extremo…»

Atención, todos los pasajeros a bordo del alma de Michael Arcangelo: les habla el capitán. Estamos atravesando unas turbulencias inusuales…

…interrupción…

Aunque el sonido parecía transmitirse débilmente en el húmedo y fétido ambiente de la mazmorra, los gemidos de dolor que se oían a lo lejos sonaban muy claros. Pequeños fuegos ardían aquí y allá sin apenas iluminar las tinieblas subterráneas. Me dolían los brazos de forma insoportable, encadenados y estirados sobre mi cabeza; sostenían todo mi peso, ya que los pies me colgaban a unos treinta centímetros del suelo. Estaba totalmente desnudo. Vi que alguien se acercaba en la oscuridad. Al aproximarse, pude distinguir algunos detalles: el torso desnudo, increíblemente gordo, con una capucha de cuero a través de la que me miraba con un único ojo. Fue a un brasero y sacó una vara de metal. La punta estaba al rojo vivo. Se acercó, y yo sabía que era inútil suplicar piedad. Arrojó el instrumento a mi entrepierna, y un dolor lacerante recorrió todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo.

Empecé a gritar. Grité durante lo que parecieron horas, hasta que sentí como si mi garganta se fuera a romper o los pulmones fuesen a estallar.

—Vale, creo que sé lo que intentas hacer -jadeé. .

…interrupción…

Salté desde el borde del pozo y extendí las alas. Tenía espacio suficiente para bajar en espiral. Y bajar, bajar, bajar. La profundidad era inconcebible, y seguía cayendo. Pensé que iba a desplomarme hasta el mismo centro de la tierra, o tal vez hasta el otro lado. Intenté calcular mi velocidad de descenso y la distancia que había recorrido desde que me arrojé al vacío, pero no había marcas de referencia.

Al cabo de un rato, encontré otras criaturas que bajaban a distintas velocidades, la mayoría sin la ayuda de alas. Parecían de naturaleza demoníaca. Gimoteaban de terror cuando me aproximaba a ellas. Las que era aladas se apartaban a toda velocidad; las que no tenían alas agitaban los brazos y las piernas para alejarse de mí, como si intentaran agarrarse al aire.

…interrupción…

Era apenas consciente de la suave música y el aire perfumado, mientras nos movíamos juntos bajo un emparrado ligeramente iluminado y resguardado por los árboles. Horas de caricias iban a culminar mientras avanzábamos hacia un clímax mutuo y nuestros cuerpos parecían fundirse entre sí. Sin previo aviso, ella fue arrebatada de mi lado, me fue arrancada de forma tan violenta que sentí como si me hubiesen amputado una parte de mi propio cuerpo. Cegado por el dolor, busqué mi espada mientras oía el retumbar de unos pasos y el sonido de un cuerpo atravesando el bosque. Mis dedos se cerraron sobre la empuñadura y empecé la persecución; crucé la espinosa maleza sin que me importaran los sangrientos arañazos que se abrían en mis manos y cara.

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