Por suerte, guardaba otro as en la manga. Una cuenta que tenía en mi
alma mater
y que conservaba sobre todo para tener acceso mediante llamada local cuando me encontraba en la costa Oeste, aunque la usaba muy poco. Por supuesto, desde este lugar era una llamada de larga distancia; me preguntaba quién pagaría la factura.
Al parecer, mi cuenta en Caltech había escapado a su investigación. Me conecté y seleccione el navegador de la web. Empecé a sentir los primeros atisbos de un presentimiento. Dirigí el navegador hacia una enciclopedia en línea y busque «Vamana». Por extraño que pudiese parecer, nunca me había preguntado por el significado de aquel nombre. Ahora, mi presentimiento me decía que era importante. Al cabo de unos segundos, apareció la respuesta. Vamana: encarnación del dios hindú Vishnu como… un enano.
Cerré el navegador y me conecté mediante telnet a Ajenjo. Una vez que hubo asumido el personaje de Malakh, empecé a retroceder sobre mis pasos a través del laberinto, desde la sala donde habíamos tenido nuestro decisivo -y para mí, mortal- encuentro con el
guivre.
En mi condición de fantasma, fue muy fácil; nadie podía verme ni molestarme.
Por fin, regresé al puente colgante semidestruido que cruzaba el precipicio por unos momentos, me pregunté que efectos tendría en un fantasma caer desde aq lia altura, pero no era el mejor momento para comprobarlo.
—¡Vamana! -grité.
Hubo una larga pausa. Empezaba a pensar que no conseguiría nada, cuando una mano peluda apareció en el borde del precipicio. La mano fue seguida por el resto de la achaparrada e hirsuta anatomía del troll.
Sí, aquí estaba: la leyenda de los piratas, el azote de Internet, el dios enano del ciberespacio, el propio
nanus ex machina.
—Roger Dworkin -dije.
—¿Cómo lo has descubierto?
—No lo he sabido hasta ahora. Pero empezaba a preguntarme quién podría haber llevado a término aquella operación que me arrancó de la custodia de los federales. No se me ocurrió nadie más que tú y, como solía decir Sherlock Holmes, cuando se ha eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que sea…
—Debe ser verdad -concluyó.
—¿Cómo diablos lo hiciste?
—¿Que te sacaran de allí? Fue sólo un RQH-4479.
—¿UnRQH-4479?
—Una autorización de transferencia de la custodia civil a la militar.
—¡Custodia militar!
—Sí. Bueno, algo así. Oficialmente estás bajo la custodia de un organismo de inteligencia militar tan secreto que nadie lo conoce.
—¿Nadie?
—Nadie. Todos los tipos lo bastante poderosos como para tener autorización para conocerlo, gente como el presidente o el jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor, son demasiado importantes para preocuparse por estas trivialidades.
Había oído hablar de burocracias bizantinas, pero esto era el colmo. Entonces lo comprendí.
—No es un organismo auténtico, ¿verdad?
El troll enseñó los huecos de su dentadura mientras sonreía. Sentí una punzada de cólera contra él por perder tiempo en aquellos detalles ambientales.
—Es notable lo que uno puede hacer teniendo el nivel de acceso adecuado -dijo-. Pude desviar una parte de los fondos reservados del Estado para financiar una institución claramente especializada en contraespionaje informático.
—¿Cuánto?
—Sólo unos pocos millones.
—Oh, oh. ¿Así es como te enteraste del enlace de inducción neural?
—No sólo lo descubrí, sino que pude adquirir el hardware para, bueno, actividades propias de la institución.
—Entiendo. Entonces, ¿quién es el difunto?
—¿Te refieres a la persona que creían que era yo? Alguien que tú conoces, o tal debería decir que es alguien de quien has oído hablar mucho. No conozco su verdadero nombre, pero su seudónimo era Beelzebub.
—¡Beelzebub! ¿Lleva muerto todo este tiempo? ¿Cómo se metió en esto?
—No estoy muy seguro, pero no se involucró hasta que alguien, o algo, que estaba en la red intentó matarme.
—¿Eh? ¿Cómo puede algo que está en la red…? Espera un momento. ¿Estás utilizando hardware de inducción neural?
—Parece que tienes mucha información. ¿Cómo lo has averiguado? Por favor, no me digas que tienes intuición.
—No te lo diré. Uno de los jugadores de mi grupo, al que conoces como Tahmurath…
—… Es Arthur Solomon. Cierto, creo que su compañía tiene algunos contratos firmados con Defensa. Probablemente incluso han desarrollado parte del software de NIL. Debí haber pensado en eso.
—¿Y Beelzebub? ¿Lo mataron a través de la conexión NIL?
—Eso es lo que creo que debe haber sucedido, aunque no lo sé con certeza. Desde que estuvieron a punto de liquidarme la primera vez, no he querido correr el riesgo de volver a usar ese material…
—Buena idea.
—Sí. De modo que desaparecí. Al parecer, Beelzebub consiguió entrar en la casa donde tenía guardado el hardware de NIL, aunque para mí es un misterio cómo lo hizo e incluso cómo averiguó que estaba allí. Desde entonces, he intentado controlar lo que sucede mediante el enano.
—¿Enano? Creía que eras un troll.
Volvió a mostrar su sonrisa desdentada.
—Todavía no has visto mis trolls. Dos metros veinte de estatura. Comen aventureros para desayunar, créeme. En cualquier caso, ese jodido Beelzebub descubrió mi sistema y logró entrar. También lo utilizaba; lo vi en la red. La siguiente noticia que tuve de él es que había muerto. O, más bien, que yo había muerto. Como no sabía quién había intentado matarme, decidí que lo más seguro era dejar que creyeran que lo habían conseguido.
—Tiene cierto sentido. Una cosa que no entiendo es por qué te has tomado la molestia de liberarme.
—¡Ah, eso! Bueno, ya te he dicho que os he estado observando, y no sólo en el juego. He podido deducir que algo malo puede ocurrir a fin de año, y tu pareces ser uno de los pocos que sabe lo suficiente para ayudarme a tratar de impedirlo.
—Muy bien. ¿Qué es lo que sabes tú?
—Me temo que en parte, aunque no todo, es culpa mía. Sé que descubriste que había puesto un caballo de Troya en MABUS/2K. Pero alguien, o algo, ha asumido el control de todo el sistema.
—Es la segunda vez que dices «alguien o algo». ¿Qué quieres decir?
—Creo que ya lo sabes. Una forma de inteligencia artificial.
—¿Y piensas que eso es lo que ha intentado matarte?
—Sí. El primer indicio de que estaba pasando algo raro fue que algunas criaturas del juego empezaban a mostrar una conducta extraña. Algunas eran programas de inteligencia artificial bastante complejos, pero parecían más inteligentes de como yo las había programado. Al principio pensé que un pirata se había infiltrado en el sistema y estaba manipulando el código. Sigue siendo una posibilidad, y vez más plausible que esa idea de la inteligencia artificial.
—Hasta que Beelzebub, que habría sido uno de los principales sospechoso de la hipótesis del pirata, aparece muerto en el segundo acto de la obra.
—Sí. Tengo que admitir que pensé por un tiempo que era él quien estaba detrás de todo.
—Por cierto, las criaturas que se vieron afectadas, ¿eran de algún tipo en especial?
—Dragones, sobre todo. ¿Por qué?
Le expliqué lo que habíamos deducido: que Wyrm era un programa inteligente que se autopropagaba
y
que, de algún modo, se identificaba con los dragones, en general,
y
con el Satanás del Apocalipsis, en particular.
Cuando terminé, guardó silencio unos segundos. Por fin, dijo:
—Es tan increíble que, en realidad, cuadra. Al menos, explica algunas de las cosas raras que he visto. ¿Cómo pensáis detenerlo?
—Para empezar, hemos estado intentando analizar tu juego. Pero ahora puedes ayudarnos diciendo qué es lo que debemos buscar y dónde.
—No, no puedo hacer eso.
—¿No puedes? ¡Joder! ¿Por qué?
—Porque no lo sé. Yo quería jugar este juego, no sólo diseñarlo. No habría sido muy divertido sí hubiese sabido todos sus secretos desde el principio. Lo que hice, básicamente, fue escribir un programa de inteligencia artificial que, a su vez, escribió el juego.
—¡Oh! Por cierto, otra pregunta: ¿por qué te has metido en todo este lío, quebrantando la ley y corriendo tantos riesgos, sólo por un juego?
—¿No lo entiendes? No es sólo un juego, es… una realidad alternativa, una manera diferente de ser, un mundo donde puedes desafiar las limitaciones de la existencia normal: viajar más deprisa que la velocidad de la luz, viajar por el tiempo al pasado o al futuro, dar vida a las criaturas de los cuentos de hadas… Es increíble. Quería crear este mundo para vivir en él.
—El mundo real no está tan mal.
—Tal vez no para ti. Para mí es… mundano. Además, ¿qué es
real?
Tal vez la realidad sea aquello que experimentas.
De súbito, me impresionó lo absurda que era aquella situación. Ahí estaba yo, hablando con el semidiós de los piratas, Roger Dworkin, un hombre a quien todos creían muerto; se me aparecía en Internet en forma de enano peludo y semidesnudo, y ahora quería hablar de metafísica. Sólo una cosa me impedía soltar una carcajada.
—¿Qué vamos a hacer con Wyrm?
—Al ritmo que lleváis, nunca alcanzaréis la victoria; he intentado ayudar a tus amigos, pero sus personajes no son lo bastante poderosos y, a estas alturas, todo está perdido.
—De hecho, mi personaje está muerto.
—Ya lo he visto.
—¿Entonces, ¿qué podemos hacer?
—Existe una manera de conseguir una conexión privilegiada. Tal vez así tendrías alguna posibilidad.
—¿De veras? ¿Cómo?
—No estoy seguro de que te interese. Requiere el uso de un enlace de inducción neural.
—¿Estás loco? Has dicho que estuvo a punto de matarte, y que es probable que Beelzebub muriese por su causa. ¿Por qué iba a correr ese riesgo?
—Porque la amenaza es muy grande, como sabes.
—Entonces, ¿por qué no lo haces tú?
—No tengo vocación de héroe. En cambio, tú tú tienes posibilidades
—Pero el edificio debe de seguir sellado por la policía. No podremos conseguir el equipo.
—Tengo un sistema de reserva almacenado… en un sitio. ¿Te interesa?
Medité sobre ello. Lo más jodido era que tenía razón; la amenaza era muy grande, medida en vidas humanas, e incluso el colapso de nuestra civilización. Cabía alegar incluso que quizá corría un mayor riesgo personal si no lo hacía, porque si sólo la mitad de lo que pensaba que podía ocurrir acababa sucediendo, nadie estaría a salvo. Mi riesgo personal era irrelevante ante el gran peligro que se cernía sobre los cinco mil millones de personas que habitaban el planeta, y, en particular sobre aquella diminuta fracción de los cinco mil millones que conocía y quería. De pronto, me acordé de mi sobrinito; no deseaba que su tercer aniversario fuese el último.
—¿Dónde está?
—En San Francisco.
—Muy bien. Dime dónde te encuentras tú e iré a buscarte.
—No tan deprisa.
—¿Qué pasa?
—Se supone que estás bajo custodia federal. No puedes aparecer por las buenas en el aeropuerto y comprar un billete con tu nombre. Además, han congelado todas tus cuentas bancarias y bloqueado tus tarjetas de crédito.
—Entonces, ¿qué hago?
—¿Llevas dinero?
—No, me lo quitaron todo.
—Vale. Hay un cajero automático al final de la calle. Es una sucursal de Tower Bank. Cuando llegues, la pantalla dirá: «Temporalmente fuera de servicio». No hagas caso y teclea nueve-nueve-siete-seis. Luego ve a la terminal de American Airlines de La Guardia y di que eres Mitchell Lange. Tendrán un billete reservado para ti.
Me dio más instrucciones sobre el emplazamiento del hardware de NIL y me puse en marcha. El cajero me dio mil dólares; pensé que era una cantidad un tanto excesiva, aunque no sabía cuánto me durarían. Mientras me guardaba el dinero en los bolsillos, una voz dijo detrás de mí:
—Nosotros nos quedaremos con eso.
Lo primero que me pasó por la cabeza fue que los federales habían descubierto lo que estaba pasando y me habían atrapado; sin embargo, cuando me volví, vi a tres tipos que parecían miembros creciditos de una banda callejera. El del centro era el más grande. Tenía la cabeza rapada y perforada en una media docena de sitios con diversos anillos, barras y tachuelas; iba vestido con unos vaqueros desgarrados y una chaqueta de cuero que, en un desafío al ambiente invernal, dejaba al descubierto los brazos para mostrar mejor su colección de tatuajes. Los otros llevaban afeitados, pinturas, perforaciones similares y, por supuesto, el tatuaje 666 en la cabeza. El grandullón, que parecía ser el que me había halado, sonreía mostrando los agujeros donde habían estado sus incisivos. Con cierto alivio, vi que ninguno iba armado con pistola, aunque no tenían motivos para pensar que pudieran necesitar una.
Era obvio que no valía la pena morir por el dinero. Por otra parte, sin el dinero no podría ir a La Guardia, ni subir al avión, ni acceder a la configuración de NIL de Roger Dworkin y, por lo tanto, si debía creerle, no tenía ninguna posibilidad realista de detener a Wyrm.
—Que os jodan -dije, y me volví hacia el cajero.
La
ushiro-geri,
o patada hacia atrás, es uno de mis golpes favoritos de kárate. Una de las razones es que, al estar de espaldas, un atacante no adiestrado supone que estás a su merced y, cuando se adelanta para agredirte, está con la guardia baja. La patada que lancé al plexo solar de mi asaltante fue un poco imperfecta en sincronización y puntería, pero resultó tan potente que no importó demasiado; cuando mi talón impactó en el abdomen de aquel grandullón, sacó una bocanada de aire de los pulmones y cayó al suelo en posición fetal, jadeando y poniéndose de color violáceo.
Con su líder temporalmente fuera de combate y los dos secuaces atenazados por la sorpresa, lo que debí hacer fue lanzarme sobre ellos. Por desgracia en aquel momento, sentí un fuerte mareo acompañado de náuseas, probablemente causado por el nerviosismo y el agotamiento. Esto dio a los secuaces la oportunidad de recobrarse del susto y se me acercaron desde direcciones opuestas; uno de ellos empuñaba una navaja. No sé si se debía a mi enfermedad, a la adrenalina o sólo a saber que podía morir en los cinco minutos siguientes, pero sentí una extraña sensación de irrealidad. Era como si la violencia gratuita del juego de Dworkin hubiera tomado forma material y se hubiera desplomado la barrera entre el ciberespacio y la vida real. Me enfrenté al que blandía la navaja, y le di al otro la oportunidad de atacar; sin embargo, tomó nota de la desgracia de su compañero y por el momento se mantuvo a distancia. El de la navaja era menos cauteloso y arremetió contra mí con un golpe de zurda hacia mi vientre. Logré pararlo y sujetarle el brazo con la izquierda; entonces le di un puñetazo con mi mano derecha que impactó con fuerza debajo de su oreja. Entonces, el otro se abalanzó sobre mí y los tres caímos pesadamente encima del cajero automático.