Fui con paso vacilante a la cocina para beber algo, pero me detuve en seco ante mi ordenador. Un detalle del teclado me llamó la atención. Me atrajo el teclado numérico del lado derecho, como si tuviera algo que me resultase familiar. Pensé en el tablero del sueño, en que parecía tener números en las casillas… no, no sólo números, sino también letras. Entonces lo recordé: el teclado alfanumérico que había visto en la oficina de Dworkin. Cuatro por cuatro, pero ¿cómo estaban dispuestos los caracteres? No conseguía acordarme.
Encendí una lámpara que me hizo entornar los ojos y saqué un catálogo de la papelera. Hojeé las páginas mientras mis pupilas se adaptaban poco a poco a la súbita luminosidad. Por fin, encontré lo que buscaba en la sección de periféricos: un teclado hexadecimal. Las letras y los números estaban dispuestos de la siguiente manera:
El número de identificación personal de Bishop era 7533, y ahora empezaba a entender la razón. Era un movimiento en diagonal, como el del alfil
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en el ajedrez aunque se repetía el tres, ya que el teclado del cajero sólo tenía una diagonal de tres letras. Había dos diagonales largas en el teclado de cuatro por cuatro; la pregunta era: ¿cual l de ellas? El alfil de mi sueño se encontraba en el lado izquierdo del jugador contrario, y el número secreto de Bishop empezaba en el lado izquierdo del teclado numérico. Ahora todo encajaba: estaba convencido de que la contraseña de Bishop era 05AF. Había llegado el momento de probarla.
Encontraron el barco anclado en la desembocadura del río, tal como había dicho el rey de los gigantes.
—Tal vez sea un tramposo, pero al menos no es un mentiroso -comentó Zerika.
El barco era esbelto y elegante, como una criatura del mar; aquella impresión quedaba reforzada por los ojos que estaban pintados en la proa. Los bancos de los remeros se encontraban vacíos; de hecho, la nave habría parecido abandonada de no ser por el timonel, que estaba en posición de firmes junto al timón.
Mientras abordaban el barco, Tahmurath saludó al solitario timonel, que siguió con la vista fija al frente.
—Parece una especie de autómata -dijo Gunnodoyak, que había ido a popa para observarlo más de cerca.
—Si deseas hablar con él, debes llamarle por su nombre: Kybernetes.
—¿Quién ha dicho eso? -preguntó Zerika, volviendo sus penetrantes ojos élficos hacia la proa; la voz procedía de aquella dirección, pero no había nadie a la vista.
—Soy yo.
—Creo que el barco nos está hablando -dijo Megaera.
—No todo el barco, sólo yo -dijo la voz-. Soy un tablón de un sagrado roble dodoniano. Los dioses me han puesto en la proa de esta nave para que aconseje a los héroes mortales que naveguen a bordo del
Argo.
—Tenemos que encontrar el arco de Heracles -dijo Tahmurath-. ¿Puedes ayudarnos?
—El arco está en manos de Filoctetes, que fue abandonado en la isla de Lemnos.
—¿Puedes mostrarnos cómo ir allí?
—¡Kybernetes! Pon rumbo este por el sudoeste.
Los remos cayeron al agua y, como si los accionasen unas manos invisibles, empezaron a remar de forma rítmica.
El
Argo
parecía volar por el mar hacia su destino, sin apenas levantar espuma. Las manos que movían los remos, además de invisibles, demostraron ser infatigables, pues nunca aminoraron el ritmo durante la travesía.
Después de un tiempo notablemente corto, Zerika avistó una isla. Mientras ponían rumbo hacia una cueva en la que podrían resguardarse, se produjo un repentino chapoteo a estribor, como si algo muy grande hubiera caído al agua.
—¿Qué diablos ha sido eso? -quiso saber Ragnar.
—¡Allí! -exclamó Zerika, señalando hacia la orilla. Un hombre muy alto, quizás un gigante, con el cuerpo cubierto por una armadura de bronce, estaba levantando una enorme peña que a continuación arrojó hacia ellos. Esta vez no falló por mucho.
—Si nos quedamos aquí, nos destruirá -dijo con calma el tablón de roble mágico.
—Kybernetes, ve donde estemos fuera de su alcance -dijo Tahmurath.
El timonel obedeció la orden y el barco dio la vuelta, acercándose un poco más. Ragnar puso una flecha en su arco.
—¿Crees que puedes darle desde aquí? -preguntó Megaera.
—No lo sé, pero quiero intentarlo antes de que esté definitivamente fuera de mi alcance.
Tensó la cuerda hasta ponerla junto a su oreja y la soltó con un armonioso gesto.
—¿Le he dado? No puedo verlo desde aquí.
Zerika se protegió los ojos del sol con la mano y miró hacia la orilla.
—Le has dado en el tobillo, Robin Hood. ¿Por qué no pruebas a darle en un dedo del pie? No te molestes, no lleva una armadura: desde aquí, parece que está hecho de bronce.
—Podemos tratar de acercarnos con un hechizo de invisibilidad -dijo Tahmurath-. Sin embargo, tengo el presentimiento de que esa cosa podría vernos de todos modos.
—Si se trata de la invisibilidad normal, creo que tienes razón -confirmó Zerika-. Pero el gorro de las tinieblas podría funcionar mucho mejor.
Cuando salieron del MUD donde lo habían adquirido, Tahmurath transformó el dispositivo APC en un sombrero grande y de aspecto ridículo, adornado con una larga pluma de pavo real.
—Sobre todo si se trata del gorro de las tinieblas de un dios -dijo Tahmurath.
—¿De qué dios se trata? -preguntó Gunnodoyak.
—Cuando los dioses del Olimpo se rebelaron contra los titanes, los cíclopes forjaron armas especiales para ellos -explicó Megaera-: el rayo para Zeus, el tridente para Poseidón y el gorro de las tinieblas para Hades. Creo que debe de ser el mito al que hacía referencia el poema.
—Bien, sólo uno de nosotros puede ponerse el gorro -dijo Tahmurath-. Si suponemos que será Zerika, ¿qué vamos a hacer el resto?
—¿No tienes un hechizo que nos permita respirar bajo el agua? -preguntó Krishna.
—Sí. No está nada mal. Creo que sé lo que estás pensando. Pero tendremos que luchar contra él cuando lleguemos a la orilla.
Tahmurath lanzó el hechizo, y Zerika preparó la estrategia.
—Veamos si podemos atraerlo hacia el agua -dijo-. Esto podría reducir su movilidad; si conseguimos arrastrarlo hasta el fondo, podríamos matarlo.
—Pero si es metálico; en realidad, no está vivo -objetó Megaera.
—Cierto, pero tal vez tenga algún tipo de proceso aeróbico, como un motor de combustión interna -dijo Tahmurath-. Vamos a probar el plan de Zerika.
Subieron a la borda que, cargada con su peso y el de sus armas, armaduras y otros objetos, se inclinó, lo que provocó que la barca se hundiera con rapidez, tuvieron que nadar un largo trecho hasta la orilla, dificultado por el vaivén de las olas, pero consiguieron llegar a una zona que era menos profunda, desde la que Megaera pudo ver la orilla. Por suerte, el hombre de bronce no la descubrió.
Se agachó hasta quedar completamente cubierta por el agua e hizo señas al resto de que el guardián de la isla se encontraba cerca. El hechizo de Tahmurath les permitía respirar bajo el agua, mas no hablar.
Cuando se acercaron a la isla, comprendieron que su plan de ataque tenía un problema: no podían ver bien sumergidos en el agua. Y en cuanto uno de ellos saliera a la superficie, se convertiría en un blanco tentador para el hombre de bronce.
En definitiva, no tenían más opción que asaltar a la playa en grupo. Megaera fue la primera que salió de entre las olas, justo frente al gigante. Éste pareció quedarse muy sorprendido, porque se mantuvo quieto con un peñasco entre las manos hasta que Megaera llegó a su altura y dio un tajo a sus rodillas, la máxima altura que pudo alcanzar. El gigante dejó caer la piedra sobre la cabeza de Megaera. Como debía de pesar media tonelada aproximadamente, los efectos fueron terribles: Megaera quedó atrapada bajo la roca. Ragnar, que estaba detrás de ella, vio lo que ocurría y cometió el error de intentar apartar la piedra; el gigante de bronce tuvo ocasión entonces de darle un fuerte golpe con su enorme mano metálica. Ragnar rodó unos nueve metros por la playa y se desplomó como un muñeco.
Entretanto, el resto del grupo aprovechó la oportunidad para llegar a la orilla. Zerika fue la primera en golpear al monstruo, pero su espada rebotó en la piel con un sonido metálico. El gorro de las tinieblas parecía eficaz contra los sentidos del hombre de bronce, pero como no podía infligir daño al gigante, su invisibilidad no le servía de mucho. Las manos y los pies de Gunnodoyak también eran ineficaces frente al titán. Tahmurath lanzó una serie de hechizos, rayos y bolas de fuego que se desvanecieron en el aire.
—Creo que, de alguna manera, es inmune a la magia -exclamó.
El gigante avanzó hacia ellos. Pasó junto a Megaera, que estaba prisionera bajo la peña y semiinconsciente. Ella alargó el brazo con desesperación, tratando de hacer que tropezara, pero sólo consiguió agarrar la flecha de Ragnar, que seguía clavada en el tobillo. Se la arrancó, lo que distrajo al gigante. Cuando éste se detuvo a mirar, un chorro de líquido rojizo y aceitoso empezó a manar del agujero del tobillo. Poco a poco, el coloso se desplomó en la playa y quedó inmóvil.
Cuando Tahmurath hizo levitar la roca que apresaba a Megaera, y Gunnodoyak los curó a ella y a Ragnar, se reagruparon y se prepararon para explorar el interior de la isla. Como siempre, Zerika abría la marcha.
—¡Uf! Y creía que nosotros éramos poderosos -dijo Ragnar-. Esa cosa era increíble.
—No importa lo poderoso que creas ser -dijo Tahmurath-. Siempre hay alguien… o algo, que lo es más.
Entraron en un claro en el que había una cueva. Cuando se asomaron al interior, comprobaron que estaba habitada, ya que un ser del tamaño de un hombre salió corriendo de otra abertura en la parte posterior.
—¿Qué demonios ha sido eso? -preguntó Tahmurath.
—Parece una especie de ave grande -contestó Zerika-. No pude distinguirlo bien, pero vi que estaba cubierto de plumas.
—¡Uf! Aquí huele fatal -comentó Ragnar-. ¿Qué clase de pájaro huele tan mal?
—No tengo ni idea -contestó Tahmurath-. Pero no hemos venido a observar los pájaros. Tenemos que encontrar a Filocteces. ¡Filoctetes! -gritó-. ¡Filoctetes! ¿Estás aquí? ¡Hemos venido a rescatarte!
Nada ocurrió por unos momentos. Parecía que nadie había escuchado los gritos de Tahmurath. Entonces hubo un rumor de hojas al borde del claro. Unas manos apartaron la maleza y una extraña figura entró en el claro.
Era un hombre, pese a las plumas que como único atuendo cubría su cuerpo. En la zurda sostenía un arco grande y curvo, y un carcaj de flechas colgaba del hombro. Otra flecha estaba puesta en la cuerda del arco. El extraño observó con recelo a los aventureros.
—¿Viene Ulises con vosotros? -preguntó en tono áspero..
—No, me temo que no -contestó Zerika-. ¿Querías hablar con él?
—¡Hablar con él! ¡Oh, sí!, me encantaría charlar un rato. Fue él quien me abandonó aquí, por si no lo sabíais. Habéis venido por el arco, ¿verdad? ¡Bueno, pues no lo tendréis! Por lo que a mí respecta, las murallas de Troya pueden resistir por toda la eternidad. ¿Qué estáis cuchicheando vosotros dos?
Megaera se apartó de Tahmurath, al que le había estado contando algo en susurros, y sonrió con gesto conciliador.
—Contaba a mi amigo la crueldad con que te habían tratado los griegos. Él no conocía tu historia.
Filoctetes parecía un poco más tranquilo.
—Me abandonaron sin dejarme nada. Sin el arco, ni siguiera habría podido alimentarme. Heracles me lo dio en persona, ¿sabéis? Era para encender su pira funeraria.
—¿Para encender la pira? -dijo Gunnodoyak-. ¿Cómo pujo darte algo si ya estaba…?
—No estaba muerto aún. Padecía terribles sufrimientos a causa de las heridas que le había causado la túnica empapada en la sangre de Neso. La muerte era su única liberación. El mismo construyó la pira y se tumbó en ella pero nadie podía encenderla. Sólo yo.
—¿Por qué no vienes con nosotros? -lo tentó Megaera.
—¡No! Llevo demasiado tiempo solo. Ya no estoy preparado para vivir en compañía de otros hombres. Y el olor de mi herida… nadie puede soportarlo, salvo yo, que no tengo otra opción -y se rió con amargura.
—Déjame que pruebe a curarte la herida -se ofreció Gunnodoyak.
Un brillo de esperanza asomó fugazmente a los ojos de Filoctetes, pero, de súbito, volvió a caer en la paranoia.
—¡No! Sólo quieres acercarte lo suficiente como para quitarme el arco. Te advierto que estas flechas fueron untadas con el veneno de la Hidra por el propio Heracles. Un simple pinchazo es mortal. No te acerques más.
—No creo que venga -anunció de pronto Tahmurath quedaros aquí y discutir con él, pero yo vuelvo al barco.
Zerika, Ragnar y Gunnodoyak se quedaron estupefactos, pero Megaera siguió conversando con voz suave con Filoctetes.
—¿Por qué no quieres venir con nosotros? ¿Qué te retiene aquí? Podemos curar tu herida y llevarte de regreso a tu país o donde tú quieras.
—¿Y por qué haríais todo eso por mí?
¦-Bueno, la verdad es que necesitarnos tu arco -admitió Megaera.
—¡Aja! ¡Lo sabía! ¡Jamás! ¡Os mataré a todos antes de dejar que alguien lo toque!
—¡Filoctetes! -resonó una voz extraña v hueca.
Todos, incluso Filoctetes, levantaron la mirada buscando la voz. Una figura fantasmal apareció entre las rocas que coronaban la entrada de la caverna.