—La respuesta es el dragón —dijo Gunnodoyak.
La esfinge lo miró fijamente. Él le devolvió la mirada.
—Bueno —dijo ella por fin—, supongo que no esperarás que me suicide porque habéis encontrado la respuesta correcta. En realidad, no me parece tan importante.
—No quiero que te mates, pero me gustaría saber dónde puedo encontrar a Eltanin.
—No lo sé —admitió—. Pero si quieres descubrirlo, tienes que ir a Babilonia y visitar Etemenanki.
—¿Etemenanki?
—Sí. Tal vez hayas oído hablar de ese lugar. También se conoce con el nombre de Torre de Babel. Piénsalo bien: a los que formulan peticiones a Etemenanki sólo se les concede una pregunta.
—Una cosa más —dijo Ragnar—. ¿Sabes algo acerca del tatuaje que llevaba aquel viejo?
—¿Un tatuaje?
—Sí, como una serpiente que se muerde la cola.
—¡Ah, eso! Debe de ser la marca de los Sparti.
Si es cierto que los esquimales tienen cien palabras diferentes para
nieve,
una de ellas debe de traducirse más o menos así: «la que el chamán del tiempo describió como "algunos copos dispersos" pero que ha cubierto por completo el trineo y no muestra ningún indicio de cesar». Los copos dispersos que habían predicho ya se estaban acumulando de forma alarmante mientras iba a paso ligero hacia el
dojo.
Jamaal hizo un ejercicio típicamente enérgico. Luego sugirió que fuéramos a hacer una carrerita por la nieve, por supuesto descalzos. Cuando el grupo iba hacia la puerta, yo me dirigí a la
makiwara,
un madero envuelto en sogas que se utiliza en los entrenamientos de kárate, y empecé a darle golpes. Jamaal se fijó en mí y se acercó.
—No te estarás haciendo el enclenque, ¿verdad? —dijo.
Me limité a sonreír y a asentir con la cabeza. El iba a replicar, pero meneó la suya y se fue con el resto de la clase.
Una media hora después, estaba enjugándome después de darme una ducha cuando Jamaal trajo al grupo de regreso de la excursión.
—¿Cómo ha ido? —le pregunté cuando entró en el vestuario.
—¡Fabuloso! Deberías haber venido. ¿Sabes?, cuando has corrido un par de manzanas, ya no notas el frío.
—Sí, pero lo peor todavía está por venir.
—¿Qué? ¿A qué te refieres?
—Yo ya he corrido sobre la nieve en el pasado. Mi primer
sensei
era un ex marine y le gustaba esta clase de ejercicios. Cuando los pies están lo bastante fríos encuentran demasiado insensibles para que uno sienta nada, pero cuando empiezan a calentarse de nuevo, arden como si caminaras por el infierno.
Jamaal se miró los pies con cierta consternación. Creo que empezaba a notar las primeras sensaciones.
—¿Por qué has esperado hasta ahora para decírmelo?
—Habrías ido de todos modos.
—Supongo que tienes razón —dijo, con una sonrisa ligeramente torcida por el dolor.
Cuando salí, oí los primeros gritos procedentes de las duchas.
El poder de Blablalonia
Tienes que profetizar otra vez
contra muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes.
APOCALIPSIS 10,11
Un pequeño templo se alzaba frente a la puerta norte de la gran ciudad. Cuando el grupo se acercó, pudieron ver lo que pasaba: unos acólitos con las cabezas rapadas barrían y fregaban bajo la supervisión de un hombre anciano que llevaba un complicado peinado. Tahmurath se aproximó a él.
—Saludos, santo varón.
—Saludos, en el nombre de Marduk -respondió, con una sonrisa dulzona.
—¿No es un poco pronto para la limpieza primaveral?
—Durante el festival de Año Nuevo, el propio Marduk visita este templo… estamos preparando para su venida.
—Ya lo veo. ¿Puedes decirnos cómo podemos encontrar Etemenanki.
El sacerdote se volvió e hizo un gesto hacia la ciudad.
—Eso es Etemenanki -dijo, señalando un enorme zigurat encima de las murallas-. Cruzad la puerta de Ishtar y seguid la vía Procesal.
—Gracias, santo varón.
—Tu gratitud es innecesaria. Pero, por la gloria de Marduk, ¿quieres hacer un donativo…?
Tahmurath buscó en una bolsa y sacó una esmeralda del tamaño de una pelota de golf. El sacerdote la aceptó y la guardó en la manga con la misma expresión dulzona.
—¡ Tahmurath!
—¿Qué, Zerina?
—Das demasiada propina.
—Si, querida.
La gran puerta, gigantesca y fortificada, estaba adornada con toros y dragones esmaltados. Frente a ella había una estatua: un león de basalto, más grande que su modelo real. Cuando el grupo se aproximó a la puerta, el león abrió sus enormes fauces y dijo:
Seis ciegos de Babilonia,
así cuentan las crónicas,
partieron un día de la ciudad
para contemplar maravillas.
Los sabios convencieron
a un campesino y su carro
para llevarlos a una cueva
donde verían un dragón.
El primer sabio tocó las escamas y
dijo: -Como que soy mago,
que del dragón nada veo,
sino un casposo lagarto.
El segundo le tocó el ala,
de piel lisa y llana.
Dijo: -El dragón, por lo que veo
sólo es un gran murciélago.
El tercero agarró la garra,
y dijo: -¡ Vaya tontería!
Está claro que el dragón
es sólo un pajarito.
El cuarto lo abrazó
por su larga y enorme cola
y dijo: - Veo que el dragón
sólo es una serpiente gorda.
El quinto fue a tocar
la sonrisa llena de dientes
y dijo: -Me parece que el dragón
es un cocodrilo nada más.
Cuando el dragón le quemó la barba,
el sexto gritó:
—¡Un infierno!
Como no puede ver nadie,
que el dragón es como un horno.
Si las opiniones de los magos
podrían alargarse para siempre,
preguntemos al dragón
su opinión sobre los visitantes.
Dijo: -Su actitud recuerda
la del pequeño armiño.
Tienen caras de mono
y huelen como cabras.
Peludos como gorilas
y huesudos como cigüeñas,
pero tienen poca carne,
y su sabor es de cerdo.
—¿De qué iba todo eso? -preguntó Ragnar.
—Es una pista, sin duda -dijo Tahmurath-. ¿A alguien se le ocurre algo?
—Nada, por ahora -admitió Zerika-. Tal vez era sólo una amenaza velada. ¿Le has visto sonreír cuando ha terminado de hablar? Esa sonrisa me resultaba terriblemente familiar.
—Sé lo que quieres decir -dijo Megaera-. Y creo que puedes tener razón sobre la amenaza.
—¿Porqué?
—Me estaba preguntando por qué, si Wyrm es tan poderoso, no nos aniquila ahora mismo. ¿Por qué deja que nos volvamos más fuertes? Sólo se me ocurre que nos está engordando para matarnos luego.
—No necesariamente -la contradijo Tahmurath-. Que sea poderoso no implica que carezca de limitaciones. Recuerda que parece haber surgido del juego de Dworkin, o por lo menos que existe en alguna forma de simbiosis con él. no Puede que no tenga más opción que jugar de acuerdo con las reglas del juego. Violarlas podría ser una especie de suicidio.
—Es posible -dijo Gunnodoyak-. O quizá no nos considera una amenaza seria.
La base del gran zigurat ocupaba dos acres y se elevaba en siete secciones que culminaban en el templo de vidrio azul construido en la cima, a más de novecientos metros por encima de la planicie. Las superficies verticales estaban cubiertas de hiedra, salvo en las secciones inferior y superior, y todo tipo de floridos arbustos crecían en abundancia en sus amplias terrazas.
—Entonces, ¿es esto la Torre de Babel? -preguntó Ragnar-. Creía que la habían dejado incompleta.
—Ésta parece estar bastante bien hecha -comentó Zerika-. Bueno, aquí obtendremos la respuesta a la gran pregunta: ¿dónde diablos está Eltanin?
—¿Seguro que no deberíamos preguntar qué es? -dijo Megaera. -Sólo podemos formular una pregunto. -recordó Tahmurath-. Saber lo que es no nos ayudará necesariamente a encontrarlo. Cuando lo hallemos, ya veremos de qué se trata.
—Supongo que tienes razón -admitió Megaera.
Se acercaron a la base del zigurat, en la que había grandes puertas abiertas. Un monje gordo estaba sentado en postura de loto sobre el muro que rodeaba la primera sección de la pirámide escalada. Su obesidad era notable; parecía carecer de cuello y la papada se fundía con los hombros, lo que le daba un aspecto ovoidal.
Zerika se aproximó al muro y le gritó:
—¡Hemos venido a hacer una pregunta al oráculo!
Al principio, el monje aparentó no oírla, o quizás hacía caso omiso de forma deliberada.
—Tal vez está meditando. -aventuró Gunnodoyak.
—Es una auténtica provocación -dijo el monje- que la gente no se tome la molestia de leer los rótulos.
Señaló la pared que estaba frente a ellos en la que había una placa grabada con extraños símbolos.
—No sabemos leer esta inscripción- protestó Megaera- El monje chasqueó la lengua, aunque era difícil discernir si era en tono compasivo o de reproche.
—Sois analfabetos, ¿eh? ¡En estos tiempos!
—¡No somos analfabetos! -volvió a protestar Megaera-. Sabemos leer muy nuestro idioma, te lo aseguro.
—¡Ah! Entonces, si la placa estuviera escrita en vuestro idioma, ¿sabríais leerla?
—¡Por supuesto! Bien, ¿puedes explicárnoslo que dice?
—No dice nada en absoluto. Sólo es una placa, ¿eh? las placas no hablan.
—Ya sé que no hablan. -replicó Megaera-. Lo que quiero decir es: ¿qué significan esos símbolos?
—En realidad, es muy sencillo, significan exactamente lo mismo que si el rótulo estuviese escrito en vuestro idioma- ¿No habéis dicho que lo sabéis leer?
—Si pero no está en nuestro idioma
-
Le recordó.
—Entonces, tenéis suerte.
—¿Suerte?
—Si, porque si no sabéis leer los símbolos, pueden significar lo que os plazca.
Megaera emitió un chillido ahogado y parecía a punto de desenvainar la espada cuando Ragnar intervino en tono pacificador:
—Tu sabes leer estos caracteres, ¿verdad?
—Por supuesto.
—Y es obvio que hablas nuestra lengua. ¿Puedes traducirnos el rótulo?
—Puedo hacerlo. -respondió el monje- Pero no lo haré. -señaló un friso situado en el muro exterior de la primera sección de la pirámide escalonada. Mostraba todo tipo de bestias fantásticas, muchas de ellas de carácter mítico. A intervalos regularéis había unas grandes placas labradas con símbolos.
—Parecen ser lenguas diferentes -observó Zerika-. Tal vez haya una inscripción en la nuestra más allá. Vamos.
Pasaron frente a centenares de placas escritas en lenguajes y alfabetos que les resultaban desconocidos por completo. Había runas, jeroglíficos, escritura cuneiforme, ideogramas de diversos tipos, y otras formas de escritura. Cuando casi habían dado la vuelta completa a la base de la pirámide, tras recorrer unos cuatrocientos metros, encontraron una placa que pudieron finalmente leer:
Utilice la entrada superior, baje seis niveles, tome el tercer pasillo a la izquierda y entre en la decimocuarta puerta a la derecha.
—¿La entrada superior? -dijo Gunnodoyak-. ¿Dónde está?
Tahmurath señaló la cima de la pirámide, en la que podían verse las paredes de cristal del séptimo nivel.
—Supongo que tenemos que subir allá.
Encontraron unas escaleras que conectaban las terrazas y empezaron a subir. Como la sección inicial de la pirámide era también la más alta, la ascensión a la primera terraza fue el tramo más largo. Cuando llegaron, tuvieron que ir al otro lado de la pirámide para subir a la segunda terraza. El aire estaba muy perfumado a causa del aroma de un millar de flores exóticas.
—¿Sabéis una cosa? -comentó Megaera-. Una escuela de pensamiento afirma que la leyenda de los Jardines Colgantes de Babilonia, que estaban considerados como una de las siete maravillas del mundo, derivaba en realidad de los árboles y las plantas que crecían en esta pirámide.
—Parece que quien programó este juego cree en esa teoría-dijo Tahmurath.
Cruzaron un bosquecillo de pequeños árboles donde el ambiente era especialmente aromático. De pronto, Zerika apartó a Tahmurath con tanta fuerza de un árbol que cayeron ambos al suelo.
—¿Qué pasa? -inquirió Tahmurath, poniéndose en pie.
—Mira -dijo Zerika, y señaló la rama más próxima al lugar donde; había estado plantado Tahmurath. Enroscada a su alrededor había una serpiente rojiza y con alas.
—¿Quieres apostar si es venenosa?
—No -respondió Tahmurath, agitando su canosa cabellera-. Creo que no aceptaré esa apuesta.
—Ahora mira allá -dijo Megaera, señalando con la punta de la espada otra zona de la misma rama.
Parecía que habían raspado la parte inferior con un instrumento afilado. Una resina dorada había brotado del interior y había formado gotas; era el origen del olor.
—Debe de ser el árbol del incienso.
—Vamos a recoger un poco -dijo Ragnar.
—¿Por qué? -quiso saber Megaera.
—Tengo entendido que es un excelente regalo de Navidad. -Ragnar tiene razón -dijo Zerika-. Tal vez lo necesitemos más adelante.
Utilizando con cuidado las puntas de sus espadas, consiguieron recoger algunas gotas de resina. Luego comprobaron que los árboles estaban abarrotados de serpientes aladas, que parecían tolerar que les quitaran parte de la resina, siempre y cuando no se acercasen demasiado.