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Authors: Mark Fabi

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

Wyrm (55 page)

—Tal vez no los necesitemos —intervino Ragnar, empuñando una pistola de aspecto estrafalario—. Mientras vosotros estabais atareados con la nave, Brokk me vendió otra muestra de tecnología alienígena; la llamaba
pistola de achuchamiento.

—¿Todo el mundo está listo? —preguntó Tahmurath.

—Salvo una cosa —dijo Zerika—. Todavía no sabemos dónde está la nave de los klingons, ni siquiera si sigue en este sistema solar.

—No hay problema —le aseguró Tahmurath—. Nuestra magia funciona, ¿recuerdas? Tengo un hechizo para detectar objetos invisibles.

—¿Tienes el alcance suficiente para eso? —preguntó Zerika.

—Con el anillo del Frobnulos, sí. —Hizo unos pases mágicos—. ¡Foo, baz, quux, zan! Muéstrame dónde los klingons están.

Movió el bastón despacio a su alrededor hasta que la punta señaló hacia el casco bombardeado de la
Hornet.

—Hummm… Me pregunto qué están haciendo allí.

—Lo más probable es que estén saqueando la maquinaria para copiar la tecnología de la Federación —dijo Gunnodoyak, indignado—. ¡Vamos a por ellos!

Dirigió la MEU hacia la
Hornet.
Cuando llegaron a la distancia acordada, soltó la sonda y se alejaron a máxima velocidad.

La respuesta de la nave Ghargh'a fue rápida y mortífera; dispararon la batería de fásers de estribor, que convirtió la sonda en una nube de gas muy caliente.

—¡Mierda! —exclamó Tahmurath—. No ha funcionado. Si luego tenemos tiempo, recuérdame que retuerza el cuello de un ferengi.

—Bueno, parece que nos hemos quedado colgados —dijo Zerika—. ¡Ah, Ragnar!

—¿Sí?

—Yo no me fiaría mucho de esa pistola de achuchamiento.

Gunnodoyak maniobró la MEU cerca del fuselaje de la nave de los klingons.

—Esa escotilla debe de conducir a la cubierta de vuelo. ¿Qué quieres que haga? ¿Llamo para que nos dejen entrar? ¿O Zerika puede contener la respiración y probar a forzar la cerradura?

—Eso no será necesario —dijo Tahmurath—. Tengo un hechizo de apertura de puertas. Acércate un poco más, es de corto alcance.

Tahmurath murmuró su encantamiento y la escotilla se abrió. La cubierta de vuelo, por suerte, estaba vacía y Gunnodoyak pudo conducir la todavía invisible MEU entre dos lanzaderas klingon.

—¿La cubierta tiene presión? —preguntó Tahmurath a Gunnodoyak—. Esa escotilla no estaba cerrada por aire.

—Sí que tiene —dijo Ragnar—. La escotilla tiene un campo de fuerza que mantiene el aire en el interior. —Los otros se lo quedaron mirando—. Vale, lo admito: yo también soy un
trekkie.

—Muy bien, pasemos a la segunda fase —dijo Zerika mientras desembarcaban de la MEU—. Vamos a buscar el dispositivo de camuflaje.

—Tal vez deberíamos preguntarles a ellos —sugirió Gunnodoyak, y señaló a una docena de klingons que se aproximaban apuntándolos con sus armas.

De súbito, los klingons quedaron envueltos en un haz de luz que pareció dejarlos congelados, con los ojos desorbitados y los pelos de punta.

—¿Qué demonios ha sido eso? —quiso saber Zerika.

—Los he dejado
achuchados
—explicó Ragnar, mostrando su nueva arma.

—No está mal —admitió Tahmurath—. Tal vez le perdone la vida a Brokk, después de todo. ¿Cuánto tiempo permanecerán así?

—No tengo la menor idea.

—Entonces larguémonos de aquí.

—Espera un momento —dijo Zerika—. Ahora que estamos fuera de la MEU, somos visibles de nuevo. ¿No crees que deberías volvernos invisibles?

Tahmurath se dio una palmada en la frente.

—¡Por supuesto que sí! Gracias, tesoro. La senilidad es un auténtico contratiempo.

—Hablando de magia, ¿no puedes usar tu hechizo de localización para encontrar el dispositivo de camuflaje? —preguntó Megaera.

—Sí, pero no servirá de mucho, a menos que estemos prácticamente en la misma sala. Tengo un hechizo para atravesar paredes, pero sólo funciona con las de piedra.

El grupo de invisibles aventureros avanzó por un pasillo, encabezados por Gunnodoyak.

—Creo que es el camino al área de máquinas —susurró—. Si encontramos un terminal de ordenador, podríamos visualizar un esquema que nos mostrara con exactitud dónde podemos encontrar el dispositivo de camuflaje.

Unos metros más adelante, hallaron lo que andaban buscando: el área de máquinas de la nave. Había algunos klingons, pero pudieron localizar un terminal en un rincón relativamente apartado. Gunnodoyak se sentó ante la consola.

—Visualizar esquema de la nave —ordenó.

—Recuperando esquema —contestó el ordenador con una voz sintetizada y fuerte acento klingon.

En la pantalla apareció un diagrama de la nave.

—Visualizar ubicación de dispositivo de camuflaje —dijo Gunnodoyak.

—Información confidencial. Introduzca su código de autorización.

—Bueno, ¿qué hacemos ahora? Supongo que no tenéis un código de seguridad klingon.

—La pista decía «el corazón del dragón» —le recordó Megaera.

—Eso sería útil si las naves estelares tuvieran corazón.

—¿Y una bomba de algún tipo? —sugirió Zerika.

Gunnodoyak se volvió hacia la consola y dijo:

—Visualizar esquema del sistema de refrigeración del reactor.

Apareció una pequeña área de la nave como un laberinto azul.

—Ampliación.

El área azul ocupó toda la pantalla.

—Allí —dijo Gunnodoyak, señalando un área del diagrama—. Parece que hay sólo una bomba de refrigeración. Quizá sea nuestra mejor posibilidad. ¿Vamos?

Entonces sonó una fuerte alarma, seguida del ruido de numerosos klingons que corrían gritando.

—Nuestro comité de bienvenida se ha
desachuchado
—comentó Tahmurath—. Larguémonos.

Gunnodoyak los condujo hasta la bomba de refrigeración, eludiendo las patrullas de klingons que corrían en su busca.

—Ahí está. Haz tu trabajo, jefe.

Tahmurath lanzó el hechizo. El bastón osciló despacio hasta señalar casi directamente la bomba.

—Creo que está debajo —dijo—. Zerika, mira a ver si puedes meterte ahí. Había medio metro más o menos de espacio entre la bomba y la cubierta.

Zerika se deslizó por el hueco, boca arriba.

—Aquí hay algo.

—Sácalo —ordenó Tahmurath.

Salió unos momentos después; sostenía una cajica negra. El bastón de Tahmurath giró para seguirla.

—Debe de ser esto —dijo Tahmurath.

—Lo es —confirmó Gunnodoyak—. Ella está recibiendo un archivo.

—Salgamos de aquí.

Corrieron hacia la cubierta de vuelo, eludiendo de nuevo las patrullas de klingons. Su invisibilidad les facilitaba las cosas, pero tenían que evitar un choque fortuito con ellos.

Había un número especialmente abundante de klingons en la cubierta de vuelo, sin duda porque era allí donde los habían visto.

—¡Maldición! —susurró Tahmurath—. ¿Qué ha pasado con la MEU?

—Sigue siendo invisible —le recordó Zerika.

—¡Oh!, lo olvidé. Qué vergüenza.

—Está allí —dijo Gunnodoyak, señalando las dos lanzaderas entre las que estaba atracada—. Vámonos.

Subieron con sigilo a la MEU.

—Voy a abrir la puerta —dijo Tahmurath—. Cuando lo haga, sal lo más rápido que puedas.

—Listo cuando quieras —respondió Gunnodoyak, con las manos apoyadas en los controles.

Tahmurath volvió a lanzar su hechizo de apertura de puertas y Gunnodoyak salió con tanta velocidad que los klingons que estaban en la cubierta de vuelo ni siquiera tuvieron tiempo de reaccionar. Unos cuantos rayos de fáser que brotaron de la puerta demostraron que algunos habían adivinado lo que estaba pasando, pero la MEU ya se encontraba fuera de su alcance.

Una vez fuera de la nave, se dirigieron al planeta desde el cual habían entrado en el MUD.

—¡Mira! —exclamó Zerika, señalando hacia adelante. Cuatro grandes naves de la clase Enterprise de la Federación estaban aproximándose a los klingons a máxima velocidad. Ragnar se volvió hacia la Ghargh'a.

—¿Por qué se quedan quietos? No tienen ninguna oportunidad frente a esas cuatro naves. Ni siquiera intentan huir.

De pronto, Gunnodoyak estalló en carcajadas. Los demás lo miraron sorprendidos. Entre risas, consiguió decir:

—¡Los klingons creen que todavía están camuflados!

—¿Qué es lo que quieren que hagas?

—Que quite el gusano, tío —dijo León Griffin desde el Tower Bank.

A causa de la muerte de mi personaje y del escaso tiempo libre de León, había pasado al menos varias semanas sin hablar con él, tal vez incluso meses. Y ahora me había llamado para decirme que los del Tower Bank querían jugar a la ruleta rusa con su sistema informático.

—¿Conocen los riesgos?

—Lo dudo, aunque he intentado explicárselos. Se mantienen muy firmes en su decisión. En cualquier caso, es su funeral. Sólo te llamo para saber si quieres ser uno de los portadores del féretro. Al fin y al cabo, este asunto es más tuyo que mío.

Aunque no compartía la decisión de Tower de eliminar a Wyrm del sistema, por motivos evidentes estaba profundamente interesado en conocer el resultado.

—Iré enseguida.

Me encontré con León menos de una hora más tarde en el departamento de informática de Tower. Eliminar a Wyrm no iba a causar problemas; yo tenía un programa con ese objetivo, que había llevado conmigo durante meses. Sólo tenía miedo de lo que podía pasar si lo utilizaba.

León y yo cargamos el programa y lo configuramos para el sistema de Tower. Luego nos sentamos a esperar.

—Esto va a tardar un rato —dije.

—Mike, si tienes otras cosas que hacer, márchate. Yo me quedaré aquí todo el día. Si pasa algo importante, te llamaré enseguida.

Como observar la ejecución del programa en esta fase iba a ser tan emocionante como ver una partida de bolos por televisión, decidí hacerle caso. Tenía que atender a un par de clientes y quería llamar a Krishna.

—¿Cómo te va con el cifrado de las contraseñas? —le pregunté en cuanto se puso al teléfono.

—He estado hablando con aquel tío del MIT, Dan Morgan. Parece que ha hecho más progresos que yo en este punto porque ha podido acceder a cosas gordas, pero ambos necesitamos más datos.

—¿Cómo por ejemplo?

—¿Crees que siempre puedes cambiar la contraseña y bajarte el archivo de contraseñas? ¿O los de seguridad acabarán dándose cuenta?

—Lo dudo. Una contraseña cambiada debe de aparecer en su registro de seguridad y si alguien la modificase varias veces al día podría parecer un poco sospechoso, pero no creo que presten mucha atención a esta clase de detalles.

—Bien. Cuantas más muestras podamos conseguir, mayores son nuestras posibilidades de descifrar el algoritmo de cifrado.

—Bien. ¿Quieres que la modifique de forma aleatoria

—No, no. Yo te diré cómo debes cambiarla.

—Estupendo.

En el caso de que pudiésemos descifrar el algoritmo de cifrado de las contraseñas de Macrobyte, dispondríamos de todas las contraseñas del sistema, incluidas las cuentas de superusuario. Empezaba a pensar que podíamos tener suerte. Alrededor del mediodía, sonó mi teléfono móvil. Era León.

—No te pongas nervioso —dijo—. Estaba preparándome para ir a almorzar y quería decirte que, hasta ahora, esto es la repanocha.

—¿La repanocha? ¿Así es como hablan en Jamaica?

Se echó a reír.

—Soy de St. John, una de las islas Vírgenes —explicó—, y todas estas palabras las he aprendido aquí.

Me pregunté por unos segundos si volver a usar las palabras que se decían en los años sesenta era otra señal del inminente apocalipsis. Luego me puse de nuevo a trabajar. Cuando llegué a casa por la noche, había un mensaje de León en el contestador.

—Mike, te dejo este mensaje en el contestador porque no valía la pena interrumpir lo que estuvieses haciendo. Todo va bien en Tower. Parece que nuestro pánico carecía de fundamento. Ya nos llamaremos mañana.

A la mañana siguiente decidí pasarme por Tower para echar un vistazo. Encontré a León en el departamento de informática, contemplando un terminal. Cuando me acerqué, levantó la mirada sobresaltado y después sonrió sin ganas:

—¡Ha vue—e—e—elto! —exclamó.

—¿Que ha vuelto? ¿Qué quieres decir? Para empezar, ¿seguro que lo habías eliminado?

Asintió de forma enfática.

—Estaba limpio como los chorros del oro cuando me fui ayer noche. Cuando he regresado esta mañana, estaba otra vez en el sistema.

—¿Qué ha pasado con el antiWyrm? ¿Está funcionando todavía?

—Por lo que he podido investigar, Wyrm lo ha devorado —dijo.

Corre una historia, posiblemente apócrifa, de un programa llamado Creeper que se propagó por una determinada red. El programa se desplazaba por las ubicaciones de la memoria y creaba copias de sí mismo. No hace falta aclarar que no tardó en convertirse en un problema que, dicen, solucionó un programador escribiendo otro programa, al que llamó Reaper. Su labor consistía en recorrer la memoria del sistema e ir borrando a Creeper. Cuando no quedó ningún resto de Creeper, Reaper se borró a sí mismo.

Si este relato es verídico, es posible que Creeper fuese el primer gusano informático. No obstante, como habrá observado el lector avispado, en esta historia hay un problema. Dado que Reaper no podía ocupar toda la memoria de forma simultánea, ¿corno podía saber que había eliminado por completo a Creeper?

Era obvio que nos enfrentábamos a un problema análogo con Wyrm: si fracasábamos en nuestro intento de eliminarlo de Internet, sería capaz de regenerarse; un éxito parcial equivalía a un fracaso.

Tahmurath sostuvo
El Libro de las Puertas
abierto frente a sí.

—Según esto, esa puerta es la que permite acceder a MOOnytoons.

—Y de acuerdo con la lista más reciente de los MUD —agregó Gunnodoyak—, el tema es los dibujos animados.

—Sería un bonito detalle adaptarse al tema desde el principio —opinó Zerika.

—¿Vas a transformarnos, Tahmurath? —preguntó Megaera.

—Podría hacerlo, pero es un buen ejercicio que lo hagáis vosotros mismos. Va deberíais saber cómo. Pensad en vuestro personaje favorito de los dibujos animados e introducid alguna variante.

—Me gusta el Correcaminos —dijo Zerika—. ¿Cuál es el tuyo, Megaera?

—Sin duda, Stimpy. ¿Y vosotros?

—Las Tortugas Ninja—contestó Gunnodoyak—, y mi favorita era Raphael.

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