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Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss

Venus Prime - Máxima tensión (5 page)

Comprendió de un modo visceral que durante la última hora transcurrida —aunque no se hubiera recreado en una autoinspección— sus frenéticos y ondulantes sentimientos habían comenzado a acudir parcialmente y a quedar bajo su control consciente; incluso había logrado recordar
para qué
servían algunos de dichos sentimientos, y de ese modo consiguió modular mejor la insistente intensidad de sus sentidos, del gusto, del olfato, del oído y del tacto. Y su extraordinariamente flexible vista.

Pero aquellos sentidos todavía se le escapaban, sólo esporádicamente, pero aun así de un modo abrumador. La ácida dulzura de las agujas de pino caídas sobre la nieve amenazaron más de una vez con vencerla, sumiéndola en un desmayo de éxtasis. La dulce madreperla del sol poniente hizo más de una vez que el mundo girase como un caleidoscopio dentro de su cerebro palpitante, en medio de una epifanía de luz. Se enfrentó a aquellos momentos embriagadores sabiendo que en el esquema de las cosas momentos como aquéllos deben repetirse, y comprendiendo que cuando tal cosa ocurriera ella podría, con esfuerzo, suprimirlos. Luego apretó el paso.

Comprendía mucho mejor la naturaleza de la apurada situación en la que se hallaba. Sabía que podía resultarle fatal que alguien llegara a enterarse de las peculiaridades que ella poseía, e igualmente fatal le resultaría ponerse en manos de las autoridades, fueran las autoridades que fuesen.

Por fin estuvo lo suficientemente oscuro como para impedir que la vieran acercarse. Caminó trabajosamente a través del campo nevado hacia un distante grupo de luces donde dos estrechas carreteras asfaltadas, de reciente construcción, formaban una intersección en forma de T. Uno de los edificios, de madera blanqueada por la intemperie, tenía un cartel colgando de los oxidados aleros de hierro que estaba iluminado por una única bombilla amarilla: «CERVEZA. COMIDA.»

Media docena de coches estaban estacionados delante de la rústica taberna; eran coches deportivos y vehículos todo terreno con soportes para esquís en el techo. La muchacha se detuvo fuera y
se puso a escuchar...

Oyó tintineos y entrechocar de botellas, un gato que maullaba, lastimero, reclamando la cena, el crujido de sillas de madera y de tablas del suelo, la cisterna de un retrete en la parte de atrás; y por encima de todo ello, un sistema de sonido ambiental a un volumen tan fuerte que casi hacía daño. Por debajo de la música —ira enérgica y ronca de un cantante masculino, trueno rodante de una línea de bajo, sinuosos aullidos gemelos de un sintetizador construyendo armonías y tres clases distintas de percusión—, alcanzó a oír algunas conversaciones.

—Rocas y paja —estaba diciendo una muchacha—. Tuvieron el valor de vender un billete de ascensor.

Y en otra parte un muchacho intentaba engatusar a su compañero para que le prestase unos apuntes de clase de la facultad. En otro lugar, en la barra, calculó Sparta, alguien hablaba de hacer reformas en un rancho cercano. Se quedó escuchando un momento y prestó atención a este último; le parecía el más prometedor...

—...y esa otra muñeca, con el pelo rubio que le llegaba por
aquí
, allí parada, mirándome fijamente aunque no me veía, y sin llevar encima nada más que un pedacito de seda rosa transparente de esos que se ven en los anuncios de los grandes almacenes. Sólo que yo ni siquiera estaba en la misma habitación.

—Seguro que andaba buscando algo. Allí todas andan buscando algo, hombre. ¿Sabes ese mezclador de sensaciones que tienen, ese que se supone que está pagando el local? El tipo que lo dirige se encuentra siempre tan hundido, no sé cómo puede sentir
alguna
cosa...

—Pero las muñecas —dijo la primera voz—, eso es lo que más me impresionó. Es decir, nosotros caminamos de un lado a otro llevando por ahí una plancha de pino nudoso en cada viaje, ¿no es así? Y aquellas muñecas, una rubia, una morena y la otra pelirroja, allí sentadas, y de pie, y tumbadas...

—¿La mayoría de los que pasan por aquí afirman que van a alquilar las instalaciones del estudio? No están más que haciendo negocio, hombre —dijo en tono confidencial la segunda voz—. Nada más que comprando y vendiendo...

Sparta siguió escuchando hasta conseguir lo que necesitaba. Dejó que los sonidos se desvaneciesen y dedicó toda su atención a los vehículos del estacionamiento.

Hizo que su visión se enfocara hasta alcanzar la gama de infrarrojos; entonces fue capaz de ver huellas recientes de manos brillando en las manillas de las puertas; la más brillante de todas era de tan sólo unos minutos antes. Inspeccionó las llegadas más recientes. Los ocupantes de aquellos coches eran los que con toda probabilidad tardarían más en marcharse. Se asomó y escudriñó el interior de un dos plazas salpicado de barro; brillantes siluetas de traseros humanos resplandecían como postales de san Valentín en ambos asientos. Una manta de viaje hecha un montón en el suelo, delante del asiento del pasajero, ocultaba otro objeto caliente. Sparta confió en que se tratase de aquello que buscaba.

Se quitó el guante de la mano derecha. Unas espinas quitinosas se le deslizaron hacia afuera por debajo de las uñas; con gran cautela hizo funcionar las sondas que le salían de los dedos índice y corazón y las metió en la ranura de la puerta del lado del pasajero. Notó el diminuto hormigueo de los electrodos a lo largo de sus polímeros conductores; imágenes de series numéricas danzaron en el umbral de la consciencia, las moléculas superficiales de sus sondas se reprogramaron a sí mismas, todo ello con tanta rapidez que sólo la intención era consciente, pero no el proceso. Al retirar Sparta la punta de los dedos, las sondas se retrayeron. La puerta del coche se abrió y la alarma quedó desconectada.

Se puso el guante y levantó la manta de viaje. El objeto que había debajo, que alguien había manejado recientemente, era un monedero. Sacó del bolso la ficha de identificación y luego volvió a dejarlo como estaba, exactamente igual que estaba, con la manta de viaje doblada precisamente del mismo modo como había estado antes, de acuerdo con la imagen que la joven había almacenado temporalmente en la memoria. Ajustó la puerta hasta conseguir cerrarla sin hacer ruido.

En el porche cubierto, Sparta golpeó fuertemente el suelo con los pies para sacudirse la nieve de las botas, y luego empujó la doble puerta, muy desvencijada; la recibió una ráfaga de aire lleno de humo y sonido ambiental mal amplificado. La mayoría de los allí presentes eran parejas, chicos universitarios que volvían a sus casas de esquiar. Unos cuantos lugareños que llevaban raídos pantalones tejanos y camisas de franela de cuadros escoceses sobre camisetas rojas de lana pasaban el tiempo al extremo de la larga barra de caoba. Fijaron los ojos en la muchacha cuando ésta se dirigió a ellos con descaro.

El carpintero a quien había oído hablar desde fuera resultó fácil de identificar; era el que llevaba un arma de láser en una pistolera de cuero sujeta a las caderas. Sparta se encaramó al taburete que había junto a él y le dirigió una larga y despreciativa mirada, enfocando los ojos un poco más atrás de la cabeza del hombre antes de volver la mirada hacia el camarero que se encargaba de la barra. El rizado pelo color naranja del camarero la sobresaltó. Pero se le pasó en seguida, pues también llevaba una barba ensortijada.

—¿Qué va a ser, señorita?

—Un vaso de vino tinto. ¿Tiene algo decente para comer? Estoy muerta de hambre.

—Lo habitual de autochef.

—Demonio... Pues entonces póngame una hamburguesa con queso. Mediana. Y todo lo que se le pueda poner dentro. Patatas fritas.

El camarero se dirigió a la consola de acero inoxidable manchada de grasa que había detrás de la barra y apretó cuatro botones. Cogió un vaso de un estante alto y metió en él una pequeña manguera, llenándolo de un vino espumoso de color zumo de arándano agrio. Luego, al volverse hacia la barra, sacó la hamburguesa y las patatas fritas de la boca del autochef de acero inoxidable, sosteniendo ambos platos en la amplia mano derecha, y lo depositó todo sobre la barra, delante de Sparta.

—Cuarenta y tres pavos. Servicio incluido.

Sparta le tendió la tarjeta. El camarero registró la transacción y volvió a poner la tarjeta delante de ella. La muchacha la dejó allí, preguntándose cuál de las mujeres que había en la taberna le estaría pagando la cena.

El camarero, el carpintero y los otros hombres del bar parecían haber agotado los temas de conversación, y todos miraban fijamente a Sparta sin decir palabra mientras ella comía.

Las sensaciones de oler, saborear, masticar y tragar casi sobrecargaron los ansiosos sistemas internos de Sparta. La manteca cuajada, el azúcar carbonizado, las proteínas medio digeridas eran a un tiempo desesperadamente ansiadas y nauseabundas en toda su riqueza. Durante unos minutos el hambre sofocó la repugnancia.

Luego terminó. Pero no levantó la mirada hasta que hubo lamido la última gota de grasa de los dedos.

Volvió de nuevo los ojos hacia el carpintero, dirigiéndole la misma mirada fría y prolongada e ignorando al hombre de barba negra que estaba detrás de él, al cual se le salían los ojos de las órbitas, fascinado al mirarla.

—Yo te conozco de algo —le dijo el carpintero.

—Pues yo no te había puesto los ojos encima en toda mi vida —le dijo ella.

—No, yo te conozco. ¿No eras tú una de las que estaban allá, en Cloud Ranch, esta mañana?

—No me nombres ese lugar. No quiero oír que alguien pronuncie siquiera el nombre de ese lugar en mi presencia mientras viva.

—De modo que sí estabas allí. —El hombre hizo un gesto afirmativo con la cabeza lleno de satisfacción, y le dirigió al camarero una significativa mirada. Su barbudo compadre también le dirigió una mirada significativa al camarero, aunque qué era lo que significaba exactamente era un misterio para todos ellos. El carpintero se volvió de nuevo hacia Sparta, mirándola lentamente de arriba abajo—. Sabía que eras tú sólo por la manera en que mirabas fijamente. Claro que ahora no tienes precisamente el mismo aspecto.

—¿Y qué aspecto tendrías tú si te hubieras pasado medio día caminando por la nieve? —Se dio un tirón de un mechón del enmarañado cabello castaño, como si el hombre le hubiese herido los sentimientos.

—¿No encontraste a nadie dispuesto a llevarte? Sparta se encogió de hombros y miró hacia delante, fingiendo dar un sorbo de aquel vino tan asqueroso. El hombre insistió:

—¿No encontraste a nadie dispuesto?

—¿Qué es lo que eres tú, un apestoso cobardica? —gruñó Sparta—. Yo toco el violín. Cuando alguien me contrata para que toque el violín, lo que yo espero es tocar el violín y punto. ¿Cómo es que los únicos que hacen dinero en este negocio son los cobistas?

—Señorita, no me malinterprete. —El carpintero se pasó una mano por el enredado cabello rubio—. Yo creía que todo el mundo de por aquí estaba al corriente de que allí arriba hacían muchas cosas más aparte de sensaciones
musicales.

—Yo no soy de por aquí.

—Ah. —El hombre sorbió la cerveza, pensativo. Lo mismo hizo su compadre—. Bueno..., perdone.

Durante un rato todos se quedaron mirando fijamente los vasos que tenían delante, como una escuela de filósofos sumidos en profunda contemplación. El camarero, con aire ausente, golpeó con la bayeta la barra.

—¿Y de dónde
es
usted? —El carpintero, esperanzado, había decidido reemprender la conversación.

—Del Este —repuso la muchacha—. Y ojalá estuviera allí ahora. Dígame que hay un autobús que sale de ahí fuera dentro de diez minutos y me habrá alegrado el día.

El tipo barbudo que estaba detrás del carpintero se echó a reír cuando oyó aquello, pero el carpintero no.

—Por aquí no pasan autobuses —dijo.

—No me extraña.

—No me tome a mal, pero yo voy en coche esta noche a Boulder. Desde allí podría coger un autobús.

—No me lo tome a mal a
mí —
dijo Sparta—. Ya le he dicho que me alegraría el día.

—Claro, señorita.

El carpintero parecía bastante humilde, pero como hombre que era estaba intentando jugar sus cartas. A ella eso le parecía de primera, con tal de poder llegar a un lugar civilizado.

El carpintero acabó por ir con ella en la furgoneta hasta la base de transbordadores espaciales de Denver, a casi trescientos kilómetros de distancia. Durante el trayecto de setenta minutos no le causó a la muchacha ninguna molestia. Parecía estarle agradecido por la poca conversación que Sparta se mostraba dispuesta a darle, y se separó de ella alegremente con un fuerte apretón de manos.

Sparta entró en la terminal y se arrojó gozosa en el primer sillón de cromo y plástico negro que encontró en el concurrido vestíbulo. A ella el ruido, los parpadeantes anuncios de neón, las resplandecientes carteleras en pantalla de vídeo y la difusa luz verde que se desprendía de todas las superficies reflectantes, le resultaban tranquilizadoras. Se ciñó el abrigo acolchado, abrazándose a sí misma, y dejó que la fatiga y el alivio la inundasen; ya estaba de vuelta, de vuelta entre las multitudes de gente, con acceso a los transportes, a las comunicaciones y a los servicios financieros, a toda esa inmensa red neurálgica de electrónica que entrelazaba el país, el mundo y las colonias del espacio. Podía obtener todo lo que necesitase sin llamar la atención. Y durante unos minutos podía sentarse allí mismo y descansar, abiertamente, sin molestarse en ocultarse, segura de que nada en su aspecto mediocre llamaría la atención lo más mínimo.

Cuando abrió los ojos se encontró con que un policía del aeropuerto la estaba mirando lleno de desconfianza; tenía un dedo puesto en el oído derecho, dispuesto a accionar su intercomunicador.

—Lleva usted media hora traspuesta, señorita. Si está falta de sueño use la colmena de la sección Cinco. —Se dio unos golpecitos en la oreja—. ¿O quiere usted que llame al refugio de trabajo?

—Cielos, agente, lo siento muchísimo. No me había dado cuenta. —Sobresaltada, miró a un punto situado más allá del policía, en dirección a la pantalla que anunciaba los vuelos—. ¡Oh, no me diga que voy a perder
éste también! —
Se puso en pie y se marchó como una exhalación hacia el transportador más cercano, que se dirigía hacia la plataforma de lanzamiento.

No se dio la vuelta para mirar hacia atrás hasta que estuvo rodeada de otros pasajeros. Había un cierto aire de melancolía en la gente que viajaba en el cinturón, acurrucada en festivos trajes de vacaciones hechos de plástico y lámina metálica, que probablemente respondía al hecho de que para la mayoría de ellos las vacaciones habían terminado; se dirigían de regreso a la reserva. Sparta llevó a cabo una discreta representación y, angustiada, se puso a registrarse los bolsillos antes de salirse de la pasarela rodante en la primera intersección y volver a la sala de espera.

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