Read Venus Prime - Máxima tensión Online

Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss

Venus Prime - Máxima tensión (10 page)

—Cuando quiera, capitán Reed.

El equipo vestido de blanco se dirigió marcando el paso hacia el camión cubierto de advertencias amarillas contra la radiación y abrió las puertas traseras. Sacaron un cilindro de metal de un metro de longitud, que transportaron lenta y cuidadosamente hasta el robot; luego procedieron a cargarlo en el abdomen del insecto de metal.

Mientras tanto el teniente coronel Witherspoon condujo a Sylvester y a Gordon hasta unas gradas erigidas al borde de la pista de aterrizaje, que estaban protegidas del tempestuoso viento por pantallas de plástico. Desde una sierra poco elevada el pequeño puesto de observación miraba al Norte, hacia un valle amplio aunque no muy profundo. Las crestas de la tierra tenían ambos lados tachonados de fortines, y el suelo que había alrededor se hallaba desgarrado por generaciones de cascos de caballos, ruedas de armones de artillería, neumáticos con abrazadera, huellas de tanques e incontables pies calzados con botas.

Mientras esperaban, Sylvester declinó una vez más los ofrecimientos de Gordon para que diera un sorbo del frasco de whisky.

Al cabo de unos segundos el robot ya había repostado y se hallaba listo. Los soldados se apartaron un buen trecho. Witherspoon dio la señal y el capitán Reed comenzó a manipular las palancas y botones de la minúscula unidad de control que sostenía en la mano derecha.

En la pantalla de la unidad de control, Reed podía ver lo mismo que veía el robot, una panorámica del mundo que abarcaba un radio de casi doscientos grados, pero que estaba extrañamente distorsionada, como una lente anamórfica, distorsión programada para compensar la vidriosa atmósfera de Venus.

Al cabo de unos instantes las aletas refrigeradoras de carbono-carbono situadas en la espalda del robot empezaron a resplandecer, al principio de un color naranja apagado, y poco después de un cereza brillante para pasar finalmente al blanco nacarado. El robot recibía la energía de un reactor nuclear de alta temperatura refrescado por litio líquido. La elevada temperatura de las aletas de refrigeración resultaba excesiva en la Tierra, pero era esencial para crear una pendiente suficiente de enfriamiento radiactivo en las temperaturas de ochocientos grados que había en la superficie de Venus.

El olor a metal caliente les llegó desde el otro lado del terreno ventoso y llano. Witherspoon se volvió hacia sus invitados.

—El robot está trabajando ahora a pleno rendimiento, señora Sylvester.

Ésta ladeó la cabeza.

—Posiblemente tendrá usted en mente alguna demostración, ¿no es así, teniente coronel?

El militar asintió con la cabeza.

—Con su permiso, señora... Primero, orientación en el terreno, sin guía, siguiendo los mapas de satélites que tienen almacenados. Objetivo, la cresta de aquella sierra lejana.

—Adelante —dijo Sylvester curvando los labios en una sonrisa y disfrutando de antemano.

Witherspoon hizo una seña a su ayudante. Con un coro de chirriantes motores, el robot cobró vida. Levantó la cabeza, provista de antenas y coronada por el radiador. El chasis era de acero de molibdeno resistente al calor y aleación de titanio para atravesar terrenos más irregulares que cualquiera que se pudiera encontrar en Inglaterra o en otro lugar de la tierra. Movió las patas con intrincada y sorprendente rapidez, y cuando echó a correr hacia delante, se dio la vuelta y se lanzó por la ladera de la colina abajo, un nuevo tipo de huellas quedó sobre la tierra de la llanura de Salisbury.

La gigantesca bestia de metal correteó levantando tras sí una columna de polvo que se fue volando hacia el Este movida por el viento, como un diablo de polvo corriendo a través del desierto.

Para ser utilizados en algún ya olvidado ejercicio acerca del arte del asedio, se habían excavado fosos a lo ancho del valle y realizado bermas detrás de los mismos; el robot correteó sin pausa entre las trincheras y por encima de los montones, produciendo el mismo estruendo a lo largo y ancho del valle que toda la Brigada Ligera de Balaklava. Ahora unas rocas grises que afloraban del suelo le bloqueaban el camino hacia la meta, que se hallaba al final del valle. El robot rodeó corriendo los riscos más escarpados, pero allí donde la pendiente no era demasiado pronunciada sencillamente se subió a las rocas, escarbando para agarrarse a las grietas y salientes de piedra. Al cabo de unos momentos había alcanzado su objetivo, una hilera de fortines de hormigón que se alzaban sobre las alturas barridas por el viento. Allí se detuvo.

—Esos emplazamientos se construyeron en el siglo XIX, señora Sylvester —le informó Witherspoon—. Ciento veinte centímetros de hormigón reforzado con acero. El Ejército los ha declarado material de desecho.

—Estaría encantada de que procedieran ustedes con la segunda parte de la demostración —dijo Sylvester—. Ojalá tuviera mejor visibilidad.

—¡Capitán Reed! Venga aquí, por favor —gritó vivamente Witherspoon. Reed llevó la unidad de control lo bastante cerca como para que Sylvester y los demás contemplaran en la pantalla la panorámica que abarcaba el ojo del robot—. Y, por favor, coja esto, señora.

Witherspoon le tendió un par de binoculares muy pesados, que estaban enfundados en plástico negro un poco pegajoso.

Los binoculares eran visores de lentes de aceite estabilizados electromagnéticamente con filtros de radiación selectiva; también tenían ampliación de imagen. Cuando la mujer se los llevó a los ojos, vio al robot tan cerca y con tanta nitidez como si hubiera estado a sólo tres metros de distancia, aunque la perspectiva era marcadamente plana y gráfica. Allí estaba el robot agachado, como un bicho de fuego, implacable, enfrentándose al achaparrado búnker.

El robot necesitaba hacer más cosas que moverse por la superficie de Venus. Era prospector, minero; estaba equipado para buscar y analizar muestras de minerales, y cuando se topase con algún mineral de valor en el mercado tendría que excavar, sacar y procesar parcialmente dicho mineral, preparándolo para ulteriores procesamientos que llevarían a cabo otras máquinas; y, finalmente, para el transporte fuera del planeta.

—Adelante, teniente coronel —dijo Sylvester.

Witherspoon dio la señal; Reed manipuló los controles. La trompa ribeteada de diamante y las garras del robot azotaron el búnker partiéndolo en dos. Orín y polvo gris salieron volando en forma de una nube. El robot devoró el búnker, royó las paredes y, cuando el techo se le vino encima, lo devoró también. Royó el suelo; monturas de cañón hechas con bloques de hierro fueron a parar a la enorme boca del robot, y caucho, acero, cables de cobre e incluso el contenido de los sumideros atascados con grasa antiquísima. Pronto no quedó nada del búnker excepto una cavidad en la ladera de la colina. El robot dejó de trabajar. Tras él había depositado pulcros montones derretidos: hierro resplandeciente, cobre rojizo, cal cocida.

—Excelente —dijo Sylvester tendiéndole los binoculares a Witherspoon—. ¿Qué viene ahora?

—Pensamos que quizá vendría bien probar la orientación por control remoto, ¿no le parece? —sugirió el oficial.

—Estupendo. ¿Hay algún inconveniente en que yo lleve el control? —preguntó ella.

—Para nosotros sería un placer. Witherspoon le hizo señas a Reed para que se acercase; el oficial le tendió la unidad de control a Sylvester. Ésta la estudió durante un momento; Gordon inclinó la cabeza hacia la de ella y prudentemente comenzó a murmurar algo acerca de hacia delante, hacia atrás, pero para cuando hubo acabado la mujer ya estaba haciendo juegos de manos con los dedos en los controles. El robot, un punto brillante a lo lejos visto a simple vista, se puso a correr hacia atrás, alejándose de lo que había sido un búnker. Se dio la vuelta y se dirigió ladera abajo hacia donde todos se encontraban.

Sylvester trató deliberadamente de hacerlo correr por encima de uno de aquellos escarpados riscos. Cuando el robot llegó al mismo borde de la roca, se negó a seguir adelante. Pero ella no quiso revocar la orden, de modo que el robot puso en funcionamiento su rudimentario pensamiento y encontró una solución; comenzó a comerse la roca que tenía debajo. Sylvester se echó a reír al verlo masticar aquellas irregulares rocas hasta la misma base.

La mujer lo hizo ir corriendo hacia la posición en la que se encontraban todos. El robot se abrió paso sobre el terreno rojo, haciéndose cada vez más grande de una forma impresionante a medida que avanzaba y dejando a su paso polvo y ondeantes penachos de calor.

Sylvester se volvió hacia Witherspoon, con los ojos resplandecientes.

—¡Calor!

El militar parpadeó ante el entusiasmo que la mujer demostraba.

—Pues, sí... habíamos pensado... —Señaló hacia un alargado búnker abierto que quedaba hacia el Norte, a medio camino sierra adelante—. Fósforo —continuó diciendo Witherspoon—. Es todo lo que hemos logrado, pues el aviso nos llegó con muy poca anticipación. Tenga la amabilidad de dirigir la máquina hacia allí.

Ella volvió a inclinarse sobre los controles. El robot viró repentinamente y se dirigió hacia el búnker abierto. Cuando se acercaba corriendo, el búnker hizo erupción en medio de una resplandeciente luz blanca. Fulgurantes fuentes de llamas siseantes y sibilantes saltaron muy alto en el aire. Sin detenerse, el robot se lanzó a la carga en medio de aquel infierno. Allí se detuvo.

Descansó allí, con los radiadores resplandeciendo entre el fuego. Tras unos segundos que se hicieron muy largos, la pira amainó. Al manipular suavemente Sylvester los controles, el robot dio la vuelta, sin inmutarse, y trepó directamente hacia la cresta de la sierra. Los soldados se mantuvieron en sus puestos, impasibles, cuando aquel metálico monstruo destructor de hombres surgió por encima de la sierra y cargó contra ellos. Cuando el ardiente escarabajo estaba sólo a unos metros de distancia, Sylvester apartó las manos de la unidad de control. El robot se detuvo, resplandeciente.

—Bien hecho, teniente coronel —dijo Sylvester al tiempo que le tendía los controles a Witherspoon. De nuevo se apartó con un gesto el largo cabello de los ojos—. Señor Gordon, mis felicitaciones para «Rolls Royce».

Cuando Sylvester llegó a su hotel aquella noche, el recepcionista le informó de que un tal señor Pavlakis la estaba esperando en el salón. La mujer entró en el mismo directamente, con paso enérgico, y lo sorprendió inclinado sobre la barra, tensando con los anchos hombros la ajustada chaqueta del traje, con una copa de agua y un vaso tornasoleado de turbio ouzo delante, y acabándose lo que parecía ser el segundo cuenco de cacahuetes. Sonrió cuando el hombre refunfuñó unas palabras que ella tomó por una invitación.

—Lo siento muchísimo, señor Pavlakis, pero he tenido un día de mucho trabajo y me enfrento a una noche completa. Si hubiera usted llamado antes...

—Discúlpeme, querida señora. —Se atragantó con un cacahuete—. Ésta es una parada imprevista en mi camino hacia Victoria. Pensé que quizá podría acapararla a usted durante un minuto. Pero ya será en otra ocasión.

—Con tal de que no haya un retraso en el plan que habíamos trazado, no tiene usted que molestarse en tenerme informada —le dijo ella. Pavlakis tenía un rostro muy expresivo; la mujer había podido jurar que el bigote se le caía, que el pelo acababa de perder parte de los rizos. La expresión de Sylvester se endureció—. ¿Cuál es el problema, señor Pavlakis?

—No hay ningún problema, se lo aseguro. Estaremos listos a tiempo. No hay problema. Algunos costes adicionales que debemos absorber...

—Entonces sí que hay problemas.

—Pero es un problema nuestro, querida señora. No de ustedes. —Sonrió mostrando unos preciosos dientes blancos, pero los ojos no sonreían.

Sylvester se quedó mirándolo.

—Muy bien, entonces. Si realmente no hay ningún problema, haga el favor de enviarme mañana un telegrama aquí, al hotel, confirmándome de nuevo su intención de empezar a cargar dentro de dos semanas, tal como acordamos. —Al ver que el hombre asentía con aire fúnebre, añadió—: Hasta entonces no hace falta que volvamos a hablar.

Pavlakis masculló:

—Buenas noches, querida señora.

Pero ella ya se estaba alejando con paso firme.

6

A Londres no le había ido tan bien como a Manhattan en el nuevo siglo; se encontraba tan apretada y ennegrecida a causa del hollín como lo había estado siempre, y tan severamente balcanizada por diferencias de acento, color de la piel y clase. En unos instantes el taxi negro y cuadrado en el que uno viajaba pasaba de las elegantes casas hechas de ladrillo y de las casas para carruajes inteligentemente transformadas en pintorescas caballerizas, a barrios bajos destartalados y humeantes. También el clima era tan espantoso como siempre, con nubes de vientre gris que dejaban caer una tenue llovizna y con la esporádica niebla del fondo del río, que traía consigo a partes iguales romanticismo y enfermedades respiratorias. A pesar de ello, a Sondra Sylvester le agradaba aquel lugar, aunque no tanto como le gustaban París o Florencia, ciudades que habían cambiado menos con respecto a lo que habían sido antaño; e incluso bastante más de lo que le gustaba Nueva York, que ya ni siquiera era real. Como vivía en Port Hesperus, Sylvester tenía un cupo de diez meses de lujo artificial al año; pero cuando realizaba el viaje anual a la Tierra quería tenerla tal como era, con lo sucio y lo limpio, con el ruido y la música, con lo agrio y lo dulce.

El taxi se detuvo en la calle New Bond, Sylvester metió la tarjeta electromagnética en la ranura del taxímetro; luego abrió la puerta y salió a la acera húmeda. Mientras esperaba a que la máquina terminara la transacción, se colocó debidamente la costura de la falda de seda y se ciñó el abrigo de chinchilla para protegerse de la pegajosa niebla. La tarjeta electromagnética salió de la ranura y la voz de robot del taxi le dijo:

—Muy agradecido, señora.

Se abrió paso entre una multitud de personas de aspecto hambriento que transitaba por la acera y entró a paso vivo en el edificio, saludando con un movimiento de cabeza a la joven portera de mejillas rosadas, que le devolvió una sonrisa de reconocimiento. Penetró en la apretada sala de subastas donde se llevaba a cabo la venta de manuscritos y libros. Había estado allí muchas veces, la última precisamente el día anterior por la tarde, en que había hecho una visita previa para conocer las ofertas. Formaban parte de la subasta fragmentos y piezas de dos colecciones privadas, una de ellas procedente del patrimonio del recientemente fallecido Lord Lancelot Quayle, la otra anónima. Las dos colecciones habían sido divididas en cien lotes, y la mayoría de ellos no tenían demasiado interés para Sylvester.

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