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Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss

Venus Prime - Máxima tensión (7 page)

Mientras tanto, la vida y el trabajo seguían su curso; pasó un año, luego dos. Una mañana de agosto, caliente y húmeda, Sparta se inclinó sobre los papeles que tenía encima del escritorio, copias de documentos y artículos que había estudiado larga y detenidamente muchas veces antes. Ninguno de ellos era secreto, todos resultaban de fácil acceso para el público, y documentaban los inocentes principios del proyecto SPARTA. Uno de ellos empezaba así:

PROPUESTA sometida al Ministerio de Educación de los Estados Unidos para un proyecto de demostración en el desarrollo de inteligencias múltiples.

Introducción

Frecuentemente se ha sugerido que el cerebro del ser humano medio posee un potencial del que no es consciente para el crecimiento y el aprendizaje, potencial que pasa desapercibido en todos excepto en una minúscula y aleatoria minoría de individuos que reconocemos como «genios». De vez en cuando se han sugerido programas educativos que tendrían como meta la potenciación de esta capacidad intelectual no utilizada en el niño que está en período de desarrollo. No obstante, en ninguna época antes de la presente se ha podido identificar métodos reales para estimular el crecimiento intelectual, y mucho menos sujetos a control y aplicación consciente.

Las afirmaciones en contra de esto han resultado, en el peor de los casos, falsas, y en el mejor, difíciles de verificar.

Además, su punto de vista erróneo insiste en que la inteligencia es un rasgo singular y cuantificable, un rasgo genético que se hereda, punto de vista perpetuado por el continuo y extendido uso de tests para calibrar el Coeficiente de Inteligencia que están desacreditados desde hace mucho tiempo, y que llevan a cabo escuelas y otras instituciones. Este uso continuado sólo puede entenderse como un intento de los administradores por encontrar un pronóstico conveniente (y muy probablemente autosatisfactorio) sobre el cual basar la distribución de recursos percibidos como escasos. El continuo uso del Coeficiente de Inteligencia ha tenido un efecto sorprendente en las pruebas de teorías alternativas.

Los autores de esta propuesta pretenden demostrar que no existen genios unidimensionales, que cada ser humano individual posee muchas inteligencias, y que varias, quizá todas, de esas inteligencias pueden ser educadas y estimuladas en su crecimiento mediante la simple y consciente intervención por parte de algunos profesores y técnicos educadores convenientemente preparados...

Despojado de la pelusa académica, este documento —un borrador rechazado por el Gobierno, al cual se le había presentado, y que databa de algunos años antes de que la propia Sparta hubiera nacido— era una clara exposición de lo que los padres de Sparta habían llevado a cabo.

Sus padres eran científicos cognitivistas, emigrados húngaros con especial interés por el desarrollo humano. En opinión de ellos, el número de Coeficiente de Inteligencia, falto de significado inherente, era una etiqueta que bendecía a algunos, condenaba a muchos, y consolaba fácilmente a los racistas. Lo más pernicioso era la peculiar idea de que algo, en cierto modo misterioso, conocido como Coeficiente de Inteligencia, no sólo era hereditario, sino fijo, y que ni siquiera la intervención más beneficiosa durante el crecimiento del niño podía incrementar la cantidad de esa sustancia mental mágica, por lo menos no más allá de unos cuantos e insignificantes puntos en el porcentaje.

Los padres de Sparta se propusieron demostrar lo contrario. Pero a pesar de su retórica revolucionaria, el público, las agencias que subvencionaban la investigación percibieron algo pasado de moda en aquellas ideas tan convencionales y pasaron varios años antes de que el apoyo se materializase en forma de una modesta ayuda proveniente de un donante anónimo. Su primer sujeto de experimentación, tal como lo exigían sus convicciones, fue su propia hija de corta edad. En aquellos días se llamaba Linda.

No mucho después, el Estado de Nueva York, y luego la «Fundación Ford», aportaron otras becas por su parte. El proyecto «SPARTA» tomó el nombre de las siglas, y adquirió una pequeña plantilla de personal y varios nuevos estudiantes. Cuando llevaba oficialmente dos años de andadura, la sección de Ciencia del
New York Times
publicó una nota:

Como Toro en Zorra, Oso en Erizo.

Psicólogos de la «Nueva Escuela de Investigación Social» esperan resolver un problema muy discutido que se remonta por lo menos al siglo VIII
A. C.
, cuando el poeta griego Arquíloco hizo la enigmática declaración de que «La zorra sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una sola, aunque grande». Últimamente este comentario del poeta ha simbolizado el debate entre los que piensan que las inteligencias son muchas —lingüística, corporal, matemática, social, etc.—, y los que creen que la inteligencia se presenta en bloque, como una suma compacta que está simbolizada con una puntuación del Coeficiente de Inteligencia, puntuación que muestra resistencia al cambio y que con toda probabilidad puede achacarse a los genes de la persona.

Ahora surgen nuevas pruebas procedentes de la «Nueva Escuela» en favor de la zorra...

Otros artículos y reportajes, en un círculo cada vez más amplio de medios de comunicación, dieron esplendor al proyecto «SPARTA». La niña que fue su primer, y durante algún tiempo único, sujeto se convirtió en una estrella, en una estrella misteriosa cuyos padres insistían en mantener fuera de la vista del público; no había fotos de ella entre los recortes y fichas del escritorio de Ellen Troy. Luego finalmente el Gobierno territorial de los EE.UU. se interesó por el proyecto.

—Ellen, tú ocultas algo.

Sparta levantó la vista y miró al ancho y moreno rostro que tenía delante. La corpulenta mujer no sonreía precisamente, sino que su expresión acusadora ocultaba maldad.

—¿De qué habla usted, jefe? —le preguntó Sparta. La mujer dejó caer todo su considerable peso en el sillón que había ante el escritorio de Sparta, el escritorio de Ellen Troy.

—Para empezar por el principio, guapa, has vuelto a solicitar que te saquen de debajo de mi dedo pulgar,
otra vez.
¿Crees que la Hermana Arlene no sabe lo que pasa en su propio departamento?

Sparta sacudió la cabeza enérgicamente una sola vez.

—No oculto nada. He estado intentando salir de este escritorio durante los dos últimos años. Lo he hecho tan a menudo como las normas me permiten solicitarlo.

El escritorio en cuestión era uno de los cincuenta, todos exactamente iguales, del Departamento de Proceso de Información de la División de Servicios de Investigación de la Junta de Control del Espacio, con sede en un edificio de ladrillo rosa y cristal azul que daba a la Union Square de Manhattan.

La jefa, Arlene Díaz, era la directora del departamento de Proceso de Información.

—Tú y yo, las dos, sabemos que cualquiera que haya sido sometido a la cirugía a que tú has sido sometida no tiene la menor oportunidad de salir de la oficina y pasar a desempeñar otras funciones. De modo que, ¿cómo es que tú no paras de hacer justamente eso? ¿Cómo es que no haces más que intentar salir de aquí?

—Porque no pierdo la esperanza de que haya alguien entre los de arriba que tenga un poco de sentido común, por eso. Quiero que se me juzgue por lo que soy capaz de hacer, Arlene, no por lo que está registrado en mis exámenes médicos.

Arlene lanzó un fuerte suspiro.

—Verdad es que los supervisores del campo son muy parciales en cuanto a los especímenes perfectos.

—No hay nada malo en mí, Arlene. —Sparta permitió que el color le subiera a las mejillas—. Cuando tenía dieciséis años cierto borracho me aplastó a mí y a mi
scooter
contra un poste de la luz. Vale, la motocicleta quedó para el arrastre. Pero a

me remendaron..., todo está archivado para que lo mire quienquiera que tenga interés en ello.

—Tienes que admitir que eso fue un remedio muy raro, guapa. Todos esos
terrones, alambres
y espacios
huecos... —
Arlene hizo una pausa—. Lo siento. Tú no lo sabías, pero es política común aquí que cuando una persona pide el traslado, su supervisor se siente ante el panel de revisiones. Yo he considerado con especial cuidado tus informes médicos, querida. Más de un par de veces.

—Los médicos que me remendaron lo hicieron lo mejor que pudieron. —Sparta parecía avergonzada, como si se estuviera disculpando por ellos—. Eran talentos de provincias.

—Lo hicieron estupendamente —dijo Arlene—. No es que fuera la «Clínica Mayo», pero lo que hicieron funciona.

—Ésa es tu opinión. —Sparta arqueó las cejas, se puso a estudiar a su jefe y empezó a entrar en sospechas—. Y, ¿qué es lo que piensan los demás del panel? —Al ver que Arlene no contestaba, Sparta sonrió—. Embustera —le dijo—.
Eres tú
quien esconde algo.

Arlene le devolvió la sonrisa.

—Felicidades, guapa. Vamos a echarte mucho de menos por aquí.

Pero no resultó tan fácil.

Allí estaban los físicos para empezar con todo otra vez; mentiras que ensayar para mantener invariables, documentos electrónicos falsos que mostrar instantáneamente para respaldar las nuevas historias inventadas.

Y luego el trabajo. El entrenamiento básico de seis meses necesario para convertirse en investigador de la Junta Espacial era tan riguroso como el de cualquier astronauta. Sparta era lista, rápida, coordinada y capaz de almacenar mucha más sabiduría de la que los instrumentos de la academia podían impartir (capacidad que no dejó entrever), pero no era físicamente fuerte, y algunas de las cosas que le habían hecho por motivos que aún estaba tratando de comprender, la habían dejado altamente sensible al dolor y vulnerable a la fatiga. Quedó claro desde el primer día que Sparta estaba en peligro de llegar al agotamiento.

Los que se preparaban para ser investigadores no vivían en barracones; la Junta Espacial los consideraba adultos que aparecerían por las clases si querían hacerlo, y mientras tanto no meterían la nariz en problemas, pues eran responsables de ellos mismos. Sparta se presentaba diariamente en los locales de la división de entrenamiento, en los pantanos de Nueva Jersey, y cada noche tomaba el magnoplano hacia Manhattan, preguntándose si tendría el valor para volver a la mañana siguiente. Era un trayecto largo, no tanto en minutos como en la repetida lección de la clase de mundo en que vivía. La dulce Manhattan era una joya montada dentro de una ciénaga; estaba rodeada de hierbas marinas y granjas de algas que llenaban los ríos que en otro tiempo fluían, lo que hacía que Manhattan fuera una isla circundada de unas chabolas espantosas y casuchas en ruinas más allá de las orillas del río, y que estuviera completamente amurallada por refinerías humeantes que transformaban los desperdicios humanos y la basura en hidrocarburos y metales aprovechables.

Sobrevivió a duras penas las pruebas de shock del principio: eléctricos, termales, clínicos, de luz, de ruido, vueltas para soportar la fuerza centrífuga, desorientación espacial en la jaula, máxima tensión, cosas todas ellas que le consumían por completo las energías en la silenciosa y secreta defensa de sus delicadas estructuras nerviosas. Con enormes esfuerzos logró pasar los cursos de obstáculos, los de armas pesadas, los deportes de contacto, en los que la fuerza bruta de los otros jugadores a menudo vencía la gracia y la rapidez de la muchacha. Exhausta, magullada, con los músculos ardiendo a causa del esfuerzo y los nervios destrozados, entraba tambaleante en el magnoplano, se deslizaba suavemente entre los fuegos y el humo del Purgatorio, llegaba a su casa NoHo y se subía a la cama en el condoapartamento que compartía con tres desconocidas a las que apenas veía.

Algunas veces la soledad y el desánimo se llevaban la mejor parte de su persona, y entonces lloraba hasta quedarse dormida, preguntándose por qué hacía aquello y cuánto tiempo podría seguir haciéndolo. La segunda pregunta dependía de la primera. Si flaqueaba en su creencia de que ganarse las credenciales de investigador de la Junta Espacial le permitirían el acceso, la libertad que necesitaba para saber lo que necesitaba saber, su resolución se desmoronaría rápidamente.

Y por la noche estaban los sueños. En un año no había encontrado un modo seguro de controlarlos. Comenzaban de manera bastante inocente con algún fragmento del pasado lejano, como la cara de su madre, o del pasado inmediato, como algún muchacho que hubiera conocido aquel mismo día o una clase para la que no había estado preparada o para la que había estado más que preparada. Luego aquellos sueños seguían adentrándose en los oscuros pasillos de un edificio interminable, una meta imprecisa que tenía que alcanzar si tan sólo pudiera encontrar el camino por aquel laberinto; la sensación de que sus amigos estaban con ella, pero también de que se encontraba completamente sola, de que no importaba si encontraba o no lo que necesitaba, pero que si no lo encontraba moriría. Y luego las luces de colores venían dando vueltas, suavemente, desde los bordes, y el tumulto de olores la vencía.

Los aspirantes a investigadores tenían libre los domingos. Sparta solía pasarlos paseando por Manhattan, de un extremo al otro, desde el Battery hasta el Bronx, aunque lloviera, nevara, cayera aguanieve o hiciera viento. A pesar de que no era fuerte, era dura. Sesenta kilómetros en un día no eran algo fuera de lo habitual para ella. Caminaba para liberar la mente de pensamientos fijos, de la necesidad de detectar, planear y almacenar datos. Un descanso mental periódico era esencial para evitar sobrecargarse y desfallecer.

Tal como había sido concebido en su origen, el proyecto «SPARTA» nunca habría utilizado implantaciones cerebrales artificiales. Pero cuando entraron a formar parte del mismo agencias gubernamentales, el proyecto dio un giro; de pronto hubo muchos más estudiantes, y nuevas y mayores instalaciones. Sparta era entonces una adolescente, y al principio no le pareció raro que ahora viera menos a sus ocupados padres, ni tampoco que viera menos a los demás miembros, la mayoría de ellos niños más pequeños que ella; sólo uno o dos se aproximaban a la edad de Sparta. Un día su padre la llamó al despacho y le explicó que iban a enviarla a Maryland para una serie de evaluaciones que el Gobierno deseaba hacerle. Le prometió que él y la madre de Sparta la visitarían con tanta frecuencia como les fuera posible. Su padre parecía estar entonces sometido a una enorme tensión; antes de que la joven abandonase el despacho, la abrazó con fuerza, casi desesperadamente, pero no le dijo nada más que «Adiós» y «Te queremos» en un murmullo. Un hombre que tenía el pelo naranja había permanecido todo el tiempo en el despacho, mirando la escena.

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