Read Venus Prime - Máxima tensión Online

Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss

Venus Prime - Máxima tensión (2 page)

Cierta chispa de reavivada rebeldía impulsó al médico a accionar el interruptor de la conexión telefónica.

—Quiero hablar con Laird.

El rostro que apareció en la pantalla de vídeo era suave y educado.

—Lo siento terriblemente. Me temo que el director no puede aceptar llamadas fuera de programa.

—Es personal y muy urgente. Por favor, comuníqueselo. Esperaré.

—Créame, doctor, sencillamente no hay manera...

Estuvo en la línea mucho rato hablando con un ayudante tras otro, y acabó por sacarle al último de ellos la promesa de que el director lo llamaría al día siguiente por la mañana. Aquella oposición tan obstinada le avivó aún más la chispa de rebeldía, y cuando se cortó la última conversación el médico estaba profundamente enfadado.

Su paciente le había pedido ver su propio expediente, el expediente del cual ella había sido el objeto hasta un año antes de llegar al hospital. El médico había tenido intención de esperar a que se le concediera permiso para ello en debida forma, pero..., ¿para qué molestarse? Laird y los demás se mostrarían incrédulos ante la idea, pero no había forma de que ella pudiera hacer uso, o abuso, de lo que viera en dicho expediente: lo olvidaría casi al instante.

Ése, al fin y al cabo, era el propósito de todo aquel vergonzoso ejercicio.

Llamó a la puerta de la habitación que ocupaba la muchacha, situada en el piso de arriba. Ella le abrió; todavía llevaba las botas, la camisa y los pantalones que se había puesto para dar el paseo.

—¿Sí?

—Me dijo usted que quería ver su expediente. Ella se quedó mirándolo.

—¿Se lo ha enviado mi padre?

—No. Uno del personal del I.M.

—No se me permite ver mi expediente. No se nos permite a ninguno de nosotros.

—Se..., se ha hecho una excepción en el caso de usted. Pero queda a su propio criterio. Sólo en el caso de que le interese.

Sin decir palabra, la muchacha lo siguió por el pasillo lleno de ecos; luego bajaron varios tramos de escaleras que crujían bajo el peso.

La habitación del sótano estaba iluminada, caldeada y cubierta con gruesas alfombras, todo lo contrario de los pasillos, llenos de corrientes de aire, y las salas del viejo sanatorio situado en los pisos de arriba. El médico le mostró el camino hasta un pupitre.

—Ya he accedido al código apropiado. Me quedaré por aquí por si quiere preguntarme algo.

Se sentó al otro lado del estrecho pasillo, dos pupitres más allá, y de espaldas a la mujer. Quería que ésta sintiera que gozaba de cierta intimidad, pero que no olvidase de que él se hallaba presente.

La muchacha se quedó contemplando con atención la pantalla que había sobre el escritorio. Luego acarició expertamente con los dedos los hemisferios del input manual. En la pantalla aparecieron unos alfanuméricos. «Aviso, el acceso no autorizado a este expediente se castiga, de acuerdo con la Ley de Seguridad Nacional, con multa y/o encarcelamiento.» Al cabo de unos segundos apareció un estilizado logotipo, la imagen de una zorra. Dicha imagen desapareció para dar paso a más palabras y números. «Caso L.N. 30851005, Proyecto de Valoración y Entrenamiento de Recurso de Aptitud Específica. El acceso a este documento de personas que no formen parte del personal autorizado de la Inteligencia Múltiple, está estrictamente prohibido.»

La muchacha volvió a acariciar el input.

Al otro lado del pasillo el médico, muy nervioso, fumaba un cigarrillo —vicio horrible y muy antiguo— mientras esperaba; en la pantalla que tenía delante veía lo mismo que ella en la suya. Los procedimientos y evoluciones le resultarían familiares a la muchacha; estaban empotrados en la memoria remota de acontecimientos lejanos, engranados allí, pues gran parte de lo que ella había aprendido no era mera información, sino proceso, actuación...

Así a ella le fue dado recordar aquello que se había convertido en parte de su persona. Le había enseñado idiomas —muchos, incluso el suyo propio— mediante el método de conversación, de leer en voz alta con un nivel de vocabulario que estaba muy por encima del considerado apropiado para su edad. La había enseñado a tocar el violín y el piano desde la infancia, desde mucho antes de que tuviera los dedos de las manos lo suficientemente largos como para poder formar acordes, y del mismo modo le había enseñado danza, gimnasia y equitación, haciéndole practicar constantemente y esperando de ella el máximo rendimiento. La muchacha aprendió a manipular imágenes y a rellenar con ellas espacios en blanco en una computadora, y también dibujo y escultura con grandes maestros; desde antes que supiera hablar la habían sumergido en una vertiginosa matriz social en el aula del colegio; había recibido clases de teoría establecida, geometría y álgebra desde que fue capaz de distinguir los dedos de los pies y de mostrar conversación piagetiana. «L.N.» tenía un número muy largo adosado al expediente, pero ella era el primer sujeto de SPARTA, que había sido creado por su padre y su madre.

Sus padres habían tratado de no influir en exceso en la valoración de los logros de su hija. Pero aunque fingieran ser ciegos, la maestría de ella era evidente. Revelada allí, en la pantalla plana, tal como la muchacha nunca había tenido ocasión de verla confirmada antes, su excelencia bastó para hacer que se echara a llorar.

—¿Algo va mal? —La muchacha se limpió las lágrimas y movió negativamente la cabeza, pero él insistió con suavidad—. Mi trabajo consiste en ayudar.

—Es que..., ojalá
ellos
pudieran decirme... —comenzó a decir la mujer—. Decírmelo ellos mismos. Que lo estoy haciendo bien.

El médico le dio la vuelta a una silla y se sentó al lado de la muchacha.

—Lo harían si pudieran, y usted lo sabe. Pero realmente no pueden. En estas circunstancias.

Ella asintió con la cabeza, pero no dijo nada. Hizo que el expediente avanzara.

¿Cómo reaccionaría ante lo que venía a continuación?, se preguntaba él; y se quedó observando con lo que confiaba fuera una curiosidad estrictamente profesional. Los recuerdos de la mujer terminaban bruscamente en la edad de dieciséis años. Pero el expediente no. Ahora tenía casi veintiuno...

Ella frunció el ceño al mirar la pantalla.

—¿Qué es esa evaluación? «Programación celular.» Yo nunca estudié eso. Ni siquiera sé lo que es.

—¿Ah, no? —El doctor se inclinó hacia delante—. ¿Qué fecha tiene?

—Tiene usted razón —repuso ella riendo—. Debe de ser lo que están proyectando para la próxima primavera.

—Pero mire, ya le han asignado a usted la puntuación. Un grupo entero.

La muchacha se echó a reír otra vez, encantada.

—Probablemente crean que ésa es la puntuación que yo debería conseguir.

Al fin y al cabo, para el médico aquello no era ninguna sorpresa..., y en la mente de ella las sorpresas no estaban permitidas. La inmersión en la realidad que el cerebro de la muchacha había creado no podía agotarse por unos cuantos números en la pantalla.

—Piensan que la conocen a usted muy bien —dijo secamente el médico.

—A lo mejor les estoy tomando el pelo. Se sentía contenta con aquella perspectiva. El expediente acababa bruscamente al concluir la formación estándar de la mujer, tres años antes. En la pantalla, sólo el logotipo de la agencia de Inteligencia Múltiple: la zorra. La zorra marrón y lista. La zorra que sabe muchas cosas...

El doctor observó que a ella le duraba el contento más de lo habitual mientras seguía mirando fijamente aquel logotipo. Quizás aquello la tuviera en un presente que en cierta forma continuara su pasado.

—A lo mejor sí —murmuró él.

Después de dejarla a la puerta de su habitación —la muchacha se estaba olvidando de él tras haberse olvidado de lo que ambos acababan de ver—, el médico movió pesadamente la mole que era su cuerpo por las viejas escaleras camino del despacho. Aquel edificio de ladrillo, con los techos altos y llenos de corrientes de aire, que había sido construido en la falda de las Montañas Rocosas a finales del siglo XX como sanatorio de tuberculosos, desempeñaba ahora, doscientos años más tarde, el papel de asilo privado para miembros desequilibrados de familias modestamente acomodadas. El médico hacía lo que podía por aquellos a quienes se confinaba inocentemente en aquel lugar, pero el caso L.N. 30851005 era algo totalmente distinto, y cada vez le absorbía más la atención.

Hizo que apareciera en su propia pantalla de ordenador la historia clínica que la institución había ido llevando a cabo desde la llegada de la muchacha. Y entonces un extraño sentimiento se apoderó de él —cuando la decisión sobrepasa la mente, incluso a una mente normal, a menudo sucede con tanta rapidez que borra la huella del propio proceso seguido—, y el médico se vio sacudido por un afecto tembloroso, por la certeza de la verdad revelada.

Se apretó un dedo contra una oreja y conectó el intercomunicador con el personal del sanatorio.

—Me preocupa el hecho de que Linda no haya dormido bien esta semana.

—¿De veras, doctor? —La enfermera se mostró sorprendida—. Lo siento. No hemos notado nada fuera de lo corriente.

—Bueno, pues esta noche vamos a probar a darle pentabarbital sódico, ¿le parece? Doscientos miligramos. La enfermera titubeó, pero luego accedió.

—Desde luego, doctor.

Esperó a que todos estuvieran dormidos excepto los dos enfermeros de noche, un hombre y una mujer. El enfermero estaría llevando a cabo la ronda de los pasillos; se le suponía alerta por si acaso surgían problemas, pero en realidad lo que hacía era cuidar su propio insomnio. La enfermera estaría sesteando ante los monitores de vídeo, en su puesto del piso principal.

Cuando subió por las escaleras, la saludó con la cabeza al pasar junto a ella.

—Voy a echar un vistazo antes de irme a casa.

La enfermera levantó la vista, poniéndose alerta con cierto retraso.

Todo lo que el médico necesitaba cabía fácilmente dentro del lujoso abrigo «Chesterfield» sin que su figura se viera abultada de un modo apreciable. Subió por las escaleras y avanzó por el pasillo del segundo piso, asomando concienzudamente la cabeza en todas las salas y habitaciones privadas.

Llegó a la habitación de L.N. 30851005 y entró en ella. La cámara de fotogramas observaba todo desde su elevado emplazamiento, en un rincón; él podría situarse de modo que le diera la espalda todo el tiempo, pero si alguien pasaba por el pasillo tendría un ángulo de visión diferente, así que, como quien no quiere la cosa, empujó la puerta dejándola medio cerrada tras de sí.

Se inclinó sobre la figura inocente de la joven, y luego, rápidamente, le colocó la cabeza en posición vertical. Ella respiraba firme y profundamente. Lo primero que el médico se sacó del bolsillo fue un escopio CT plano del tamaño de un talonario de cheques. Se lo colocó a la muchacha sobre los párpados cerrados; la pantalla mostró un mapa del cráneo de la joven y del cerebro como si les hubieran practicado un corte transversal. Unas coordenadas digitales aparecieron en un ángulo de la pantalla. El médico ajustó el visor de profundidad del escopio CT hasta que la materia gris del hipocampo estuvo centrada.

Siguió inclinado sobre ella. Se sacó de la manga una aguja hipodérmica, al parecer un instrumento primitivo y temible en su propósito, no disimulado. Pero en el interior del tubo de la aguja de acero anidaban otras agujas, unas dentro de otras, graduadas de acuerdo con su grosor hasta el punto de que la más delgada de todas era más fina que un cabello humano, invisible. Eran agujas que poseían mente propia. Mojó la punta de la caña hipodérmica en el desinfectante contenido dentro de un vial pequeño y transparente. Buscó el caballete de la nariz de la joven, se lo apretó con los dedos para ensancharle los orificios nasales y luego, con cuidado, inexorablemente —observando el avance en la pantalla en miniatura— le introdujo la aguja hipodérmica telescópica dentro del cerebro.

2

Los lóbulos olfativos posiblemente sean las porciones del cerebro más atávicas; tuvieron su desarrollo en los sistemas nerviosos de los gusanos ciegos que se abrieron paso a través del estiércol opaco de los mares Cámbricos. Para funcionar en debida forma deben hallarse en estrecho contacto con el medio que los rodea, y ése es el motivo por el que debajo del caballete de la nariz el cerebro se encuentra casi por completo expuesto al mundo exterior. Es ésta una disposición peligrosa. El sistema inmunológico del cuerpo es incompatible con los procesos del cerebro, que se encuentra sellado con barreras sanguino-cerebrales por todas partes excepto en los conductos nasales, donde las únicas defensas que posee el cerebro son las membranas mucosas; cada invierno el frío supone una lucha acérrima contra las enfermedades del cerebro.

Cuando se abre una brecha en las defensas, el cerebro de por sí no nota nada; la flor del sistema nervioso central en sí misma carece de nervios. La microaguja que sondeó el cerebro de L.N. pasándole cerca de los lóbulos olfativos y penetrándole en el hipocampo no le produjo ninguna clase de sensación interna. Sin embargo sí que le dejó una infección, que se extendió rápidamente...

Cuando, ya tarde, se despertó, la mujer que se creía a sí misma Sparta notó una sensación de picor en lo alto de la nariz, justo al lado del ojo derecho.

Tan sólo el día anterior había estado en Maryland, en las instalaciones del proyecto situadas al norte de la capital. Se había marchado a dormir a la residencia deseando estar en su propia habitación, en la casa que sus padres tenían en la ciudad de Nueva York, pero aceptando al mismo tiempo el hecho de que tal cosa no era la más apropiada en las actuales circunstancias. Allí todo el mundo se había portado muy bien con ella. Debería sentirse —intentó hacerlo—
honrada
de encontrarse donde se encontraba.

Pero aquella mañana se encontraba en un lugar diferente. La habitación tenía el techo alto y se hallaba recubierta de una serie de capas de esmalte blanco que tenía al menos un siglo; las ventanas, de las que colgaban visillos de encaje llenos de polvo, tenían unos cristales imperfectos cuyas burbujas, del tamaño de la cabeza de un alfiler, volvían a enfocar el sol convirtiéndolo en doradas galaxias lánguidas. Ella no sabía dónde estaba exactamente, pero eso tampoco era nada nuevo. Debían de haberla trasladado allí durante la noche. Ya encontraría el modo de orientarse en aquel lugar, como había hecho antes en muchos otros lugares desconocidos.

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