Read Venus Prime - Máxima tensión Online

Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss

Venus Prime - Máxima tensión (25 page)

No era, desde luego, que a él le importase el libro en realidad, el contenido concreto del libro, es decir, las
palabras
del libro. Historias de guerra, ya saben. Se decía que ese tipo, Lawrence, había sido un escritor bastante bueno, y además estaban aquellas aprobaciones, G. B. Shaw, Robert Graves, quienesquiera que fuesen. Pero se decía que ellos también habían sido a su vez buenos escritores; para su época, claro está. De todos modos alguien lo había dicho, y realmente una reputación que dura un siglo tiene
cierto
valor, ¿no les parece? Pero no era realmente lo que él pensaba que estaba adquiriendo, de hecho —se permitió hacerse a sí mismo una pequeña confesión— allí había habido alguna confusión, bastante comprensible, con otro tipo llamado Lawrence del mismo período. Al fin y al cabo eso
era
hacía más de cien años.

Lo cual no hacía que el asunto en cuestión variase. El caso es que él había pagado dinero por aquel puñetero libro. Sólo había cinco ejemplares en todo el Universo, y tres de ellos se habían
perdido
, de modo que ahora sólo quedaba el de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos de América y el
suyo —
bueno, el del «Museo Hesperiano», que a su vez era de él—. Y lo había comprado por una sola razón, para humillar a aquella mujer que lo había humillado a él como consecuencia de la escandalosa persecución pública a que ella había sometido a su..., bueno, a aquella persona tan especial que en otro tiempo había sido la compañera legal de él.

Darlington daba por supuesto que simplemente debía decirle a aquella pequeña marrana: «¡Vete con viento fresco! » Pero no podía hacerlo. Ella poseía algunos encantos muy notables, casi extraordinarios, y a Darlington no le iba a resultar fácil encontrar a alguien parecido en
aquella
lata de sardinas espacial.

Lo cual hacía que se pusiera meditabundo, cosa que le ocurría constantemente cuando pensaba si alguna vez lograría marcharse de Port Hesperus, si alguna vez podría volver a casa. En el fondo estaba seguro de que no. Enterrarían al pobre Vince Darlington en el espacio, a no ser que por algún milagro enterrasen primero a sus hermanas. La cuestión no era la controvertida extradición a la Tierra, nada tan público ni tan legal. No, aquél era el precio que la familia —sus venenosas
hermanas
concretamente— le habían impuesto a cambio de mantener fuertemente cerrados los labios, para librarlo del encierro en una
cárcel
de Suiza, para ser más precisos. Naturalmente, habría tenido que ser dinero de
ellas...

Éste
era el retiro que se había buscado a sí mismo, y allí se quedaría, en unas cuantas habitaciones pequeñas con paredes de terciopelo y esta..., realmente
sorprendente
cúpula de vidrio (¿habría quizá sido construida como iglesia?), rodeado de sus tesoros muertos.

Contempló los camarones. No se podía decir que se estuvieran poniendo más frescos.

Se puso a hacer otra ronda y volvió a poner derechos los cuadros. ¿Cuándo se le
permitiría
tomar posesión de una vez? Quizá debiera cancelarlo todo. La capitana Antreen se había mostrado muy poco servicial. Oh, sí, muchas sonrisas y todo eso, y mucho decir que haría todo lo que estuviera en su mano, pero..., ¿y los
resultados?
Nada de promesas, cariño. Todo aquello tenía un gusto agrio, más bien servía para agriarle su pretendido triunfo sobre Sylvester.

Darlington pasó nerviosamente a una de las habitaciones laterales más pequeñas y oscuras. Se detuvo junto a una vitrina de vidrio atraído por su propia imagen, que se reflejaba en la tapa. Se dio unas palmaditas en el escaso cabello negro, se colocó las gafas de anticuada montura de asta —todavía no había perdido
del todo
el buen aspecto, gracias a Dios—, contrajo los labios en un pequeño mohín y luego siguió adelante, sin hacer caso al contenido de la vitrina.

Lo que Darlington dejaba atrás en aquella pequeña habitación eran sus verdaderos tesoros, aunque él se negase a reconocerlos como tales. Allí estaban aquellos raros fragmentos de huellas fósiles hallados en la superficie de Venus por robots exploradores, y que habían conseguido hacer del «Museo Hesperiano» un lugar de intenso interés para científicos y eruditos. Y además, después de los jardines de Sato, era una de las principales atracciones turísticas de Port Hesperus. Pero Darlington, absurdamente acaudalado incluso a partir de una asignación previamente negociada, era un coleccionista de segunda fila de arte europeo, especialmente de los períodos de melodrama y plumada, y para él el lugar que realmente les correspondía a las rocas y a los huesos era alguna gasolinera abandonada o cualquier tienda de viejas curiosidades de la Tierra. Los fósiles venusianos que tenía atraían la atención de todos los lugares del sistema solar; por eso, aunque a regañadientes, les hacía un lugar en el museo.

Continuó paseando y contemplando sus llamativos cuadros y esculturas, y sus costosas curiosidades; meditaba sobre lo que aquella entrometida mujer policía venida de la Tierra se propondría al meter la nariz en la nave abandonada que contenía
su
precioso libro.

Poco antes de la hora esperada para la cita de la
Helios
con Port Hesperus, y poco después que Sparta le hubiese pedido que se asegurase de que la nave permaneciera en cuarentena mientras ella se marchaba sola para resolver un asunto, Viktor Proboda se presentó en el cuartel general local de la Junta de Control del Espacio. La capitana Antreen lo llamó en seguida a su despacho; la teniente Kitamuki, su ayudante, ya se encontraba allí.

—Las instrucciones que tenía eran muy simples, Viktor. —La sonriente máscara de Antreen se había evaporado; estaba rígida a causa de la ira—. No tiene usted que apartarse ni un instante del lado de Troy.

—Ella confía en mí, capitana. Ha prometido informarme puntualmente de todo lo que descubra.

—¿Y usted confía en ella? —le exigió Kitamuki.

—Solicitamos un sustituto. No pedimos que nos quitaran de las manos la investigación —dijo Antreen.

—A mí no me gusta eso más de lo que le gusta a usted, capitana —dijo Proboda resueltamente—. En realidad al principio me lo tomé como algo personal, sobre todo teniendo en cuenta que usted ya me había asignado a mí la misión. Pero, al fin y al cabo, la mayoría de los principales implicados en el caso tienen su base en la Tierra...

—La mayoría de los implicados son euroamericanos —le dijo Kitamuki—. ¿No le proporciona eso ninguna pista?

—Lo siento —repuso Proboda tenazmente. Ya veía que la teoría de una conspiración se avecinaba (a Kitamuki se le daban muy bien), pero aquellas teorías a él no le convencían. Proboda ponía toda su fe en otras motivaciones más simples tales como la venganza, la avaricia y la estupidez—. Realmente creo que ustedes deberían echar una mirada a todos esos resultados del laboratorio. Nosotros hemos hecho, en realidad lo ha hecho Troy, una inspección minuciosa del lugar del impacto, y lo que encontró...

—Alguien de allá, de la Tierra, ha hecho correr la voz de que se trata de desacreditar este departamento —le interrumpió Kitamuki—. Aquí, en Port Hesperus, «Dragón Azul» está produciendo unos resultados espectaculares, y a algunos de los euroamericanos residentes en la estación o de allá abajo, de la Tierra, no les gusta. —Hizo una pausa para dejar que se amainasen sus oscuras sospechas.

—Tenemos que fijarnos en el terreno que pisamos, Viktor —le dijo Antreen sin alterarse—. Para conservar nuestra integridad, Port Hesperus es un modelo de cooperación, y desgraciadamente hay alguien a quien le gustaría destruirnos.

Proboda sospechaba que alguien le estaba echando humo a la cara... No estaba seguro de quién era. Pero aunque la capitana Antreen no siempre decidía dejar claros sus razonamientos, sí que expresaba su objetivo principal.

—Entonces, ¿cómo quiere usted que maneje este asunto?

—Haga lo que le pida Troy. Pero sepa que nosotros también estaremos trabajando con usted, a veces entre bastidores. Troy no tiene que darse cuenta de esto. Queremos que la situación se resuelva, pero no hay necesidad de ir más allá de lo que sea pertinente.

—Muy bien, entonces —convino Proboda—. ¿Debo ocuparme de la
Helios
?


Usted haga eso —dijo la teniente Kitamuki—. A Troy déjenosla a nosotras.

Y ahora, ¿qué es lo que quería contarnos de esos resultados del laboratorio? —le preguntó Antreen.

15

Sola en la
Star Queen
, Sparta empezó una investigación a fondo.

Inmediatamente debajo de la escotilla interior de la cámara de descompresión de aire principal había un espacio claustrofóbico atestado de víveres y armarios con equipo diverso. Tres trajes espaciales colgaban normalmente de la pared en un cuadrante de la plataforma redonda. Faltaba uno. Era el de Grant. Otro de ellos parecía no haber sido usado. Era el de Wycherly, el desafortunado piloto. Sparta comprobó la provisión de oxígeno del traje y curiosamente se encontró con que estaba cargado en parte, lo suficiente para media hora. ¿Lo habría guardado McNeil como reserva por si las cosas salían mal y decidía perderse en el espacio él también? Sparta se asomó aquí y allá entre los armarios llenos de equipo —herramientas, pilas, botes de reserva de hidróxido de litio y cosas por el estilo—, pero no encontró nada que resultara significativo. Rápidamente bajó a la cubierta de vuelo.

La cubierta de vuelo, en comparación con la anterior, era bastante espaciosa, y ocupaba una franja que atravesaba los amplios trópicos de la esfera del módulo de la tripulación. Las consolas que circundaban la cubierta por debajo de las amplias ventanas se hallaban animadas con luces parpadeantes cuyos indicadores, de colores, azul, verde y amarillo, resplandecían suavemente gracias a la energía auxiliar de la nave. Ante las consolas de luces había asientos para el comandante, el segundo piloto y el ingeniero, aunque la
Star Queen
, como otros muchos cargueros modernos, podía ser controlada por un solo tripulante e incluso por ninguno, siempre que se conectara el piloto automático.

La habitación era una mezcla pragmática de lo exótico y lo mundano. Las computadoras alcanzaban el rango de arte, lo mismo que las persianas de las ventanas, aunque el arte de estas últimas no había cambiado mucho en el último siglo. Los extintores de incendios seguían siendo botellas metálicas pintadas de rojo sujetas con pinzas a las paredes. Había estantes y armarios, máquinas, pero también quedaba sitio suficiente para trabajar y se gozaba de una buena panorámica de las ventanas circundantes; la cubierta había sido diseñada teniendo en cuenta que los tripulantes pasarían muchos meses de su vida en aquel reducido espacio. A Sparta le resultó chocante, sin embargo, que no hubiera toques personales, ni recortes, pósters o calendarios en las paredes, ni siquiera algún detalle curioso. Quizás el lugarteniente Peter Grant no fuera de los que toleran el desorden individual.

Además de los programas de trabajo de la nave, los libros de a bordo —el cuaderno verbal de bitácora de Grant y las grabadoras de la caja negra de la nave— eran accesibles desde aquella consola. De hecho, casi toda la información codificable acerca de la nave y de su cargamento, excepto las fichas personales informatizadas de Grant y de McNeil, eran accesibles desde aquella cubierta.

Sparta dejó escapar un suspiro y se puso a trabajar. Por los rastros químicos dejados sobre las consolas, los brazos de los asientos, los pasamanos y otras superficies, pudo confirmar que nadie aparte de Grant y McNeil había estado en aquella cubierta desde hacía semanas. Todavía existía un gran revoltijo de huellas, pero la mayoría eran de hacía meses, y habían sido dejadas por los obreros que habían remozado la nave. Sparta había fijado en la memoria los códigos estándar de acceso a la computadora. En poco tiempo más de lo que tardó en quitarse los guantes y deslizar las sondas PIN en los soportes, había descargado la memoria del ordenador y la había introducido en sus propios mecanismos de almacenamiento celular, mucho más denso y mucho más capaz.

Recorrió por encima los primeros expedientes de interés. El manifiesto de carga era tal como ella lo había memorizado durante el viaje desde la Tierra, sin añadiduras, sustracciones ni sorpresas. Cuatro bodegas de carga desmontables que podían ser presurizadas. En aquella última travesía sólo se había presurizado el primer compartimiento de la bodega A —los comestibles acostumbrados, medicinas, etc.— y aquel diminuto pedazo de masa valorado en dos millones de libras esterlinas, un libro metido en su estuche de transporte...

Otros artículos de la bodega A estaban asegurados, bien por unidades o en conjunto, en sumas relativamente grandes de dinero; dos cajas de puros destinadas nada menos que a Kara Antreen y valoradas en dos mil libras cada una —Sparta sonrió ante la idea de aquella estirada capitana de la Junta de Control del Espacio saboreando sus vegueros—, y cuatro cajas de vino, una de las cuales McNeil ya había confesado haber saqueado, valoradas en un total de quince mil dólares americanos y destinada al mismo Vincent Darlington que era el nuevo propietario del famosísimo libro.

Pero había también otros artículos cuyo transporte había costado más de lo que valía asegurarlos: la recientísima obra épica de la «BBC» en vídeo,
Mientras Roma arde
, que ocupaba una masa de menos de un kilogramo (casi todo era embalaje de plástico protector), y que no estaba asegurada en absoluto. Aunque había costado millones reproducir el original, los vídeos eran mucho más baratos de reproducir que una anticuada película de celuloide o una cinta de cassette, y por supuesto (y admitiendo cierta pérdida de fidelidad), todo el espectáculo habría podido emitirse mediante rayos hasta Venus por sólo el coste del tiempo de transmisión que se emplease. Además había un artículo que ya le había resultado atractivo a Sparta antes como merecedor de la máxima atención: un estuche de «libros variados, veinticinco kilogramos, sin valor intrínseco» destinado a Sondra Sylvester.

El contenido de las bodegas B, C y D, que habían permanecido en vacío durante todo el vuelo, ofrecía mucho menos interés —herramientas, maquinaria, materia inerte (una tonelada de carbón en forma de ladrillos de grafito, por ejemplo, más barato de transportar desde la Tierra que de extraerlo del dióxido de carbono de la atmósfera de Venus)—, excepto los seis «Rolls Royce MPTV» —Mineros Pesados para Trabajar en Venus— de 5,5 toneladas cada uno, con una masa total de 33,5 toneladas más o menos incluyendo los ensamblajes de combustible que iban por separado, etc., destinados a la «Compañía Minera Ishtar». Sparta quedó satisfecha al ver que el manifiesto de a bordo era idéntico al que se había hecho público. Y ella y Proboda ya habían podido confirmar que era exacto.

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