Read Venus Prime - Máxima tensión Online

Authors: Arthur C. Clarke,Paul Preuss

Venus Prime - Máxima tensión (9 page)

Sin embargo, la mayor parte del vertiginosamente revuelto planeta mantenía una incómoda paz, cosa que resultaba asombrosa. La «Alianza del Tratado del Norte Continental», que estaba formada por los rusos, los europeos, los canadienses y los americanos, a los que normalmente se llamaba euroamericanos, llevaban muchos años en buenas relaciones con la «Esfera de Prosperidad Mutua del Dragón Azul Celeste», normalmente conocidos como nipochinoárabes. Juntos, los conglomerados industriales habían cooperado en la construcción de estaciones en los planetas más cercanos o alrededor de los mismos, así como en el Cinturón Principal. Los latinoafricanos y los indoasiáticos tenían sus propias estaciones, y habían fundado colonias poco importantes en dos de las lunas de Júpiter. El aliciente de la colonización del sistema solar había, al mismo tiempo, agudizado y, paradójicamente, atenuado las rivalidades existentes en la Tierra; la rivalidad era un hecho, pero ningún grupo quería arriesgar sus líneas de comunicación.

Viajar por el espacio nunca había resultado barato, pero a principios de siglo se había cruzado una línea divisoria económica, como un collado de montañas pequeñas que, no obstante, marcase una división continental. La tecnología nuclear se llevó a su esfera más apropiada, el espacio exterior; los principios eran suficientemente simples y las técnicas suficientemente fáciles de dominar como para que las empresas privadas pudieran tomar parte en el mercado del transporte interplanetario. Y con las naves de transporte vinieron los astilleros, los diques de carena, los equipadores.

Los «Astilleros Falaron», uno de los primeros, se hallaban en órbita a una altura de seiscientos cincuenta kilómetros. En el momento presente, el único buque que había en los astilleros era un antiguo carguero atómico al que se le estaba dando un repaso general y un lavado de cara; un núcleo de reactores nuevo, inyectores nuevos en los motores principales, sistemas de soporte de vida restaurados, y pintura nueva por dentro y por fuera. Cuando todo el trabajo estuviese terminado, la nave iba a entrar de nuevo en activo y se le iba a bautizar con un nombre nuevo y bastante grandilocuente:
Star Queen.

Los enormes motores atómicos ya habían sido montados y probados. Trabajadores con trajes espaciales que manejaban soldadores de plasma estaban acoplándole las bodegas nuevas, grandes cilindros que se sujetaban al fino tubo central que la nave tenía por debajo del módulo esférico destinado a albergar a la tripulación.

El parpadeo y resplandor de los soldadores arrojaba planos de sombra a través de las ventanas del despacho. A la luz de aquella estrecha iluminación, el erizado bigote del joven Nikos Pavlakis producía cuernos de sombra negra, lo que le proporcionaba un aspecto demoníaco.

—Te maldigo por mentiroso y ladrón, Dimitrios. Nos has asegurado repetidamente que todo se desarrollaba dentro de los plazos acordados, que todo estaba bajo control. «¡No hay problema, no hay problema!», me decías. ¡Y ahora dices que nos retrasaremos un mes si no estoy dispuesto a soportar el coste de las horas extras!

—Lo siento terriblemente, muchacho, pero nos hallamos indefensos en manos del consorcio de trabajadores. —Dimitrios extendió las manos queriendo demostrar impotencia, aunque costaba trabajo hallar algún signo de remordimiento en aquella cara ancha y arrugada—. No puedes esperar que corra yo solo con todo el gasto de la extorsión.

—¿Cuánto te darán ellos a ti? ¿El diez por ciento? ¿El quince? ¿Cuál es la comisión que recibes por ayudar a robar a tus amigos y parientes?

—¿Cómo puedes ser tan duro y decirme estas cosas, Nikos?

—Fácilmente, viejo ladrón.

—¡Yo te he tenido en las rodillas como si fueras mi propio ahijado! —objetó el viejo.

—Dimitrios, te he conocido tal como eres desde que yo tenía diez años. No estoy ciego, como mi padre.

—No se puede decir que tu padre esté ciego precisamente. Y no te quepa la menor duda de que estas calumnias se las voy a contar. Quizá será mejor que te vayas..., antes de que pierda la paciencia y te arroje al vacío.

—Me esperaré a que le llames, Dimitrios. Me gustaría oír lo que vas a decirle.

—¿Crees que no lo haré? —gritó Dimitrios con el rostro ensombrecido. Pero no hizo ademán de coger la radio. Un enorme frunce se le formó en el entrecejo, digno de Pan—. Yo ya tengo el pelo gris, hijito. Tú lo tienes castaño. Durante cuarenta años he...

—Otros astilleros se atienen por completo a sus contratos —le interrumpió Pavlakis, impaciente—. ¿Por qué es un incompetente el propio primo de mi padre? ¿O es que hay algo más que mera incompetencia?

Dimitrios dejó de actuar de manera emocionada. La expresión del rostro se le heló.

—En los negocios hay más cosas de las que están escritas en los contratos, pequeño Nikos.

—Dimitrios, tienes razón: tú
eres
viejo, y el mundo ha cambiado. Ahora, en la actualidad, la familia Pavlakis dirige una línea de transporte. Ya no somos contrabandistas. Ya no somos piratas.

—Estás insultando a tu propia fa...

—Nosotros tenemos ahora la posibilidad de hacer más dinero en este
contrato
con la «Compañía Minera Ishtar» del que tú hayas podido soñar en todos tus años de latrocinio de poca monta —le gritó enojado Pavlakis—. Pero la
Star Queen
debe estar lista a tiempo.

Lo que en aquel cerrado aire artificial flotaba entre ellos, conocido por ambos aunque no se mencionara, era la desesperada situación de las en otro tiempo poderosas «Líneas Pavlakis», que de los cuatro cargueros interplanetarios que poseyeran habían quedado reducidas al único y viejo buque que ahora se encontraba en los astilleros. Dimitrios había dado a entender que él tenía soluciones creativas para aquel tipo de problema, pero el joven Pavlakis no quería ni oír hablar de ellas.

—Enséñame, joven maestro —le dijo el viejo con voz temblorosa y llena de sarcasmo—. ¿Cómo hay que hacer, en este nuevo mundo del que hablas, para convencer a los obreros de que terminen el trabajo sin el incentivo de las acostumbradas horas extras?

—Ya es demasiado tarde para ello, ¿verdad? Tú te has ocupado de eso. —Pavlakis se fue hacia la ventana y se quedó contemplando el resplandor de los soldadores de plasma. Habló de espaldas al viejo—. Muy bien, que sigan con ello, y mientras tanto acepta tantos sobornos como puedas, canoso. Éste será el último trabajo que hagas para nosotros. ¿Y quién más querrá tener tratos contigo entonces?

Dimitrios echó hacia arriba la barbilla, despidiéndose.

Nikos Pavlakis tomó un transbordador con destino Londres aquella misma tarde. Iba sentado maldiciéndose por haber perdido el temple. Mientras la nave descendía produciendo un agudo sonido al cruzar la atmósfera en dirección a Heathrow, Pavlakis hacía pasar entre los dedos las cuentas de un rosario de color ámbar. No estaba muy seguro de que su padre fuera a apoyarlo contra Dimitrios; los dos primos tenían un largo pasado en común, y Nikos ni siquiera se atrevía a pensar en las diabluras que podían haber llegado a organizar juntos en los tempranos años en que el transporte comercial en el espacio funcionaba sujeto a unas normas bastante relajadas. Quizá su padre no consiguiera quitarse de encima a Dimitrios aunque quisiera hacerlo. Todo aquello cambiaría cuando Nikos se pusiera al frente de la empresa, desde luego..., si es que la empresa no se venía abajo antes de que eso ocurriese. Mientras tanto nadie debía conocer el verdadero estado de los asuntos de la compañía, de lo contrario todo se vendría abajo de inmediato.

Las cuentas del rosario produjeron un chasquido al mascullar Nikos una oración por que su padre disfrutase de una larga vida. Jubilado.

Para Pavlakis había sido un error enfrentarse a Dimitrios antes de estar seguro de cuál era su propia situación, pero ya no había manera de echarse atrás. Tendría que situar allí a personas en las que pudiera confiar para que se ocupasen de que el trabajo se llevase a término. Y —éste era un asunto más delicado— tendría que hacer lo que estuviera en su mano en lo referente a ampliar el plazo de la botadura.

Los cargueros, afortunadamente, no salían cada mes con destino a los planetas; no era sólo cuestión de encontrar espacio para un cargamento tan voluminoso como era aquella remesa de robots de la «Compañía Minera Ishtar». Un retraso en la salida hacia Venus de la
Star Queen
no era el mejor comienzo para un nuevo contrato, pero con suerte no resultaría fatal. Quizá pudiera concertar una entrevista informal con Sondra Sylvester, el jefe ejecutivo de la «Compañía Minera Ishtar» antes de discutir la situación con su padre.

Ensayando los argumentos que pensaba emplear, Pavlakis fue descendiendo hacia Londres.

En aquel mismo momento la señora Sondra Sylvester se encontraba volando por el oscuro y encapotado cielo del oeste de Londres en un helicóptero de ejecutivos de la «Rolls Royce». Iba acompañada de un individuo rubicundo llamado Arthur Gordon, el cual, tras haber fallado en su intento de convencerla de que se tomase un whisky escocés, se servía una cosa de la licorera de plata «Sterling» que había cogido del bar, que estaba empotrado y cubierto por una mampara. Gordon se hallaba al frente de los Productos de Defensa en la «Rolls Royce», y estaba muy impresionado con aquella pasajera suya, alta y de ojos oscuros, elegantemente vestida de seda negra y que calzaba botas. El helicóptero volaba solo, pues ellos dos eran los únicos ocupantes, hacia los terrenos de pruebas que el Ejército tenía en Salisbury Plain.

—Suerte hemos tenido de que el Ejército estuviera deseoso de ayudar —dijo Gordon con aire expansivo—. Francamente, esa máquina tiene un gran interés para ellos; desde que nos hicimos cargo de su lanzamiento al mercado, nos han estado dando la lata todo el tiempo pidiéndonos detalles. Y no les hemos proporcionado ninguno que estuviera patentado, desde luego —continuó Gordon mirándola fijamente por encima del borde de la copa de plata con un redondo ojo castaño—. Y ellos han renunciado a meterse con nosotros oficialmente, de manera que no ha habido roces desagradables.

—No puedo imaginarme que el Ejército esté planeando maniobras en la superficie de Venus —comentó Sylvester.

—Cielos, ni yo. Ja, ja. —Gordon tomó otro sorbo de whisky—. Pero supongo que están pensando que una máquina capaz de operar en un infierno como aquél puede hacerlo fácilmente en la variedad terrestre también.

Dos días antes Sylvester había llegado a la planta para inspeccionar las nuevas máquinas, diseñadas según las especificaciones de la «Compañía Minera Ishtar» y virtualmente hechas a mano por «Rolls Royce». Se hallaban alineadas, todas en posición, esperándola en el impecable suelo de la fábrica, seis máquinas agazapadas como enormes escarabajos con cuernos y alas. Sylvester las había ido escudriñando una por una, mirando su propia imagen reflejada en la pulida superficie de aleación de titanio de las máquinas, mientras Gordon y los directores a sus órdenes permanecían de pie, radiantes de satisfacción. Después Sylvester se había vuelto hacia los hombres y les había anunciado enérgicamente que antes de aceptar la entrega deseaba ver uno de aquellos robots en acción. Quería verlo por sí misma. De nada serviría lanzar hacia Venus todas aquellas moles si no iban a ser capaces de hacer el trabajo correctamente. Los de la «Rolls Royce» habían intercambiado astutas miradas y confiadas sonrisas. No pusieron ninguna dificultad. Habían tardado muy poco en hacer los preparativos necesarios.

El helicóptero se ladeó y descendió.

—Parece que hemos llegado —dijo Gordon—. Si mira por la ventana hacia la izquierda podrá divisar Stonehenge.

Sin excesivo apresuramiento enroscó el tapón del frasco de plata de whisky escocés; en vez de volver a ponerlo en el bar, se lo metió en el bolsillo del abrigo.

El helicóptero descendió sobre el páramo azotado por el viento, donde un pelotón de soldados vestidos de campaña se hallaba de pie en posición de firmes; los pantalones de camuflaje les aleteaban en las rodillas como banderas movidas por una brisa rígida. Gordon y Sylvester descendieron del helicóptero. Un grupo de oficiales se les acercó.

Un teniente coronel, el rango más elevado entre los presentes, se adelantó elegantemente e inclinó la cabeza en una profunda reverencia.

—Teniente coronel Guy Witherspoon, señora. A su servicio.

Pronunció «corronel».

Sylvester le tendió la mano y el militar se la estrechó con rigidez, aunque a ella le dio la impresión de que habría preferido hacer el saludo militar. El teniente coronel se giró y le dio la mano a Gordon.

—Maravillosa bestia la que han construido ustedes. Y terriblemente amable por su parte no tener inconveniente en que le echemos una ojeada. ¿Me permiten que les presente a mi ayudante, el capitán Reed?

Más apretones de manos.

—¿Van ustedes a elaborar informes de estas pruebas, teniente coronel? —le preguntó Sylvester.

—Habíamos pensado hacerlo, señora Sylvester.

—No tengo inconveniente en que el Ejército esté enterado, con tal de que la información se mantenga como estrictamente confidencial. La «Ishtar» no es la única compañía minera de Venus, teniente coronel Witherspoon.

—Ya lo creo. Los árabes y los ni... mmm, es decir los japoneses..., no necesitan nuestra ayuda.

—Me alegro de que lo comprenda. —Sylvester se apartó de los labios rojos una larga mecha de pelo negro. Tenía uno de esos rostros que resulta imposible ubicar. ¿Castellana? ¿Magiar? E igualmente imposible de pasar por alto u olvidar. La mujer le dirigió una cálida sonrisa al joven oficial de bigote pelirrojo, lleno de correajes—. Les agradecemos su colaboración, teniente coronel. Por favor, procedan cuando estén preparados.

El coronel se llevó prestamente la mano derecha con los dedos extendidos a la parte delantera de la gorra de visera, incapaz de reprimir el impulso de saludar. Al instante se dio media vuelta y se puso a ladrarles órdenes a los soldados que esperaban.

La máquina que iban a probar, una elegida al azar por Sylvester de las seis que había en el suelo de la fábrica, la habían transportado por aire hasta el terreno de pruebas el día anterior; ahora estaba agazapada al borde de la pista de aterrizaje, que era de tierra, sin pavimentar. Seis patas articuladas sostenían al robot en el aire con el vientre a sólo unos centímetros del suelo; pero era una bestia grande cuya espalda alcanzaba la altura de la cabeza de un hombre. Dos soldados con trajes blancos, encapuchados y provistos de láminas protectoras para el rostro, se hallaban en posición de firmes junto a la máquina; llevaban sujetas a las batas brillantes insignias amarillas que indicaban radiación. Con la silueta recortada contra un cielo de nubes negras que se deslizaban con rapidez, los soportes de los ojos tachonados de diamantes y los espinosos sensores electromagnéticos le proporcionaban al robot la apariencia de un cangrejo samurai o de un escarabajo. No resultaba de extrañar que sólo con verlo se hubiera disparado la imaginación de los militares.

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