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Authors: Katherine Paterson

Un puente hacia Terabithia (6 page)

—Sí, señora.

Tendría que recibir lecciones de Leslie. La señora Myers siempre le pillaba cuando estaba distraído, pero nunca parecía sospechar que Leslie no estuviera atenta. Miró a hurtadillas en su dirección. Leslie estudiaba con gran interés en su libro de geografía o eso hubiera creído alguien que no la conociera.

En Terabithia hizo frío en noviembre. No se atrevieron a prender una hoguera dentro del castillo aunque a veces hacían una afuera y se acurrucaban frente a ella. Durante algún tiempo, Leslie guardó dos sacos de dormir en el castillo, pero en diciembre su padre se dio cuenta de que habían desaparecido y tuvo que devolverlos. La verdad es que fue Jess quien le obligó a devolverlos. No es precisamente que tuviera miedo de los Burke. Los padres de Leslie eran jóvenes, con dentaduras fuertes y blancas y mucho pelo los dos. Leslie les llamaba Judy y Bill, cosa que molestaba bastante a Jess. No es que fuera asunto suyo cómo llamaba Leslie a sus padres. Pero no podía acostumbrarse.

Tanto su padre como su madre eran escritores. La señora Burke escribía novelas y, según Leslie, era más conocida que el señor Burke, que escribía sobre política. Era increíble ver las estanterías donde tenían puestas sus obras. La señora Burke se llamaba «Judith Hancock» en la portada, cosa que le desconcertó hasta que miró la contraportada con su fotografía de persona muy joven y seria. El señor Burke iba y venía a Washington para terminar un libro que estaba escribiendo con otra persona, pero había prometido a Leslie que después de las Navidades se quedaría en casa para empezar a arreglar y cultivar su jardín y escuchar música y leer libros en voz alta y escribir sólo cuando le sobrara tiempo.

No encajaban con la idea que Jess se hacía de los ricos, pero hasta él se dio cuenta de que los vaqueros que llevaban no los habían comprado en el almacén de Newberry. Los Burke no tenían televisión pero en cambio había un montón de discos y un equipo estereofónico que parecía salido de
Star Trek.
Y aunque su automóvil era pequeño y estaba lleno de polvo era italiano y tenía aspecto de ser caro.

Siempre eran muy amables con Jess cuando iba a su casa, pero de pronto se ponían a hablar de política francesa o de cuartetos de cuerda (al principio Jess creyó que se trataba de una caja cuadrada hecha de cuerda), o de cómo salvar a los lobos grises, a las secuoyas o a las ballenas, y le asustaba abrir la boca y demostrar lo tonto que era.

Tampoco se sentía a gusto cuando Leslie venía a casa. Joyce Ann la miraba con el dedo metido en la boca y babeando, Brenda y Ellie siempre buscaban la forma de hacer algún comentario sobre su «novia». Su madre se comportaba de manera afectada y extraña como cuando iba a la escuela para hablar de alguna cosa. Después hablaba de la ropa «vulgar» de Leslie. Leslie siempre llevaba pantalones, hasta para asistir a clase. Su pelo era «más corto que el de un niño». Sus padres no eran más que unos «hippies». May Belle intentaba jugar con ellos o se ponía mohína cuando no le hacían caso. Su padre había visto a Leslie sólo unas cuantas veces y la saludó con un movimiento de cabeza para mostrar que sabía que existía, pero la madre decía que estaba segura de que se sentía preocupado porque su único hijo no hacía más que jugar con chicas y tanto ella como él miraban con aprensión lo que podía salir de aquello.

A Jess no le preocupaba nada «lo que pudiera salir de aquello». Por primera vez en su vida se levantaba con ilusión. Leslie era algo más que su amiga. Era su otro yo, más interesante: el paso a Terabithia y a todos los mundos del más allá.

Terabithia era su secreto, y menos mal que era así, porque ¿cómo podía explicárselo a un extraño? Con sólo ir caminando cuesta abajo hacia el bosque la sangre de Jess corría por sus venas más alegre y más rápida.

Tomaba el cabo de la cuerda y se balanceaba hasta la otra orilla, reventando de alegría y luego caía suavemente de pie, sintiéndose más alto, más fuerte y más sabio en aquella tierra misteriosa.

El lugar que más le gustaba a Leslie después del castillo era el pinar. Las copas de los árboles eran tan densas que a través de ellas no podía pasar la luz del sol. Ni arbustos ni yerbas crecían, faltos de luz, y el suelo estaba alfombrado de agujas doradas.

—Antes creía que este sitio estaba encantado —le confesó Jess a Leslie la primera tarde que reunió el valor suficiente para llevarla hasta allí.

—Pues lo está —dijo ella—. No tienes por qué tener miedo. No está encantado con cosas malas.

—¿Cómo lo sabes?

—Puedes sentirlo. Escucha.

Al principio escuchó el silencio. Era el mismo silencio que antes le asustaba, pero ahora le parecía como el silencio que se producía cuando la señorita Edmunds terminaba una canción, cuando las cuerdas de la guitarra dejaban de sonar. Leslie tenía razón. Permanecieron de pie, muy quietos, para que el crujido de las agujas bajo sus pies no rompiera el hechizo. De lejos, de su mundo anterior, llegó el graznido de los gansos que volaban hacia el sur.

Leslie respiró profundamente.

—Éste no es un lugar cualquiera —susurró—. Hasta los soberanos de Terabithia no entran en este sitio más que en momentos de profunda tristeza o de alegría. Nuestro deber es que siga siendo sagrado. No sería bueno que molestáramos a los espíritus.

Asintió con un movimiento de cabeza y sin hablar volvieron a la orilla del arroyo, donde celebraron una solemne comida de galletas saladas y frutos secos.

Capítulo 5
Los gigantes asesinos

A Leslie le encantaba inventar historias de gigantes que amenazaban la paz de Terabithia, pero los dos sabían muy bien que la única giganta real que había en sus vidas era Janice Avery. Por supuesto, Jess y Leslie no eran los únicos perseguidos.

Janice tenía dos amigas, Wilma Dean y Bobby Sue Henshaw, que pesaban casi tanto como ella, y las tres se pasaban los recreos robando las piedras que usaban para jugar a la rayuela, metiéndose por en medio de las que jugaban a la comba y riéndose de las protestas de las pequeñas de segundo. Hasta se ponían en la puerta del servicio de las chicas a primera hora de la mañana para obligar a las pequeñas a darles su dinero para la leche antes de dejarlas entrar.

Por desgracia, May Belle era muy poco espabilada. Su papá le había comprado un paquete de Twinkies
[1]
y se puso tan contenta que tan pronto como subió al autobús olvidó toda precaución y gritó a una amiga de la clase de primero:

—¿A que no adivinas lo que tengo hoy para comer, Belly Jean?

—¿Qué?

—¡Twinkies! —gritó con tal fuerza que hasta un sordo sentado en el asiento de atrás la hubiera oído.

Jess, mirando de soslayo, creyó ver que Janice Avery prestaba atención.

Cuando se sentaron, May Belle se esforzó por vencer el estruendo del motor para seguir hablando de sus malditos Twinkies.

—¡Papi me los trajo de Washington!

Jess volvió a echar un vistazo hacia atrás.

—Es mejor que te calles lo de tus estúpidos Twinkies —le susurró al oído.

—Lo que pasa es que tienes envidia porque papi no te trajo.

—Vale.

Jess se encogió de hombros y le dijo a Leslie:

—Se lo he advertido, ¿no? —Y Leslie asintió con la cabeza.

Así que no fue ninguna sorpresa que May Belle se le acercara lloriqueando.

—¡Me ha quitado mis Twinkies!

Jess suspiró.

—¿No te lo había dicho, May Belle?

—Tienes que matar a Janice Avery. ¡Matarla! ¡Matarla!

—Sssss —hizo Leslie, acariciando la cabeza de May Belle, pero ésta no buscaba consuelo sino venganza.

—Tienes que pegarle hasta machacarla.

Jess hubiera preferido enfrentarse a la señora Godzilla.

—Con una pelea no vamos a resolver nada, May Belle. Tus Twinkies ya están engordando el trasero de Janice Avery.

Leslie lanzó una risita, pero May Belle era testaruda.

—Eres un bocazas, Jess Aarons. Si no fueras un bocazas molerías a palos a los que robaran Twinkies a tu hermana pequeña. —Y se puso a llorar de nuevo.

Jess se puso tenso. No quiso mirar a Leslie a los ojos. Dios, tendría que pelear con aquella gorila.

—Escucha, May Belle —dijo Leslie—. Si Jess busca pelea con Janice Avery sabes muy bien lo va a ocurrir.

May Belle se limpió las narices con el dorso de la mano.

—Ella le dará una paliza.

—Nooo. A Jess lo echarán de la escuela por pelear con una chica. Ya sabes lo que hace el señor Turner con los chicos que pelean con las chicas.

—Ella me robó los Twinkies.

—Ya lo sé. Jess y yo buscaremos la manera de hacérselo pagar. ¿Estás de acuerdo, Jess?

Jess asintió enérgicamente. Cualquier cosa era preferible que prometer pelear con Janice Avery.

—¿Qué vais a hacer?

—Todavía no lo sé. Tenemos que pensarlo mucho, pero te juro, May Belle, que te vengaremos.

—¿Que te mueras si no lo haces?

Leslie juró solemnemente poniendo la mano sobre su corazón. May Belle se volvió hacia Jess, esperando que él lo hiciera también, y Jess lo hizo procurando no sentirse ridículo por hacer una cosa semejante ante una cría en el patio de recreo.

May Belle se sorbió ruidosamente los mocos.

—Mejor sería hacerla pedazos.

—Claro que sí —dijo Leslie—. Estoy segura de que sería mucho mejor, pero resulta que es el señor Turner quien manda y no hay nada que hacer. ¿No es cierto, Jess?

—Sí.

Aquella misma tarde, acurrucados en su castillo de Terabithia, celebraron consejo de guerra. El problema era cómo vengarse de Janice Avery sin terminar aplastados o expulsados de la escuela.

—Tal vez consigamos que la pillen haciendo algo. —Leslie estaba a vueltas con otra idea después de que los dos hubieran rechazado la de poner miel en su asiento y pegamento en su crema para las manos—. Sabes que fuma en el servicio. Si pudiéramos conseguir que el señor Turner pasara por allí cuando esté saliendo el humo...

Jess meneó la cabeza desanimado.

—No tardaría ni cinco minutos en saber quién había dado el chivatazo.

Hubo un momento de silencio mientras cada cual pensaba qué sería capaz de hacer Janice Avery si alguien iba de acusica al director.

—Tenemos que meterla en un buen lío sin que se entere de quién lo ha hecho.

—Sí. —Leslie masticaba lentamente un orejón seco—. ¿Sabes qué es lo que más asusta a las chicas como Avery?

—¿Qué?

—Que las pongan en ridículo.

Jess recordó la cara que Janice había puesto el día que hizo que se rieran de ella en el autobús. Leslie tenía razón. Tenía que haber una parte débil en su piel de hipopótamo.

—Sí —asintió empezando a sonreír—. ¿Cómo vamos a meternos con ella?

—¿Qué te parece —comenzó Leslie lentamente— algo sobre chicos? ¿A quién le pone los ojos tiernos?

—A Willard Hughes, supongo. Todas las chicas de séptimo le ponen los ojos tiernos cuando pasa a su lado.

—Sí. —A Leslie le brillaban los ojos. Se le ocurrió de repente un plan—. Mira, le escribiremos una nota y hacemos como que la ha escrito Willard.

Jess sacó un lápiz de la lata y un trozo de papel de debajo de una piedra. Se lo entregó a Leslie.

—No, escríbelo tú. Mi letra es demasiado buena para que se parezca a la de Willard Hughes.

Jess se dispuso a escribir y esperó.

—Bien —dijo ella—. Humm... Querida Janice. No. Queridísima Janice.

Jess vaciló, dudoso.

—Créeme, Jess. Se lo va a tragar a gusto. Muy bien. «Queridísima Janice.» No te preocupes por los puntos y las comas ni nada de eso. Tiene que ser como si fuera del propio Willard Hughes. Bien. «Queridísima Janice. Quizá no me creas, pero te quiero.»

—¿Tú crees que ella se va...? —preguntó mientras escribía.

—Te lo digo, se lo tragará a pies juntillas. Las chicas como Janice Avery siempre creen lo que quieren en un caso así. Vale. Ahora: «Si me dices que no me quieres, se me romperá el corazón. Así que no me lo digas, por favor. Si me quieres tanto como yo a ti, querida mía...».

—Espera, no puedo escribir tan rápido.

Leslie esperó y cuando él la miró continuó con voz aflautada:

—«Espérame detrás de la escuela esta tarde después de las clases. No te preocupes si pierdes el autobús. Quiero acompañarte hasta casa y hablar de nosotros». Pon «nosotros» con mayúsculas. «Querida mía. Amor y besos. Willard Hughes.»

—¿Besos?

—Sí. Besos. Mete una hilera de x también.

Esperó un momento mirando por encima del hombro de Jess mientras terminaba.

—Oh, sí. Pon una posdata.

Lo hizo.

—Hummm. «No se lo cuentes a nadie. Que nuestro amor sea un secreto para nosotros dos por ahora.»

—¿Por qué hay que poner eso?

—Porque así es seguro que se lo contará a alguien, tonto. —Leslie volvió a leer la nota, dando su beneplácito—. Muy bien. Has puesto las suficientes faltas de ortografía. —La repasó una vez más—. Oye, estas cosas me salen bastante bien.

—Seguro. Habrás tenido algún amor secreto en Arlington.

—Jess Aarons, te voy a matar.

—Cuidado, si matas al rey de Terabithia te meterás en un tremendo lío.

—Seré regicida —dijo Leslie con orgullo.

—¿Regi-qué?

—¿No te he contado nunca la historia de Hamlet?

Jess se dio la vuelta hasta ponerse boca arriba.

—Hasta hoy no —dijo contento.

Cielos, cómo le gustaban las historias de Leslie. Algún día, cuando fuera lo bastante bueno, le pediría a Leslie que hiciera un libro con ellas y que le dejara hacer las ilustraciones.

—Bueno —comenzó ella—. Había una vez un príncipe de Dinamarca que se llamaba Hamlet...

Mentalmente comenzó a dibujar el sombrío castillo con el torturado príncipe paseando por los parapetos. ¿Cómo podría hacer que un fantasma saliera de la niebla? Por supuesto que no con ceras pero sí con pinturas que le permitieran poner una capa encima de otra para que una pálida figura fuera surgiendo poco a poco del papel. Comenzó a temblar. Sabía que podía hacerlo si Leslie le dejaba sus pinturas.

La parte más complicada del plan de venganza contra Janice Avery consistía en cómo colocar la nota.

A la mañana siguiente entraron furtivamente en la escuela antes de que sonara el primer timbre. Leslie iba unos metros delante para que, en caso de ser descubiertos, no se dieran cuenta de que estaban juntos. El señor Turner se ponía como una fiera con los chicos y las chicas que cogía rondando juntos por los pasillos. Llegó a la puerta de la clase de séptimo y fisgó dentro. Luego le hizo una seña a Jess para que se acercara. Se le pusieron los pelos de punta. Vaya.

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