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Authors: Katherine Paterson

Un puente hacia Terabithia (5 page)

—¡Silencio!
¡Silencio!
—La sonrisa para Leslie se trocó repentina y ominosamente en un ceño que silenció el temporal.

Repartió hojas ciclostiladas de operaciones de aritmética. Jess miró furtivamente a Leslie. Su rostro, con los ojos clavados en la hoja, estaba enrojecido y furioso.

A la hora del recreo, cuando jugaba al Rey de la Montaña, vio a Leslie rodeada de un grupo de niñas encabezado por Wanda Kay. No pudo oír lo que le decían pero adivinó por la manera con que Leslie erguía la cabeza, llena de orgullo, que las otras se estaban burlando de ella. En aquel momento, Gregg Williams le agarró y mientras peleaban Leslie desapareció. Realmente, no tenía por qué meter la nariz, pero tumbó a Gregg con todas sus fuerzas y gritó a quien quisiera oírle:

—¡Me voy!

Se colocó frente al servicio de las chicas. Leslie salió en seguida. Vio que había estado llorando.

—Oye, Leslie —la llamó suavemente.

—¡Vete! —Se dio la vuelta bruscamente y se dirigió rápidamente por otro lado. Con el ojo puesto en la puerta de la oficina, corrió tras ella. Estaba prohibido quedarse en los pasillos durante el recreo.

—Leslie, ¿qué te pasa?

—Tú sabes perfectamente bien lo que me pasa, Jess Aarons.

—Sí. —Se rascó la cabeza—. Si hubieras mantenido la boca cerrada. Sabes que puedes verlo en mi...

Pero ella volvió a darse la vuelta y salió zumbando por el pasillo. Antes de que tuviera tiempo de terminar la frase y alcanzarla cerró la puerta del servicio de las chicas en sus narices. No podía arriesgarse a que el señor Turner le viera merodeando cerca del servicio de las chicas como si fuera un pervertido o algo por el estilo.

Al terminar las clases, Leslie subió al autobús antes que él y fue como una flecha a sentarse en el asiento trasero: el asiento de los de séptimo. Él le hizo una señal con la cabeza para advertirle que se sentara más adelante, pero ella ni siquiera le miró. Veía a los de séptimo dirigirse hacia el autobús —las de séptimo, tetonas y mandonas, y los chicos, antipáticos, flacos y de expresión ceñuda—. La matarían por sentarse en su territorio. Se levantó de un salto y corrió hacia la parte de atrás asiendo a Leslie por el brazo.

—Tienes que sentarte en tu asiento de siempre, Leslie.

Mientras hablaba oía a los chicos mayores abriéndose paso por el estrecho pasillo a empujones. Janice Avery, que era la chica más matona de séptimo, que disfrutaba con asustar a cualquiera más pequeño que ella, estaba justo detrás de él.

—Muévete, niño —dijo.

Se plantó con toda la fuerza de que era capaz aunque su corazón golpeaba contra su nuez de Adán.

—Vamos, Leslie —dijo, y luego se obligó a volverse y lanzar a la Avery una mirada que fue desde su rizado pelo rubio, pasando por su blusa demasiado ceñida y vaqueros de grandes culeras, hasta sus enormes playeras.

Cuando terminó tragó saliva y le miró fijamente a la cara ceñuda y dijo, casi sin vacilar:

—Me parece que no hay suficiente sitio atrás para ti y Janice.

Alguien abucheó diciendo:

—¡Los del Control de Pesos te esperan, Janice!

Janice le miró llena de odio pero se apartó para dejar que Jess y Leslie pasaran a sus asientos habituales.

Leslie echó un vistazo hacia atrás mientras se sentaban y luego se inclinó hacia él.

—Te lo va a hacer pagar, Jess. Caray, está furiosa.

A Jess le gustó el tono de respeto que había en su voz, pero no se atrevió a mirar hacia atrás.

—Qué diablos —dijo—. ¿Crees que me va a asustar una estúpida vaca como ella?

Cuando por fin bajaron del autobús su saliva pasaba por la nuez de Adán sin atragantarse. Hasta hizo un pequeño saludo hacia el asiento trasero cuando el autobús arrancó.

Leslie le sonreía mirándole por encima de la cabeza de May Belle.

—Bueno —dijo feliz—. Hasta luego.

—Oye, ¿crees que podemos hacer alguna cosa esta tarde?

—¡Yo también! Quiero hacer algo yo también —chilló May Belle.

Jess miró a Leslie. Sus ojos decían que no.

—Esta vez no, May Belle, Leslie y yo tenemos que hacer algo solos hoy. Puedes llevarte mis libros a casa y decir a mamá que estoy en casa de los Burke. ¿Vale?

—No tenéis nada que hacer. No tenéis nada pensado.

Leslie se acercó y se inclinó sobre May Belle, colocando la mano en el delgado hombro de la niña.

—May Belle, ¿te gustaría que te diera unos muñecos recortables nuevos?

May Belle volvió los ojos desconfiadamente hacia ella.

—¿Cómo son?

—La vida en la América Colonial.

May Belle dijo que no con la cabeza.

—Quiero la Novia o Miss América.

—Puedes hacer como que son recortables de novias. Tienen muchos vestidos largos preciosos.

—¿Qué les pasa?

—Nada. Son nuevos.

—¿Por qué tú no los quieres si son tan estupendos?

—Cuando llegues a mi edad —Leslie lanzó un pequeño suspiro— no te gustará jugar con recortables. Mi abuela me los envió. Ya sabes lo que pasa: las abuelas siempre se olvidan de que sigues creciendo.

La única abuela que tenía May Belle estaba en Georgia y nunca le había enviado nada.

—¿Los has recortado ya?

—No, te lo juro. Y puedes recortar toda la ropa también. Son de ésos en que ni siquiera tienes que utilizar tijeras.

Se dieron cuenta de que empezaba a flaquear.

—¿Por qué no bajas a verlos —comenzó Jess— y si te gustan te los llevas a casa cuando vayas a decir a mamá dónde estoy?

Una vez que May Belle hubo subido la cuesta a toda velocidad agarrando su nuevo tesoro, Jess y Leslie se dieron la vuelta para cruzar corriendo el baldío que había detrás de la vieja casa de los Perkins y bajaron al cauce seco de un arroyo que separaba las tierras de la granja del bosque. Había un viejo manzano silvestre, justo a orillas del lecho del arroyo, en el cual alguien había colgado una cuerda olvidada hacía tiempo.

Se turnaron columpiándose en la cuerda por encima del barranco. Era un glorioso día de otoño y si mirabas hacia arriba mientras te columpiabas tenías la sensación de flotar. Jess echó la cabeza y la espalda hacia atrás para poder perderse en la contemplación del magnífico color claro del cielo. Flotaba, flotaba como una nube blanca, gorda y perezosa de un lado a otro del cielo.

—¿Sabes lo que necesitamos? —Leslie le llamó. Estaba tan extasiado en la contemplación del cielo que no se podía imaginar necesitando nada.

—Necesitamos un lugar —dijo ella— que sea sólo para nosotros. Será tan secreto que jamás contaremos a nadie en el mundo que existe. —Al columpiarse hacia atrás Jess arrastró los pies para frenar. Ella le habló, casi susurrando—. Debería ser un país secreto —prosiguió— y tú y yo seríamos los soberanos.

Sus palabras hicieron que algo se removiera en su interior. Le gustaría ser el soberano de algo. Hasta de algo que no fuera real.

—Vale —dijo—, ¿dónde podríamos tenerlo?

—En el interior del bosque, donde nadie pueda venir a estropearlo.

Había partes del bosque que no le gustaban nada a Jess. Sitios oscuros donde era como estar debajo del agua, pero no se lo dijo.

—Ya sé. —Leslie se estaba entusiasmando—. Podría ser un país mágico como Narnia y que la única manera de entrar fuera cruzando el arroyo columpiándose en esta cuerda encantada. —Sus ojos brillaban. Agarró la cuerda—. Vamos —dijo—. Vamos a buscar un lugar para construir nuestro castillo.

Habían penetrado sólo unos metros en el interior del bosque más allá del lecho del arroyo, cuando Leslie se detuvo.

—¿Qué te parece este lugar? —preguntó.

—Muy bien —dijo Jess, dando su aprobación rápidamente, aliviado de no tener que adentrarse más en el bosque.

Por supuesto, la llevaría más adentro, no era tan cobarde como para tener miedo de explorar de vez en cuando los lugares más profundos entre las cada vez más sombrías columnas de altos pinos. Pero como cosa habitual, sitio permanente era ése el lugar que hubiera escogido: aquí donde los cerezos silvestres y las secuoyas jugaban al escondite entre los robles y el follaje y el sol derramaba sus rayos dorados salpicando alegremente sus pies.

—Estupendo —repitió afirmando vigorosamente con la cabeza. La maleza estaba seca y
era
fácil de limpiar. La tierra era casi lisa—. Será un buen lugar para construir.

Leslie puso el nombre de Terabithia a la tierra secreta y prestó a Jess todos sus libros sobre Narnia para que aprendiera cómo se vivía en los reinos mágicos: cómo se protegía a los animales y a los árboles y cómo tenía que comportarse un soberano. Esto último era lo más difícil. Cuando Leslie hablaba, las palabras le salían con majestad, parecía una verdadera reina. Pero él, bastantes problemas tenía para hablar un inglés normal como para encima emplear el lenguaje de un rey.

En cambio, sabía fabricar cosas. Bajaron arrastrando unas tablas y otros materiales del montón de chatarra que estaba cerca del campo de la señorita Bessie y construyeron su castillo en el lugar que habían encontrado en el bosque. Leslie llenó una lata grande de café con galletas saladas y otra más pequeña con cordeles y clavos. Encontraron cinco botellas viejas de Pepsi que lavaron y llenaron de agua para el caso, como dijo Leslie, de que «hubiera un asedio».

Al igual que Dios en la Biblia, contemplaron lo que habían hecho y lo encontraron muy bien.

—Tienes que hacer un dibujo de Terabithia para colgar en el castillo —dijo Leslie.

—No puedo. —¿Cómo explicarle a Leslie de manera que lo entendiera cuánto deseaba alcanzar y apoderarse de la vida que vibraba en torno a él y que cuando lo intentaba se escurría entre sus dedos, dejando un seco fósil en la página?—. Es que se me escapa la poesía de los árboles —dijo.

Ella movió la cabeza.

—No te preocupes —dijo—. Algún día lo harás.

La creyó porque allí en la sombreada luz del castillo todo parecía posible. Los dos juntos eran los dueños del mundo y ningún enemigo, ni Gary Fulcher, ni Wanda Kay Moore, ni Janice Avery ni los temores y carencias de Jess, ni los adversarios que Leslie imaginaba atacando Terabithia podrían derrotarles nunca.

Unos días después de haber terminado su castillo, Janice Avery se cayó en el autobús y chilló gritando que Jess le había puesto la zancadilla cuando ella pasaba. Armó tal escándalo que la señora Prentice, la conductora, ordenó a Jess que bajara del autobús, así que tuvo que recorrer a pie las tres millas hasta su casa.

Cuando Jess por fin llegó a Terabithia, Leslie estaba acurrucada junto a una de las grietas que había en el tejado intentando aprovechar la luz para leer. El libro tenía en la portada el dibujo de una ballena atacando a un delfín.

—¿Qué haces? —Entró y se sentó a su lado en el suelo.

—Leyendo. Tenía que hacer algo. ¡Vaya chica! —estalló llena de ira.

—No me importa. No me molesta mucho andar. —¿Qué era un paseíto al lado de las otras cosas que podía haberle hecho Janice Avery?

—Ese es el
principio
de las cosas, Jess. Eso es lo que tienes que entender, tienes que pararle los pies a gente como ella. Si no convierten en tiranos y dictadores.

Se agachó y tomó de sus manos el libro de la ballena, fingiendo fijarse en el sangriento dibujo de la portada.

—¿Sacaste alguna idea?

—¿De qué?

—Yo creía que estabas buscando ideas de cómo pararle los pies a Janice Avery.

—No, tonto. Estamos intentando
salvar
a las ballenas. Pueden extinguirse.

Le devolvió el libro.

—Salvas a las ballenas y disparas contra las personas, ¿no?

Por fin ella sonrió.

—Algo por el estilo, supongo. Oye, ¿conoces la historia de Moby Dick?

—¿Quién es?

—Bueno, había una enorme ballena blanca llamada Moby Dick...

Y Leslie contó la increíble aventura de una ballena y de un loco capitán de barco que se desvivía por matarla. Los dedos de Jess vibraban de deseo de ponerlo sobre una hoja de papel. Quizá si tuviera unas verdaderas pinturas podría hacerlo. Tenía que existir alguna manera de pintar una ballena resplandeciente de blancura contra las aguas oscuras.

Al principio evitaban estar juntos durante las horas de colegio, pero ya para octubre no les importaba que los demás conocieran su amistad. Gary Fulcher, al igual que Brenda, gozaba tomándole el pelo a Jess, hablándole de su «novia». Jess casi no le hacía caso. Sabía que una «novia» era alguien que te acecha durante los recreos e intenta cogerte y darte un beso. Le era tan difícil imaginarse a Leslie corriendo detrás de algún chico como pensar en la señora Doble Papada Myers trepando al mástil de una bandera. Que Gary Fulcher se fuera al infierno.

Como no había más tiempo libre durante las horas de clase que el del recreo y ya no había carreras, Jess y Leslie solían buscar un lugar tranquilo en el campo para sentarse y charlar. Salvo la mágica media hora de los viernes, el recreo era la única cosa que Jess esperaba con ilusión durante las horas de clase. Leslie siempre podía pensar en algo gracioso que hacía más llevaderos los largos días. Muchas veces era alguna broma sobre la señora Myers. Leslie era una persona que se estaba muy callada en su pupitre, nunca se ponía a cuchichear o a pensar en las musarañas o a masticar chicle, y hacía estupendamente su trabajo, pero pese a ello su cabeza estaba llena de travesuras, de manera que si la profesora hubiera mirado bajo aquella máscara de perfección se habría quedado horrorizada.

A Jess le era difícil mantener la cara seria durante la clase cuando se imaginaba qué ideas se le podían estar ocurriendo a Leslie detrás de aquella mirada angelical. Una mañana entera, según le contó Leslie durante el recreo, la pasó imaginando a la señora Myers en una de esas granjas para adelgazar que hay en Arizona. En sus fantasías la señora Myers era una glotona que escondía tabletas de chocolate en los lugares más impensables —como en el grifo del agua caliente— y siempre la descubrían y la humillaban públicamente delante de las otras mujeres gordas. Aquella tarde, Jess imaginó a la señora Myers vistiendo sólo una faja rosada, en una báscula. «¡Has vuelto a hacer trampa, Gussie!», le decía la directora, que era muy flaca. La señora Myers estaba al borde de las lágrimas.

—¡Jess Aarons!

La aguda voz de la maestra reventó su ensueño. Era incapaz de mirar a su rechoncha cara. Se partiría de risa. Clavó los ojos en el desigual dobladillo.

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