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Authors: Katherine Paterson

Un puente hacia Terabithia

 

'Leslie puso el nombre de 'Terabithia' a la tierra secreta, y prestó a Jess todos sus libros sobre Narnia, para que aprendiera cómo se vivía en los reinos mágicos...' Esta es la historia de una amistad que cambia las vidas de Leslie y Jess, dos estudiantes de quinto de primaria que crean un mundo de aventuras, llamado 'Terabithia', en el corazón del bosque.

 

Una novela de aventura, valor, amistad, que se ha convertido en un clásico de la literatura americana.

Katherine Paterson

Un puente hacia Terabithia

 

ePUB v1.0

dml33
21.04.11

DESTINO INFANTIL Y JUVENIL

[email protected]

www.destinojoven.com

Editado por Editorial Planeta, S. A.

 

Licencia editorial para editorial Planeta, S. A. por cortesía de Editorial Noguer, S. A.

 

Título original:
Bridge to Terabithia

Publicado por primera vez por Harper Collins Children's Books, una división de Harper Collins Publishers, Inc.

© Katherine Paterson, 1997

© de la traducción: Barbara McShane y Javier Alfaya, reproducida con autorización de Grupo Santillana, S. A. de ediciones

© de la revisión: Editorial Noguer, S. A.

© Editorial Noguer, S. A., 1999

La canción "Free to be..." "Young and me" por Stephen Lawrence y Bruce Hart:

© Ms. Foundation for Women, Inc.

 

Primera edición en esta colección: marzo de 2007

Segunda impresión: abril de 2007

Editorial Planeta, S. A.

Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona

 

ISBN 978-84-08-07209-6

Depósito legal: B. 22.909-2007

 

Impreso por Cayfosa

Impreso en España - Printed in Spain

 

 

Escribí este libro

para mi hijo

David Lord Paterson,

y él, después de leerlo,

me pidió que incluyera

el nombre de Lisa

y es esto lo que hago

para David Paterson

y Lisa Hill.

banzai

Capítulo 1
Jesse Oliver Aarons, Jr.

Barabúm, barabúm, bum bum bum. Barabúm, barabúm bum bum. Burum, burum, burum, buuuurum, rum, rum, rum.

Bien. Su padre había puesto en marcha el motor de la camioneta. Ahora ya se podía levantar. Jess se deslizó fuera de la cama y se puso los zahones. Ni siquiera se pondría camisa porque una vez que empezara a correr sudaría a chorros aunque el aire de la mañana fuera fresco, ni tampoco zapatos porque las plantas de sus pies eran tan duras como la suelas de sus desgastadas playeras.

—¿Te vas, Jess? —May Belle se incorporó soñolienta en la cama doble donde dormían Joyce Ann y ella.

—Chiss —le advirtió.

Las paredes eran delgadas. Mamá se pondría tan furiosa como una mosca atrapada en un bote de mermelada si la despertaban temprano.

Le dio unas palmaditas a May Belle en la cabeza y subió las arrugadas sábanas hasta su pequeña barbilla.

—Sólo hasta el prado de las vacas —susurró.

May Belle sonrió y se acurrucó bajo las sábanas.

—¿Pa correr?

—A lo mejor.

Por supuesto que iba a correr. Se levantaba temprano todos los días del verano para ir a correr. Imaginaba que si se entrenaba bien —y caramba, cómo lo hacía— podría llegar a ser el corredor más rápido de quinto cuando empezara el curso. Tenía que ser el más rápido —no uno de los más rápidos, ni el segundo más rápido sino el más rápido—. El mejor.

Salió de casa de puntillas. Estaba tan destartalada que chirriaba cada vez que se daba un paso, pero Jess había descubierto que si caminaba de puntillas sólo se oía un débil crujido y normalmente podía salir sin despertar a mamá, Ellie, Brenda o Joyce Ann. Con May Belle la cosa era distinta. Iba a cumplir siete años y le adoraba, lo que a veces estaba muy bien. Cuando eres el único chico, espachurrado entre cuatro hermanas, y las dos mayores hacen como si no existieras desde que te negaste a que te vistieran y a que te pasearan en su oxidado y viejo cochecito de muñecas, y la más pequeña se echa a llorar si la miras bizqueando los ojos, es bonito que alguien te adore. Aunque en ocasiones es incómodo.

Comenzó a trotar cruzando el patio. Su aliento salía a bocanadas y hacía frío para ser el mes de agosto. Pero aún era temprano. Al mediodía, cuando su madre le mandara a trabajar, ya haría más calor.

Miss Bessie
le miró soñolienta mientras trepaba por un montón de chatarra, sobre la empalizada, y se metía en el prado de las vacas. «Muuuuu», dijo, mirándole exactamente igual que otra May Belle, con sus grandes, lánguidos ojos castaños.

—Ea,
miss Bessie
—dijo suavemente—, vuélvete a dormir.

Miss Bessie
se fue caminando lentamente hasta un trozo verduzco —la mayor parte del campo era pardo y seco— y tomó un bocado.

—Eso es lo que tienes que hacer. A tomar el desayuno. No te preocupes por mí.

Siempre comenzaba en el extremo noroeste del prado, agachado como los corredores que veía en «El ancho mundo del deporte».

—¡Bang! —dijo, y salió disparado a dar vueltas al prado.

Miss Bessie
caminó lentamente hacia el centro, siguiéndole todavía con su lánguida mirada mientras masticaba poco a poco. No tenía aspecto de ser muy espabilada, ni siquiera para una vaca, pero lo era lo suficiente como para apartarse del camino de Jess.

Sus cabellos de color pajizo le golpeaban la frente, y los brazos y las piernas se movían cada cual a su aire. Nunca había aprendido cómo se debe correr pero tenía piernas largas para un chico de diez años y no había otro tan resistente como él.

La escuela primaria de Lark Creek carecía de todo, especialmente de equipamiento para atletismo, así que a la hora del recreo, después de almorzar, los mayores se quedaban con las pelotas. Si algún chico de quinto empezaba el recreo con una pelota, seguro que se la quitaba alguno de sexto o de séptimo antes de llegar a la mitad. Los chicos mayores se adueñaban siempre del centro del campo de arriba para jugar a la pelota, mientras que las chicas exigían la pequeña superficie superior para jugar a la rayuela, saltar a la comba y andar por allí parloteando. De ese modo los chicos de los cursos inferiores habían empezado con lo de correr. Se ponían en fila en la parte más alejada del campo de abajo, donde había barro o profundos surcos costrosos. Earle Watson, que no valía nada como corredor pero que chillaba muy bien, gritaba «¡Bang!» y todos corrían hasta una línea que habían trazado con los pies en el otro extremo.

Una vez, el año pasado, Jess había ganado. No sólo la primera eliminatoria sino toda la carrera. Una vez únicamente. Pero había saboreado el gustillo de la victoria. Desde primero le llamaban «ese pequeño chiflado que se pasa el día dibujando». Pero un día —fue el 22 de abril, un lunes en que lloviznaba— corrió pasándolos a todos, los agujeros de sus playeras chapoteando en el barro rojo.

Durante el resto de aquel día y hasta después del almuerzo del día siguiente había sido «el chico más rápido de tercero, cuarto y quinto», y eso estando aún en cuarto. El martes, Wayne Pettis volvió a ganar, como de costumbre. Pero este año Wayne Pettis estaría en sexto. Jugaría al rugby hasta las navidades y luego béisbol hasta junio, con los mayores. Cualquiera tendría la oportunidad de convertirse en el corredor más rápido y, por
Miss Bessie
, que este año lo sería él, Jesse Oliver Aarons, Jr.

Jess flexionó los brazos con más fuerza y agachó la cabeza, apuntando hacia la distante empalizada. Era ya como si estuviera escuchando a los chicos de tercero animándole. Andarían detrás de él como si fuera una estrella de la música
country.
Y May Belle se pondría tan ancha que se le saltarían los botones. Su hermano era el más rápido, el mejor. Los de primero estarían hablando de eso todo el día.

Hasta su padre se sentiría orgulloso. Jess dio la vuelta a la esquina. No podía sostener la misma velocidad pero siguió corriendo durante un rato: le fortalecía. Sería May Belle la que se lo diría a papá y así él, Jess, no parecería un presumido. Tal vez papá se sentiría tan orgulloso que se olvidaría del cansancio de su largo camino de ida y vuelta a Washington y de estar excavando y cargando todo el día. Se tumbaría en el suelo para pelear con él, como hacían antes. El Viejo quedaría sorprendido de ver lo fuerte que se había puesto en los últimos años.

Su cuerpo le pedía que se detuviera, pero Jess tiró de él. Tenía que enseñar a su débil pecho quién mandaba.

—¡Jess! —era May Belle gritando desde el otro lado del montón de chatarra—. Mami dice que vuelvas y desayunes. Que ordeñes más tarde.

Maldita sea. Había corrido durante demasiado tiempo. Ahora todos sabrían que había estado fuera y le darían la lata.

—Sí, vale. —Se dio la vuelta, corriendo todavía, y se dirigió hacia el montón de chatarra.

Sin romper el ritmo subió la cerca, gateó rápidamente sobre el montón, dio un golpecito a May Belle en la cabeza («¡Aaay!») y trotó hacia la casa.

—Vaaya, aquí tenemos a la gran estrella olímpica —dijo Ellie, dejando sobre la mesa dos tazas con tal fuerza que se derramó el café fuerte y negro—. Sudando como una mula patizamba.

Jess apartó sus cabellos húmedos de la frente y se sentó ruidosamente en el banco de madera. Echó dos cucharadas de azúcar en la taza y sopló para que el café caliente no le quemara la boca.


Ooooh
, Mami, apesta. —Brenda se tapó la nariz delicadamente—. Mándale que se lave.

—Vete al fregadero y lávate —dijo su madre sin levantar los ojos de la cocina—. Y rápido. Esta sémola se está quemando en el fondo de la olla.

—¡Mami! Otra vez —gimoteó Brenda.

Dios, qué cansado se sentía. Le dolían todos los músculos del cuerpo.

—Ya has oído lo que ha dicho mami —chilló Ellie a su espalda.

—¡No lo puedo aguantar, mami! —dijo Brenda de nuevo—. Dile que aparte su mal olor de este banco.

Jess hizo descansar su mejilla sobre la madera desnuda de la mesa.

—¡Jess-
see
! —Su madre le estaba mirando—. Y ponte una camisa.

—Sí, señora. —Marchó arrastrando los pies hasta el fregadero. El agua que se echó en el rostro y en los brazos le quemó como si fuera hielo. Su piel caliente hormigueó al recibir las gotas frías.

May Belle estaba de pie en el umbral de la cocina, mirándole.

—Tráeme una camisa, May Belle.

Parecía como si su boca fuera a decir que no pero en lugar de eso le dijo: «No tienes por qué andar dándome golpes en la cabeza», y se fue obedientemente a buscar la camiseta. Buena chica, May Belle. Si hubiera sido Joyce Ann estaría llorando todavía por el golpecito. Las de cuatro años son inaguantables.

—Hay mucho que hacer esta mañana —anunció su madre cuando terminaron la sémola y la salsa roja. Su madre procedía de Georgia y aún cocinaba como la gente de allí.

—¡Oh, mami!

Ellie y Brenda gimieron a coro. Aquéllas sabían escabullirse del trabajo con más rapidez que un saltamontes se te escapa de entre los dedos.

—Mami, nos prometiste a mí y a Brenda que podríamos ir a Millsburg de tiendas para la vuelta al colegio.

—¡No tenéis que gastar ni un céntimo en cosas de colegio!

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