Read Un puente hacia Terabithia Online
Authors: Katherine Paterson
Leslie se puso a su derecha. Él se retiró un poco hacia la izquierda pero ella no pareció darse cuenta.
Al oír la señal, Jess salió disparado como una bala. Se sentía bien, hasta le gustaba el roce de la tosca tierra contra las desgastadas suelas de sus playeras. Respiraba bien. Casi podía oler la sorpresa de Gary Fulcher ante su mejora. Los espectadores metían más ruido esta vez que durante las otras carreras. Quizá era que prestaban más atención. Quiso mirar hacia atrás y ver dónde estaban los otros, pero resistió a la tentación. Podía resultar presuntuoso que mirara atrás.
Clavó su vista en la meta. Cada vez se aproximaba más. «Oh,
Miss Bessie
, si pudieras verme ahora.»
Intuyó algo antes de poder verlo. Alguien se le estaba acercando. Automáticamente respiró con más fuerza. Entonces una forma entró oblicuamente en su campo de visión. De repente dio un tirón hacia adelante. Reunió todas sus energías. Se atragantaba y tenía los ojos llenos de sudor. A pesar de todo seguía viendo la figura. Los desteñidos vaqueros cortados pasaron la meta tres pies por delante de él.
Leslie se volvió para mirarle con una gran sonrisa en su rostro tostado por el sol. Resbaló y sin decir una palabra fue medio caminando, medio trotando, hasta la línea de salida. Era el día en que iba a convertirse en campeón —el mejor corredor de cuarto y quinto— y ni siquiera había salido vencedor de su grupo. No hubo aclamaciones en el extremo del campo. Los otros chicos parecían tan pasmados como él. Le tomarían el pelo más tarde pero al menos por el momento nadie hablaba.
—Muy bien. —Fulcher volvió a tomar el mando. Trataba de demostrar que era quien mandaba—. Vale, tíos. Podéis alinearos para las finales. —Se fue andando hacia Leslie—. Bueno. Ya te has divertido. Puedes volver a tu campo a jugar a la rayuela.
—Pero si gané la carrera —protestó ella.
Gary bajó la cabeza como un toro.
—A las chicas no se les permite jugar en el campo de abajo. Sería mejor que volvieras a tu campo antes de que te vea alguna maestra.
—Quiero correr —dijo Leslie tranquilamente.
—Ya lo has hecho.
—¿Qué pasa, Fulcher?
La ira de Jess le salía por los poros. No parecía poder pararla.
—¿Tienes miedo de correr con ella?
Fulcher levantó su puño, pero Jess se alejó andando. Sabía que a Fulcher no le quedaba más remedio que dejarla correr. Y la dejó, de muy mala gana.
Le ganó. Llegó la primera y se volvió para mirar con sus ojos resplandecientes a un montón de rostros reticentes, empapados de sudor. Sonó el timbre. Jess comenzó a cruzar el campo de abajo, con las manos todavía metidas en las profundidades de sus bolsillos. Leslie le alcanzó. Se sacó las manos de los bolsillos y comenzó a subir trotando la cuesta. Bastantes problemas le había traído. Ella aceleró el paso y no le permitió que se escabullera.
—Gracias —le dijo.
«¿Sí? ¿Por qué?», pensó.
—Eres el único tipo de toda esta maldita escuela que vale la pena.
No estaba seguro pero le pareció que a ella le temblaba la voz, pero no iba a empezar a sentir lástima otra vez.
—Mejor que lo creas así —dijo él.
Aquella tarde en el autobús hizo algo de lo que no se hubiera creído capaz antes. Se sentó junto a May Belle. Era la única manera de impedir que Leslie se sentara con él. Cielos, aquella chica no tenía ni la más mínima idea de lo que se podía y no se podía hacer. Se puso a mirar fijamente por la ventanilla pero sabía que había llegado y estaba sentada al otro lado del pasillo.
Le oyó decir «Jess» una vez, pero había suficiente ruido en el autobús como para simular que no había oído nada. Cuando llegaron a la parada tomó a May Belle de la mano y la bajó a rastras, sabiendo que Leslie estaba detrás de ellos. Pero ella no intentó volver a hablarle ni tampoco les siguió. Se marchó corriendo a la vieja casa de los Perkins. La siguió con la vista. Corría como si para ella fuera algo natural. Recordó el vuelo de los patos salvajes en otoño. Igual de fluido y uniforme. Le vino a la cabeza la palabra «hermosa» pero la rechazó y apresuró el paso hacia casa.
Como el curso había comenzado el primer martes después de la Fiesta del Trabajo, la semana fue corta. Y menos mal, porque cada día era peor que el anterior. Leslie seguía juntándose con los chicos a la hora del recreo y les ganaba. Al llegar el viernes, muchos de los de cuarto y quinto habían abandonado y se fueron a jugar al Rey de la Montaña en la cuesta entre los dos campos. Como sólo quedaban unos cuantos ni siquiera eran necesarias las carreras eliminatorias y casi toda la emoción desapareció. Correr ya no era divertido. Y toda la culpa la tenía Leslie.
Jess sabía que nunca sería el mejor corredor de cuarto y quinto y su único consuelo era que tampoco lo sería Gary Fulcher. Participaron con desgana en las carreras del viernes, pero al terminar, cuando Leslie hubo ganado una vez más, todos, sin decírselo, comprendieron que aquello se había acabado.
Por lo menos era viernes y la señorita Edmunds había vuelto. A quinto le tocó música nada más terminar el recreo. Jess vio a la señorita Edmunds en el pasillo y ella la detuvo interesándose por lo que había hecho.
—¿Has dibujado este verano?
—Sí, señorita.
—¿Me dejarás ver tus dibujos o son algo muy personal?
Jess apartó los cabellos de su frente enrojecida.
—Se los mostraré.
En su rostro apareció una hermosa sonrisa que resaltó su preciosa dentadura, y sacudió sobre los hombros su resplandeciente cabellera negra.
—Estupendo. Hasta pronto.
Hizo un movimiento con la cabeza y respondió a su sonrisa. Un cálido estremecimiento le recorrió de los pies a la cabeza.
Después, sentado en la alfombra de la sala de profesores, la misma agradable sensación se apoderó de él al escuchar su voz. Hasta el timbre de su voz, cuando simplemente hablaba, le parecía rico y melodioso.
La señorita Edmunds afinó un momento la guitarra, hablando mientras tensaba las cuerdas; se escuchaba el retintín de sus pulseras y el sonido de los acordes. Llevaba sus habituales vaqueros y estaba sentada con las piernas cruzadas, como si ésa fuera la postura normal de los profesores.
Preguntó a unos cuantos cómo estaban y cómo habían pasado el verano. Contestaron mascullando de modo ininteligible. No le habló a Jess pero le dirigió una mirada con sus ojos azules que le hizo vibrar como una cuerda de guitarra.
Se fijó en Leslie y pidió que se la presentaran, cosa que hizo una de las chicas con mucho remilgo. Luego sonrió a Leslie y ésta le devolvió la sonrisa: fue la primera vez que Jess la vio sonreír, después de su triunfo en la carrera del martes pasado.
—¿Qué te gusta cantar, Leslie?
—Oh, cualquier cosa.
La señorita Edmunds rasgueó unos acordes y comenzó a cantar más bajo de lo que requería aquella canción en concreto:
Veo una tierra radiante y clara
y el tiempo se acerca
en que viviremos en esa tierra
tú y yo, de las manos...
Los chicos empezaron a unirse a la canción, tranquilamente al principio imitando su tono, pero al terminar, cuando tomó más fuerza, sus voces lo hicieron también, así que cuando llegaron al final «Libres para ser tú y yo» les oyó toda la escuela. Lleno de entusiasmo, Jess se volvió y sus ojos se encontraron con los de Leslie. Le sonrió. ¿Por qué no? No había ninguna razón para no hacerlo. ¿De qué tenía miedo? Dios, a veces se comportaba como un perfecto estúpido. Inclinó la cabeza y le sonrió otra vez y ella le devolvió la sonrisa. Allí, en la sala de profesores, tuvo la sensación de que había comenzado una nueva etapa de su vida y que quería que fuera así.
No era preciso que le dijera a Leslie que había cambiado su opinión sobre ella. Ya lo sabía. Ella se dejó caer en el asiento, al lado del suyo en el autobús y se apretujó contra él para hacerle sitio a May Belle. Ella le habló de Arlington, del gigantesco colegio en un barrio residencial donde había estudiado y de su magnífica sala de música, pero también de que allí no había ninguna profesora tan guapa ni tan simpática como la señorita Edmunds.
—¿Había gimnasio?
—Sí. Creí que todos los colegios lo tenían. O por lo menos casi todos.
Suspiró.
—Cómo lo echo de menos. Soy bastante buena gimnasta.
—Me figuro que odias esto.
—¡Sí!
Se quedó en silencio un momento, pensando, supuso Jess, en su antiguo colegio, que él imaginaba luminoso y nuevo, con un fulgurante gimnasio, mayor que el de la escuela secundaria consolidada.
—Supongo que tenías un montón de amigos allí también.
—Sí.
—¿Por qué viniste aquí?
—Mis padres están reconsiderando sus sistemas de valores.
—¿Qué dices?
—Decidieron que estaban demasiado atrapados por el dinero y por el éxito y por eso compraron esa vieja granja y van a empezar a cultivar y a pensar en cosas importantes.
Jess la miró boquiabierto. Se dio cuenta, pero era incapaz de contenerse. Era la cosa más ridícula que había oído en su vida.
—Pero eres tú quien lo sufre.
—Ya lo sé.
—¿Por qué no piensan en ti?
—Lo hablamos —explicó con paciencia—. Yo también quise venir. —Sus ojos resbalaron sobre él para mirar a través de la ventanilla—. Antes de que ocurra nunca sabes cómo va a ser una cosa realmente.
El autobús se detuvo. Leslie tomó de la mano a May Belle y la ayudó a bajar. Jess aún no lograba entender por qué dos personas mayores y una niña inteligente como Leslie habían dejado una vida cómoda en un barrio residencial para ir a vivir a un sitio como aquél.
Miraron el autobús, que arrancó con esfuerzo.
—Las granjas ya no son negocio, ¿sabes? —dijo Jess por fin—. Mi padre tiene que ir a Washington a trabajar, sin eso no tendríamos suficiente dinero...
—El problema no es el dinero.
—Claro que es el problema.
—Quiero decir —explicó—, no para nosotros.
Tardó un momento en entenderla. No conocía a nadie que no tuviera problemas de dinero.
—¡Oh!
A partir de aquel momento siempre intentó recordar que no debía hablar con ella de cuestiones de dinero.
Pero Leslie tenía otros problemas en Lark Creek que provocaron más jaleo que la falta de dinero. Por ejemplo, el asunto de la televisión.
Todo comenzó cuando la señora Myers leyó en voz alta una redacción que Leslie había hecho sobre su pasatiempo favorito. Jess escribió sobre rugby, que realmente no le interesaba nada, pero tenía suficiente sentido común para saber que si escribía sobre pintura todos se reirían de él. Casi todos los chicos juraban que ver por la tele al equipo de los Pieles Rojas de Washington era su pasatiempo preferido. Las chicas estaban divididas: a las que no les importaba mucho lo que pensara la señora Myers escogieron los programas de juegos en la tele y las que, como Wanda Kay Moore, querían conseguir un sobresaliente, escogieron «Buenos Libros». Pero la señora Myers no leyó en voz alta más que la redacción de Leslie.
—Quiero leeros esta redacción. Por dos razones. Una, que está espléndidamente escrita. Y la segunda, porque habla de un pasatiempo poco habitual en una chica. —La señora Myers dedicó su sonrisa de primer día de clase a Leslie, quien clavó sus ojos en el pupitre.
—Pesca submarina, por Leslie Burke.
La aguda voz de la señora Myers cortó las oraciones de Leslie en pequeñas frases extrañas, pero, pese a ello, la fuerza de las palabras de ésta arrastró a Jess bajo las oscuras aguas, junto a ella. De repente, sintió dificultades para respirar. ¿Qué pasaría si al sumergirte tu máscara se llenara de agua y no pudieras llegar a tiempo a la superficie? Se atragantaba y sudaba. Intentó librarse del pánico. Ese era el pasatiempo preferido de Leslie Burke. Nadie imaginaría que la pesca submarina fuera su pasatiempo predilecto pero así era. Eso significaba que Leslie lo practicaba con frecuencia. Que no tenía miedo a bajar a mucha profundidad, a un mundo sin aire y casi sin luz. Cielos, qué cobarde era él. ¿Cómo era que hasta temblaba de miedo con sólo escuchar a la señora Myers describirlo? Era más bebé que Joyce Ann. Su padre esperaba que fuera un hombre. Pero él en cambio pasaba un susto de muerte con sólo oír la narración de una niña, que ni siquiera había cumplido los diez años, de cómo era la vida submarina. Tonto, tonto y más que tonto.
—Estoy segura —dijo la señorita Myers —de que todos vosotros habéis quedado tan favorablemente impresionados como yo por esta emocionante redacción de Leslie.
Impresionado. Vaya. Si casi se había ahogado.
En la clase se oía un arrastrar de pies y crujir de papeles.
—Ahora os voy a poner unos deberes para casa —quejas por lo bajo— que estoy segura os gustarán —murmullos de desconfianza—. Esta tarde en el séptimo canal a las ocho emitirán un programa especial sobre el famoso explorador submarino Jacques Cousteau. Quiero que todos lo miréis. Después, escribid una hoja contando lo que habéis aprendido.
—¿Una hoja entera?
—Sí.
—¿Cuentan las faltas de ortografía?
—¿No cuentan siempre las faltas de ortografía, Gary?
—¿La hoja por las dos caras?
—Por una cara es suficiente, Wanda Kay. Pero los que hagan más trabajo recibirán una nota más alta.
Wanda Kay sonrió presuntuosamente. Ya se podían ver las diez hojas que se empezaban a formar dentro de aquella puntiaguda cabeza.
—Señora Myers.
—Sí, Leslie.
Cielos, la señora Myers era capaz de estropearse la cara si seguía sonriendo de esa manera.
—¿Qué pasará si no se puede ver el programa?
—Explícales a tus padres que forma parte de los deberes de clase. Estoy segura de que no tendrán inconveniente.
—Y si... —la voz de Leslie vacilaba; luego sacudió la cabeza y se aclaró la voz para que las palabras le salieran con más fuerza—. ¿Y si no tienes televisor?
«Caramba, Leslie. No digas eso. Siempre puedes verlo en el mío.» Pero era demasiado tarde para salvarla. Los murmullos de incredulidad fueron aumentando poco a poco hasta convertirse en murmullos de desprecio.
La señora Myers pestañeó.
—Bueno. Bueno. —Volvió a pestañear.
Uno se podía dar cuenta de que ella estaba pensando también en cómo salvar a Leslie.
—Bueno. En ese caso escribe una redacción de una página sobre otra cosa. ¿De acuerdo? —Intentó sonreírle a Leslie a través del alboroto que se había levantado en el aula pero fue inútil.