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Authors: Luis Martín-Santos

Tags: #Clásico, Drama

Tiempo de silencio (19 page)

—¿Es usted sobrino de Dolores? —dijo una de las ancianas.

—No, señora. Yo…

—¿Qué dijo Matilde? ¿Que lo de Dolores es cáncer? —preguntó la otra a su compañera y al mismo tiempo a él aunque de modo oblicuo y desinteresado—. ¡Pobrecilla!

—No. Dijo que yo trabajo sobre el cáncer.

—¡Ah! Usted… ¿Es usted médico?

—Tal vez mejor dicho, investigador. Estoy haciendo unos estudios sobre el cáncer de los ratones que…

—Pero usted estaba en la conferencia —constató la primera obediente a una necesidad de precisión. —Sí.

—¿Y qué tiene que ver el cáncer con la filosofía? —sumiendo a Pedro en la confusa necesidad de tener que contestar algo ingenioso que estuvo a punto de ocurrírsele y que, sin embargo, no llegó.

—Todos los experimentos que usted quiera, pero curarse no se cura.

—Todavía no.

—Y dice usted que Dolores tiene cáncer. ¿Qué tratamiento le han aplicado? De todos modos la pobre está ya muy acabada.

—Yo no he dicho…

—¿Para qué lo va a negar usted? Es cosa sabida. Cáncer de pecho. Todas mueren de eso en la familia. Pero se obstinan en decir que no, que no, que pulmonía. Ya se sabe que su madre tuvo cáncer y su hermana, la monja, cáncer… ¡Eh! ¡Matilde! —y con agilidad poco creíble dado su aspecto, se levantó y fue tras la dueña de la casa que, haciendo como que no la oía, tendía su vuelo hacia un notable jurisconsulto que pontificaba rodeado de señoras más próximas a la edad ingrata de lo por ellas admitido, acerca de los derechos de las mujeres en el matrimonio cuando no se ha firmado en su día el contrato de separación de bienes.

Pedro aprovechó la ocasión de aquella fuga para desligarse de la otra anciana con apariencia de sorda, de un modo discreto sin decir nada, poniendo gesto de atención y llevando en la mano el vaso vacío a guisa de excusa salvadora. En este ademán de beduino próximo al oasis acertó a tropezar con Matías acompañado de una esbelta joven rubia que le miraba fijamente con interés devorador y hasta ponía una mano afilada sobre su solapa de hombre fuerte y le hacía alguna pregunta a la que Matías, como adulado u orgulloso, parecía demorarse en contestar. Pedro, con una sonrisa de contento ingenuo intentó aproximarse poniendo fin a su deambular de boya sin amarras por el salón lleno de desconocidos, pero cuando ya alzaba su mano y entreabría su boca para el saludo, le detuvo la mirada pétrea de su amigo, que con gesto de desconocimiento total, ignorándole no sólo en cuanto que entidad personal, sino también en cuanto que cuerpo físico en que una mirada pudiera tropezar, lo inmovilizó. Pedro, por un momento, se preguntó si padecía un error, una de esas alucinaciones que —en las situaciones de espera— nos hacen proyectar sobre el rostro de un desconocido las facciones y hasta los gestos familiares de la persona que consume nuestro tiempo. Pero no, era el mismo Matías, si bien con un aspecto que él nunca le había conocido. No sólo su modo de mirar era distinto, sino que también el rictus de su boca se había modificado y se hacía evidente que no eran palabras latinas las que por ella podían escapar sino otras mucho más banales, pronunciadas en su idioma secreto, cuyo valor los iniciados pueden discernir y que entre otras virtudes, tiene la de hacer estremecerse de familiaridad o de deseo a deliciosas criaturas de cuyo grácil cuello se origina un halo luminoso sobre el que la cabeza navega orientada magnéticamente hacia quien las pronuncia. También el cuerpo de Matías había dispuesto el orden de sus miembros de otro modo, del que apenas Pedro tuvo una fugaz intuición en el momento en que —el otro día— penetró la madre en aquel mismo salón tan bruscamente metamorfoseado. El vaso que también —como obedeciendo a un imperativo categórico universal— Matías sostenía en la mano era tenido de un modo diferente, era alzado de un modo diferente y era consumido de un modo diferente tan preciso en sus detalles, tan diferenciado en sus ademanes, tan lentamente desplegado en el espacio como un rito cuya modificación pudiera ser sacrílega. Así, el mismo Matías que con él había compartido el asombro que el vacío de todo contenido les produjo en la conferencia del Maestro, aparecía ahora trocado en un ser distinto, mostrando a su observación una superficie tan desconocida como la de la otra cara de la luna, que, sin embargo, existe sin lugar a dudas. Y para confirmarle en la presencia de su antiguo amigo, subyacente bajo aquella apariencia quizá más real que la por él conocida, un guiño partió bruscamente, un gesto de inteligencia que quería decir: «Esta pelma no me deja ir contigo a charlar de las cosas que nos gustan, pero si supieras qué deliciosa es me perdonarías».

Pedro se dejó hundir en uno de aquellos sillones de infinita blandura, sentado en el que se desciende hasta lejanas profundidades. Hubo de confesarse que la comezón que sentía no era otra cosa sino la misma envidia: la bicha amarilla que los pintores medievales colocan en la teoría alegórica en que la lujuria es una mujer desnuda con una manzana en la mano y la soberbia una mujer vestida con una corona en la cabeza. Todo aquel mundo donde las palabras alcanzan una significación que él no posee (pero podría llegar a poseer) y donde los gestos alcanzan su belleza en una gama que para él permanece invisible (pero que podría llegar algún día a ver, curado de su daltonismo inconfesable) constituye un reducto de seres de otra especie que hacia él se muestran benévolos y complacientes y que le ayudarían a ir subiendo los peldaños de una escalera muy larga pero no insalvable. ¡Sí! Es sólo un acto, un acto de voluntad. Lo mismo que el ángel pudo tentar: «Comed de esta fruta y seréis como dioses». Y no hay sitio dar ese paso, o gesto, o mordisco y ponerse en la fila por donde se va llegando. Simplemente tiene que decidir ser como ellos, ir al fruto, adherirse, asimilarse, cargar con la nueva naturaleza. Pero no quiere. Sufre porque no quiere. Sufre porque se obliga a sí mismo a despreciar lo que en. este momento —miserablemente— envidia. ¿Pero desprecia este otro modo de vivir porque realmente es despreciable o porque no es capaz de acercarse lo suficiente para participar? ¿No es más que un resentimiento de desposeído o su moral tiene un valor absoluto? ¿Si está tan cierto de que lo que él quiere ser es lo que debe ser, por qué sufre? ¿Por qué envidia? Es demasiado sufrir a causa de este pequeño mundo por donde podría caminar y no camina, a causa de estas mujeres pájaros dorados que son estúpidas y vanas. Ser oído y admirado, saber besar la mano, ser admitido al diálogo insinuante, estar arriba, ser de los de ellos, de los selectos, de los que están más allá del bien y del mal porque se han atrevido a morder la fruta de la vanidad o porque se la han dado ya mordida y la respiran como un aire que no se siente ni se toca.

—Y, ¿qué hace usted aquí tan solito? —dice la pajarera mayor.

—Matías estaba muy ocupado —explica vengativamente Pedro.

Su rencor le permite ser violento, porque tras su análisis no está dispuesto a admirar a nadie ni a asustarse de nadie, sino a vestir una armadura de insolencia.

—No me diga que está usted enfadado.

—No comprendo el objeto de estas reuniones mundanas. ¿No me dijo que era para comentar la conferencia?

—Pero si no se ha hablado de otra cosa…, usted ha estado en la luna. ¿No habló con el profesor? —y señala hacia un grupo nutrido donde todavía diserta un señor calvo—. ¿Quiere que se lo presente?

—No, muchas gracias. Tendré que irme.

—Usted está enfadado. Cree que no le hemos hecho caso.

—No, no es eso.

Y de improviso, cayendo al fin en la trampa, en el hacerse interesante, en el adornarse de plumas propias aunque pintarrajeadas añade:

—Ayer noche he estado operando.

—¡Ah, sí! —dice la luminosa señora—. ¡Cuénteme! —pero antes de que: empiece su relato, ya debe levantarse—. ¡Perdón! —El profesor se aleja; va a abandonar la reunión. Rodeado de su sabiduría como un gran navío se contonea lentamente antes de hacerse a la mar—. ¡Qué pesado! ¿Por qué se va tan pronto?

—Señora…

—No se vaya todavía. No he podido hablar con usted. Tiene tantas cosas que explicarme…

—Sólo un momento; sólo un momento… y se la lleva hacia un rincón ya próximo a la puerta donde con gestos blandos y mirada intensa le comunica una ciencia para ella totalmente indiferente. Pedro la vigila con mirada posesiva; le parece que tiene ya derechos sobre esta mujer y que la atención que presta a otro le ha sido robada. Le gustaría que ella le oyera. Estaba dispuesto a contarle… pero el cadáver de Florita se presenta en medio del salón, Sobre la profunda, alta, mullida, frondosa alfombra reposa más cómoda que en su propio lecho. Obstinadamente desnuda deja que su sangre corretee caprichosamente entre los muebles y entre las piernas de los desmesurados contertulios. Sin duda es uno de los objetos que éstos no deben ver, pues aunque pasen a su lado o bien lo pisen distraídamente, no lo advierten. Entre las leyes de este mundo de dioses y de pájaros hay alguna referente a los cadáveres.

Matías surge ante él alarmado, el rostro contraído, ha olvidado al hada rubia que antes se apoyaba en su pecho con la mano, parece haber recuperado su naturaleza habitual, le mira preocupadamente. Le dice algo referente a un asunto grave, muy urgente. Alguien ha llegado que tiene algo que decirle. Muy importante. Está arriba, en el mismo cuarto donde el gran macho cabrío sigue presidiendo el inmóvil aquelarre. Matías está muy nervioso. ¿Por qué se ha puesto pálido? Alguien quiere verle con urgencia. No acaba de levantarse del profundo sillón. Las capas de silencio son tan gruesas que la voz de Matías apenas llega. Adivina lo que ocurre por sus gestos. Matías le ha cogido por el brazo y le conduce fuera del ámbito de la fiesta, fuera de la presencia de las divinidades, hacia una realidad que le espera aquí al lado, en su alcoba, ante el gran buco dominador.

[36]

La diferencia que existe entre las fábricas que lanzan grandes series y las que únicamente producen cantidades más restringidas de productos manufacturados, no es solamente —como podría suponerse— de tipo cuantitativo, sino que hay diferencias cualitativas gracias a las cuales la aplicación de las reglas emanadas del taylorismo-bedoísmo logra una eficacia infinitamente superior y de otro orden. Cuando una fabricación alcanza la envergadura propia de la
gran serie
es cuando la producción en cadena destina uno o más operarios a cada una de las mínimas operaciones en que la analítica del proceso puede llegar a descomponer la totalidad bien integrada del mismo. Es entonces cuando el principio del cronometraje alcanza toda su virtualidad y cuando puede llegar a impedirse que la totalidad de la factoría «tenga que marchar al ritmo del peor de sus obreros». Un planning adecuado del conjunto, con esquemáticos índices de la complejidad relativa de cada operación y una economía de desplazamientos, movimientos, lapsos, deliberaciones, con absoluta exclusión de todo recurso a la maestría, llegan a producir los resultados que todos deseamos. Esta racionalización quizá en ninguna empresa de nuestra ciudad haya podido llegar a establecerse con absoluta precisión por falta de la masa de producción necesaria. Por ello, para hacernos idea de los principios en que se basa recurriremos a una organización en que, aunque no se trate propiamente hablando de manufactura, se dispone del número suficiente de objetos a manipular para que las normas racionalizadoras alcancen su eficacia indudable. Se trata de los enterramientos verticales que se practican con los cadáveres de las personas que, habiendo pertenecido en vida a las clases sociales menos pudientes, no han podido o no han querido adquirir una sepultura en propiedad y por ello están destinados a ser colocados de modo poco preciso en un terreno vago e indelimitado, durante el número de años— necesario para que los procesos de la putrefacción completen su obra y posteriormente a ser trasladados a la fosa que se conoce con el sonoro y elegante nombre de osario. Puesto que el terreno de que se dispone (a despecho de la notable extensión del desierto periciudadano) es forzosamente limitado, mientras que el número de muertos puede considerarse prácticamente infinito ya que, a lo largo del curso ininterrumpido del tiempo, cada día con parsimonia o con generosidad aporta su carga, ha sido preciso poner a punto tina técnica de aprovechamiento que, al mismo tiempo que limita la extensión de la zona putrefactora, disminuye los gastos que el erario debe dedicar a este novísimo servicio prestado a cada ciudadano. La esencia. y fundamento del taylobedoísmo —como es sabido.— consiste en que cada obrero no deje pasar tu un solo instante improductivo (ya en espera de la llegada de las herramientas, ya por necesidad de disponer de un ¡nodo adecuado la pieza en que deba trabajar, ya por negligente encendido de un pitillo) y en que durante el trabajo, cada uno de los movimientos constituyentes de esta actividad ininterrumpida renga un rendimiento preciso modificando la situación de la materia en el espacio, refiriéndonos aquí a la que forma parte del objeto manufacturado. De acuerdo con estas normas, los sepultureros del Este, en lugar de juguetear con calaveras o tibias haciendo bromas macabras casi siempre de dudoso gusto, dedican su actividad de un modo continuo a un trabajo normalizado y racional. Mientras una de las brigadas, que podemos designar con la letra A, confecciona en la tierra rojiza unas fosas paralelepipédicas rectangulares de una profundidad aproximada de cuatro metros y de la anchura y largura que una larga experiencia ba demostrado ser la más conveniente, otra brigada que podemos denominar C: transporta en carretillas hacia unos terrenos donde se aprovecha como relleno la parte sobrante —que viene a ser algo menos de los siete octavos del total—, al par que la brigada B se dedica al enterramiento propiamente dicho que siendo la fase más especializada del proceso, merece una descripción más minuciosa. De acuerdo con el esquema racionalizador, cada uno de estos operarios se dedica exclusivamente a su trabajo específico y son otros servicios subalternos los que suministran el material a manipular, conforme a un ritmo cuya periodicidad ha de ser rigurosamente controlada si se quiere conseguir el rendimiento óptimo. Esta periodicidad se consigue gracias al previo depósito de cuantos han de ser transportados durante la duración de la jornada de trabajo, en un espacioso hangar desde el que las expediciones parten a intervalos regulares trasladándose con velocidad uniforme por los diversos senderos que previamente han sido diseñados. Puesto que el tiempo invertido en cada pieza oblonga está bien determinado, viene a constituir el orden de periodicidad básico al que se añade un coeficiente corrector basado en el respeto al dolor humano de los deudos; con lo que se consigue que los cortejos mortuorios no tropiecen unos con otros ni coincidan en el mismo tajo. Este pudor se protege más perfectamente disponiendo trayectorias diferentes, no superponibles, para cada dos transportes sucesivos. Llegado el objeto al pie de la fosa paralelepipédica que acaba de abandonar la brigada A para empezar a vaciar a cierta distancia otra semejante, los obreros de la brigada B entran en acción. Con movimientos rápidos y precisos disponen dos gruesas sogas que hacen pasar por debajo del ataúd: una en la posición teórica del cuello o algo más abajo, en el punto de la vértebra que resalta y hace prominencia al comienzo de la espalda; la otra en la posición teórica de la corva o hueco poplíteo. Así colocadas ambas sogas aseguran un equilibrio perfecto de la carga. Mediante ellas, agarrando cada uno de los cuatro miembros de la brigada uno de los cabos, la caja desciende rápidamente (confeccionada en madera de pino de poco espesor que favorecerá la más rápida penetración de cuantos elementos deben introducirse en ella para una rica putrefacción: humedad, tierra, raíces de plantas, gérmenes, larvas de insectos, pequeños gusanos blanquecinos) sin tropezar o rozando apenas los bordes verticales de la cavidad excavada. Llegada al fondo y comprobada su horizontalidad, las sogas son retiradas fácilmente mediante el procedimiento de tirar de uno de los cabos soltando el otro. El acompañamiento sonoro y religioso del entierro se ha ido produciendo simultáneamente y tras dar, durante un breve instante, opción a alguno de los parientes más próximos para arrojar al fondo un puñado de tierra que rompa la precaria intangibilidad de la tapa, los cuatro obreros con movimientos síncronos y sin estorbarse mutuamente, cubren el objeto de una capa de tierra de espesor suficiente para ocultarlo a las miradas de los curiosos (y a veces impertinentes deudos que se obstinan en inclinarse sobre el agujero con la esperanza de seguir viendo un trozo de tabla negra), pero no tan gruesa que disminuya importantemente la cabida de la fosa, con la consiguiente merma en el rendimiento de su trabajo. Concluido que es el depósito de esta capa de tierra que estrechamente (aunque dejando el aire necesario para la futura vida necrófaga) abraza al muerto, los obreros de la brigada B hacen un gesto tan expresivo de all right, finito, ya está, se acabó, que cuantos circunstantes siguen estudiando la coloración ocre de la terrosa sustancia superpuesta se hacen conscientes de la inanidad de su ocupación y levantando la vista y tras cierta indecisión, siguen los pasos —más seguros— del capellán del campo de la paz y de su acólito que se retiran a buen andar hacia el depósito en busca de nueva carga. Ya es hora de que así lo hagan, porque se aproxima sigilosamente, todavía apenas distinguible para unos ojos empañados por la pena, el subsiguiente transporte que una buena racionalización exige sin demora. De este modo, los enterramientos verticales consiguen apilar en el menor espacio y con el menor esfuerzo físico la mayor cantidad posible de difuntos sin que padezcan la buena moral ni los ritos religiosos. Y el ideal —casi inalcanzable— de un trabajo bien hecho, es conseguido sin pedantería alguna por estos sencillos operarios.

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