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Authors: Luis Martín-Santos

Tags: #Clásico, Drama

Tiempo de silencio (20 page)

Sometido a este destino común, el cadáver exangüe y seudovirginal de Florita llegó al depósito antes aludido a una hora incierta y fue depositado en la serie bien administrada de mesas sarcofágicas. El Este había desplegado a la luz del sol todas sus galas alucinatorias de jardín encantado del Bosco. Los puntiagudos tejados de las pagodas alzaban sus tejas de colores hacia un espacio oriental. Una multitud vaga, ociosa y enlutada, por pequeños grupos, recorría los caminos admirando las diversas maravillas: aquellos nichos ajedreceados que muestran todas las casitas de muerto con su puerta independiente que se podría golpear y que han sido hechas accesibles gracias a paraboloides espiroidales que atornillan la tierra, permitiendo a quien lo pague yacer eternamente en un tercero izquierda; aquellos árboles puntiagudos rodeados de flores en su base de color preferentemente amarillo; aquellas zonas estériles en que ninguna lápida permanente es permitida sino tan sólo transitorias cruces de madera o hierro o pequeñas verjas de jardines privados del tamaño de un cuerpo; aquellos edificios concebidos por un arquitecto alocado en el momento de la apoteosis del mal gusto primisecular; todos estos elementos heteróclitos consiguen dar al— conjunto un aspecto de paisaje de abanico japonés al que se hubieran extirpado los lagos artificiales, los brazos de agua, los puentes con joroba y los sauces llorones.

La redonda consorte y tres viejas más, el dependiente de la gran tasca vestido de pana, una prima del pueblo y la mujer de Amador fueron únicos testigos de la hábil manipulación mediante la cual volvía al polvo lo que del polvo había surgido como fantasma engañoso de carne tentadora. Pero cuando ya la tierra que la debía acompañar en el largo viaje había sido colocada sobre su caja con alarmantes sonidos a hueco y tres compañeros de diverso sexo se habían acostado sobre el joven cuerpo de Florita, llegó la orden de exhumación que un juez lejano, en un juzgado polvoriento, en virtud de quién sabe qué extrañas maquinaciones, había firmado sobre un papel sin brillo pero debidamente legalizado que un alguacil llevó hasta la necrópolis a lomo de bicicleta. De este modo absurdo la Ley —siempre inhumana— interrumpía el ritmo del trabajo e impedía que la labor del día alcanzara la acostumbrada norma de eficacia. De nuevo la blanda tierra hubo de ser extraída a medias por la brigada B y la C, puesto que la A alegó que no era asunto de su incumbencia y los frescos ataúdes, todavía sólo manchados en su bello color negro de humo se alinearon impúdicamente en revuelta promiscuidad inacostumbrada, mostrando otra vez al sol lo que no debería ser nunca visto.

—Éste es —dijo impertérrito y seguro el capataz de todas las brigadas y una vez abierto para que se hiciera patente la ausencia de error de su mente ordenadora; el cadáver de Florita inició su retorno a lo largo del camino por donde nunca se vuelve, no hacia el mismo depósito, sino hacia otro edificio próximo, también espumante y asiático, donde reinaban durante el tiempo de su trabajo los médicos forenses e ininterrumpidamente el mozo de las autopsias gordo, rojo, jovial, más allá de todas las repugnancias, hábil conocedor del cuerpo humano y de varias especies de gusanos.

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El gran ojo acusador (que ocupa durante el día el vértice de la cúpula astronómica y que proyecta su insidiosa luz no sólo en las superficies planas que a su mirar se exponen cándidamente en las fachadas de las casas pintadas de blanco, en los tejados apenas resistentes de las chabolas, en los ruedos arenosos de las plazas de toros, sino también en los lugares de penumbra donde las almas sensibles se recogen y mediante esa misma luz consigue llevar hasta el límite su actividad engañosa porfiando tercamente ante cada espectador sorprendido para hacer constar, de un modo al parecer indudable, que es real solamente la superficie opaca de las cosas, su forma, su medida, la disposición de sus miembros en el espacio y que, por el contrario, carece de toda verdad su esencia, el significado hondo y simbólico que tales entes alcanzan durante la noche) extendió como cotidianamente su actividad trasmutadora al ombligo mismo del mundo de las sombras, al palacio de las hijas de la noche donde, inmóvil pero siempre providente, reposaba, como hormiga-reina de gran vientre blanquecino, la inapelable y dulce doña Luisa. Como su homóloga en el otro reino de las sombras, era también capaz de transformar las jóvenes criaturas en potencia aptas para llegar a ser vestidas-de-largo-velo-blanco honestas danzarinas del vuelo nupcial, en infatigables obreras ápteras; y también como su homóloga, no precisaba para esta triste pero rentable transformación recurrir a mutilantes operaciones quirúrgicas, a extirpación de órganos o a metálicos cinturones de castidad, sino que simples modificaciones en los hábitos alimenticios y vitales (incluyendo una alteración meticulosamente estudiada del horario que preside el ritmo sueño-vigilia) lograba con facilidad el efecto deseado. Así como la colocación de una pared de cristal, ya en una colmena, ya en un hormiguero, determina una inmediata réplica por parte de la colectividad que consiste en tapizar tal pieza traslúcida con una sustancia opaca, restaurando la oscura atmósfera propia de tales lugares, única apta para sus actividades específicas, también en el hormiguero de doña Luisa la entrada del gran mentiroso y de sus rayos deformadores era impedida con cuidado mediante la interposición de celosías, persianas enrollables de rafia verde, contraventanas de madera y pesados cortinajes. Los ojos artísticamente aderezados con rayas azules, párpados negruzcos y gotas dilatadoras de sus habitantes, no tenían por tanto que sufrir la afrenta inexorable con que el día castiga a sus congéneres solitarias y aparentemente libres, que careciendo de una organización adaptada a su naturaleza, en el momento en que abandonan acompañadas del decepcionado cliente el cuarto de pensión económica o la casa de señora viuda que se ayuda, se ven expuestas a que su acompañante vea en la atmósfera letal del día, disolverse hasta llegar a desaparecer —como en un cuento de hadas— la hurí lasciva con la que erróneamente creía haber yacido. Bajo su brazo aparece ahora una mujer de su casa que va a hacer la compra en el mercado, una cocinera, cuyo ceño se contrae por los precios que las verduras han alcanzado en el mercado. De esta actividad engañadora del sol, solamente una pieza había dejado de ser preservada ya que en ella las potencias maléficas no habían de tropezar con los seres susceptibles de tales metamorfosis. Así en la cocina donde se ajetreaba la pincha, el sol penetraba por el patio interior y daba consuelo a un gato que prestaba su calor vivo, durante las desagradables y hasta terribles horas diurnas, a los rollizos muslos de doña Luisa. A ella, de cuya regia jerarquía no habría sido propio entretenerse en labores de aguja ni en confección de bufanda de punto como dama de las Conferencias que trabajosamente gana el cielo a lo largo de una existencia nunca totalmente ociosa, pertenecía más bien acariciar la piel que cubre los lomos de los animales nobles desde siempre admitidos en palacio, los lebreles, las gacelas, los elegantes felinos indomesticables. Así, sentada en una esquina de la cocina, única entre las criaturas nocturnas capaz de afrontar la luz, reposaba con ojos de batracio apenas entornados, haciendo pasar y repasar su mano por el dorso del gato negro que le respondía con su música secreta, táctil y sonora al mismo tiempo.

Ante ella, estaban Matías y Pedro, como dos pajes viajeros de paso para Tierra Santa que solicitan yacija en el alcázar y prometen distraer con sus gracias a las damas de la corte. Hasta la misma cocina conducidos, también menos resistentes al sol que la matrona, más débiles, más pálidos, tras una noche de miedo y de meditación, reflexionantes, avizorantes del peligro, intentando atolondradamente evitar lo inevitable, habían recurrido al fin a aquel subterfugio estúpido, a aquel huir sin sentido hacia el otro mundo por ellos conocido, donde las horas transcurrían con un ritmo distinto y donde los límites de los conceptos no coincidían con los de la realidad diurna en que brillan cosas tales como la muerte y el castigo. Sin saberlo, seguía Pedro el mismo camino que habitualmente recorre el delincuente que, tras cometer su crimen en otra esfera, regresa al mundo para el que está adaptado, como ciertos animales cuyos ojos faltos de uso han llegado a permanecer atróficos, sin abrirse nunca, ciegos capullos bajo la piel del cuello, del mismo modo que ellos ocultan bajo su frente, sin abrirse por falta de ejercicio adecuado, los órganos invisibles del discernimiento moral. Habitualmente tales ofidios o reptiles, entre las grietas de las rocas pizarrosas, se alimentan sin cuidado de pequeñas alimañas, pero cuando alguna vez en lugar de consumirla paga de la también nocturna compañera, muerden en la, más pequeña pero de otro dinero hecha del empleado de banca o del cobrador de tranvía, son sin remedio aplastados, más que por el mismo delito, por haber osado realizarlo a la luz del día.

Matías y Pedro, cómplice y delincuente, tras atravesar los pasillos y escaleras de penumbra, olientes a tabaco frío, tras pasar estirando las piernas por encima de mujeres arrodilladas que fregaban el suelo, tras resbalar en los mosaicos húmedos, tras percibir en los parquets de madera el mismo olor que en verano sale de la tierra seca tras la lluvia, tras adivinar por las puertas abiertas la ejecución del único cambio de sábanas cada veinticuatro horas que caracteriza a los prostíbulos económicos bien llevados, tras encontrarse en otro pasillo con el único-hombre, oligofrénico de mano contraída, mandadero de un decamerónico convento, que con su cesto lleno de vituallas se dirigía también, arrastrando la pierna enferma por el suelo, gracias al vigoroso esfuerzo de la sana contralateral, hacia la lejana cocina, tropezaron de bruces con el ídolo búdico bañado en luz. El sol entraba en la cocina haciendo ese reguero visible de minúsculas partículas que delata su paso en los lugares polvorientos. Doña Luisa, con los párpados ligeramente caídos, los vio llegar y permaneció inmóvil, dotada de otras cualidades que la comercial afabilidad nocturna y su casi ternura por los jovencitos. Matías se precipitó sobre el ídolo y con esfuerzo de sus nobles brazos y de su estómago en bascas, la abrazó.

—Aquí estamos. ¿Dónde están las chicas?

—No es hora —informó la severa matrona.

—No importa. Venimos a comer con vosotras. Os convidamos. Convida Pedro…

Entraba el mandadero y doña Luisa, con un gesto, le hizo acercarse para ver el contenido del cesto. Para poder verlo mejor con la otra mano, alejó a Matías. Pedro había quedado cerca de la ventana, azorad., un tanto atónito de la existencia de una cocina, de un fogón, de un gato negro y de un cesto de la compra. Doña Luisa, sin levantarse, alzó la tapa y gruñó su aprobación. Tomó un tomate y lo levantó, haciendo que el sol golpease con dureza sobre la pequeña esfera roja. Ella miraba el tomate por un lado. Pedro lo miraba por el otro. Ambos lo veían desde diferente perspectiva.

—Estos tomates están demasiado maduros. Los quiero más verdes.

—¿Qué importa? Nosotros convidamos. Ahora mandamos por comida. Vamos a comer contigo y con alguna chica más. Nos quedarnos aquí todo el día.

—No es hora —insistió doña Luisa.

Pero ya Matías encargaba al mandadero embutidos, latas de sardinas en aceite, latas de melocotones en almíbar, queso y vino tinto, metiéndole en la mano uno o dos billetes. Los párpados inmóviles de doña Luisa oscilaron lentamente en dirección a la, puerta. Luego volvió a palpar otro tomate.

—Bueno. Haremos una ensalada de todos modos.

Y encarándose con las inframujeres del fogón les dijo:

—Vosotras os cogéis vuestro pucherito y os vais a comer abajo. Añadiendo:

—Despierta a la Andresa y a la Alicia y que vengan de una vez. Doña Luisa se levantó con trabajo, haciendo saltar al suelo el gato negro. Mostrando la enorme dificultad de sus desplazamientos y las dificultades inmensas con que sus pies tomaban contacto con la tierra, fue arrastrándose hasta la ventana y con gesto pausado pero consciente de sí mismo, cerró el paso al sol, constituyéndose de este modo de nuevo ama de la noche.

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Cuando la grata y envolvedora tiniebla hubo con el nuevo crepúsculo restablecido el predominio de la verdad y de la exactitud en la cocina de la casa, cuando las cosas volvieron a proclamar su naturaleza simbólica de seres dejando aparte la inexactitud espacialmente declarada de sus formas, de sus ángulos y de sus dimensiones, cuando doña Luisa tomó de nuevo el aspecto providente y confidencial de gran madre fálica que convida a beber la copa de la vida a cuantos —venciendo el natural respeto— hasta la misma fimbria de su vestido llegan arrastrándose y —postrados de modo respetuoso— besan aquellas cintas violetas, aquellos encajes de color de albaricoque, aquellos ligueros pudorosamente rosados y nunca —a su edad— lúbricamente negros, cuando los ojos batracios pudieron abrirse plenamente desplegando el abanico rizado de los párpados y mostrando el brillo nunca perdido de las sapientísimas pupilas y cuando —finalmente— el gato ya no necesario regresó a sus habituales partidas de caza por los vecinos aposentos, Matías conoció que era llegada la hora de la confesión de boca. Y con verdadero dolor de corazón, aun cuando en ausencia de todo propósito para el futuro sino seguir siempre adherido al disfrute del amor (por la honesta artesanía elevado al nivel de obra de arte) manifestó a la presidenta cuáles eran los motivos de su llegada a tal deshora y cuáles eran los delitos (no del todo extraños a aquella casa) por los que la policía puesta en pie de guerra a consecuencia de no sabemos qué maquinación funesta, qué protocolo de autopsia legalizado por ignorado médico forense, iba tras las huellas de su amigo allí también presente, pálido, un tanto tembloroso, dotado de profundas ojeras, carente de sueño tras una noche de pánico transcurrida en torno a las vendedoras de porras en las calles, entonado apenas por ciertos copetines de anís del mono desnaturalizado, necesitado ahora de una comida más sólida, de un refugio, de una protección, de un peplo cálido que primero desplegado en gesto acogedor lo recogiera luego con envolvente ademán materno. Fueron relatadas las circunstancias, la edad de la suave víctima, la inocencia del victimario, el inverosímil no haber gozado de aquella a la que tal raspado había sido hecho, la trampa procelosa del incestuoso padre, las concomitancias de tipo comercial que entre el uno y el otro por el intermedio del fiel Amador habían existido; finalmente, la imposibilidad en el estado de hemorragia avanzada de detener la llegada de la inevitable. Doña Luisa, al percatarse de los hechos criminosos, miraba al doncel doliente como si un nimbo de fuego o de un oro más suave rodeara ahora su cabellera despeinada y parecía encontrar una demoníaca belleza en aquel nuevo habitante a provisoria perpetuidad de sus avernos entreabiertos. Suavemente, extendiendo para ello su mano cargada de alhajas —que sólo de noche relucían con brillos morados y amatista— en el extremo de un brazo vestido de negro, grueso todavía, tomó la de Pedro fría y la acarició primero, contemplándola después como admirando el poder que en tales dedos se encubría. La mano de Pedro fina, pero no tanto como hubiera sido si él fuera un hábil quirurgo dispuesto a seguir los derroteros triunfales que la otra vieja (la de la pensión) soñaba, transmitió por sus nervios sensitivos hasta el alma encogida del muchacho una clara repulsión. Pero contuvo el gesto de huida que se le acumulaba y la dejó ser acariciada, ser contemplada, ser gustada y relamida por la atención senil y calculadora que preveía cuán útil le había de ser para remedio de los estragos que, en ocasiones, la inadvertencia o la fatalidad producían entre sus obreras, haciéndolas abandonar provisionalmente el cauce definitivo de su esterilidad. Pero no se atrevió todavía a hacer valer el poder que pudiera haber alcanzado sobre tan empecatadas manos, sino que se contentó con gozar de ellas por un instante en su estado de pura posibilidad, no manifestada, con la sensualidad huraña del asesino a sueldo que acaricia un revólver reluciente que todavía no ha empezado a disparar.

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