La muchacha asustada se envolvió en la bata floral de las peonías y miró con ojos espantados al hombre tendido en la cama, como si se hubiera convertido en un escorpión amenazante. Su movimiento de retirada la llevó al otro extremo del cuarto allí donde, agazapado, el bidet dejaba oír su lamento interminable que ahora sonaba más claramente. Pedro permaneció primero inmóvil, luego pareció desperezarse de un sueño más profundo recuperando fuerzas para un acto. De un solo gesto brusco quedó sentado en la cama, con los codos apoyados en las rodillas y con tos ojos fijos en la puerta.
—Vamos, son sólo unas preguntas —repitió siempre humano y tranquilizador el policía—. No se asuste.
Y aunque ningún signo premonitorio podía hacerle sospechar nada violento, insistió acariciadora, profesionalmente:
—No alborote. Es mejor para usted, se lo aseguro.
Como dice el dentista: «Estese quieto», en el momento en que hinca el torno en el centro de la muela.
Don Similiano era tan amable, despintaba tan finamente de su oficio, que cuando salieron cogidos por el brazo, los que entraban no pudieron distinguir en el rostro de don Pedro otro rubor que el habitual sonrojo de la especie satisfecha. «Habría que coger también a ése», iba pensando el policía que había visto a Cartucho hirsuto, desde una esquina del salón mirar cómo pasaba el detenido y fijar su imagen grabada al odio en su memoria.
Cada una de las rejas, rastrillos y cerrojos que Pedro iba encontrando en su camino descendente, poseía un gnomo gris que, a su paso, los hacía transitables, como si no estuvieran fabricados de un apenas oxidado hierro sino de alguna materia fluida y deformable.
Que en el ínterin Similiano le hubiera pedido algunas recetas gratuitas con destino a sus bien descritos padecimientos, que otros sujetos amables y oportunos le hubieran entretenido con diálogos referentes a su nombre, apellidos, estado civil, profesión y domicilio, que la naturalidad más cotidiana presidiera los gestos y actitudes de cuantos en aquellas oficinas se afanaban no habían sido datos suficientemente tranquilizadores para que el ilesa-sosiego hubiera abandonado su pecho a la fatiga, al sueño ni al hastío. Permanecía, pues, despierto, sentado en uno de aquellos sillones rotatorios, mientras que algunos empleados se acercaban y le miraban como diciéndose: «Es éste», y se alejaban después tras recoger un papel evidentemente inútil o teclear al desgaire en una de las máquinas profusamente repartidas por todo el ámbito de locales unidos entre sí por el pasillo donde guardias, presos, oficinistas y algún que otro perdido camarero con su chaquetilla blanca transitaban. La pequeña porquería que imperceptiblemente iba cayendo se depositaba sobre cuantos objetos eran asequibles a los dedos dándoles tacto rasposo y aspecto amarillento. Tal vez esta sensación no fuera debida, a decir verdad, al polvo cuya realidad es siempre cuestionable (como la de los otros entes invisibles), sino al miedo que parecía reinar con dominio absoluto en tales zonas, habitadas además de por los regidores y manufactureros de la angustia, por ciertos sutiles seres de color verdoso y barba crecida, nacidos de una raza todavía no antropológicamente clasificada, en cuyos rostros, al ser contemplados atentamente, resplandecía aquel reino absoluto, ante los que Pedro podía inclinarse como ante un espejo que mostrara la naturaleza de la metamorfosis por él mismo sufrida, de la que aún no tenía total conocimiento. Así pues, lo que él notaba como pequeña sensación de cansancio en ambas corvas, tensión de la bolsa del párpado inferior, picores prolongados a lo largo de ambas hendiduras palpebrales, ausencia absoluta de hambre sobre superficie seca de lengua vuelta objeto extraño en cavidad bucal repentinamente contraída, incapacidad para comprensión de preguntas sencillas, fuerte deseo de ser amable con todo el mundo, suciedad pegajosa en axilas y eh pies no por falta de jabón sino por sudor nuevo nunca antes eliminado, mirar agitado y vertiginoso hacia todos (absolutamente todos) los rostros de los empleados intentando escrutar en ellos los signos de una lejana simpatía que, por lo demás, indiferentes prodigaban, proximidad excesiva de los zapatos a los pies que han perdido aparentemente toda utilidad traslatoria ya que no se es movido a impulsos de una voluntad que se transmite a los músculos de las piernas sino por una fuerza magnética que emana de los hábiles ordenadores de la circulación en tales pistas, proximidad excesiva del cuello de la camisa al de la carne que ha perdido también sus naturales propiedades transportadoras de aire, alimentos, etc., conservando sólo la de servir de pivote al movimiento circular preciso para captar con la mayor frecuencia posible las muestras de simpatía de los rostros circundantes, temblor o bien rigidez a lo largo de las vértebras lumbares, no eran sino los indicios internos de ese mismo terror que deformaba los rostros de los que él podía ver, hijos de esa raza despreciable en la que todo hombre puede ser trasmutado por la culpa públicamente descubierta, hecha patente y en ruta hacia el castigo.
—Vamos a acabar en seguida. Usted es un hombre inteligente —dijo uno de los omnipotentes habitantes de las oficinas que precisamente mostraba hacia él una simpatía más desbordante, una sonrisa especialmente acogedora, una magnanimidad más fina y providente.
Pedro se volvió hacia él interrumpiendo la búsqueda de otras fuentes de simpatía ya que ésta, al parecer más decisiva, con tan especial abundancia sobre él se derramaba.
—Así que usted… (suposición capciosa y sorprendente).
—No. Yo no… (refutación indignada y sorprendida).
—Pero no querrá usted hacerme creer que… (hipótesis inverosímil y hasta absurda).
—No, pero yo… (reconocimiento consternado).
—Usted sabe perfectamente… (lógica, lógica, lógica)..
—Yo no he… (simple negativa a todas luces insuficiente).
—Tiene que reconocer usted que… (lógica).
—Pero… (adversativa apenas si viable).
—Quiero que usted comprenda… (cálidamente humano).
—No.
—De todos modos es inútil que usted… (afirmación de superioridad basada en la experiencia personal de muchos casos).
—Pero… (apenas adversativa con escasa convicción).
—Claro que si usted se empeña… (posibilidad de recurrencia a otras vías abandonando el camino de la inteligencia y la amistosa comprensión).
—No, nada de eso… (negativa alarmada).
—Así que estamos de acuerdo… (superación del apenas aparente obstáculo).
—Bueno… (primer peligroso comienzo de reconocimiento).
—Perfectamente. Entonces usted… (triunfal).
—¿Yo?… (horror ante las deducciones imprevistas).
—¡¡Ya me estoy cansando!!
Bruscamente y de modo imprevisible, la fuente de la simpatía quedó cegada y Pedro contempló frente a él el rostro cuya aparición había estado temiendo desde el momento mismo en que dio comienzo su agonía y que no había podido apercibir tras la cáscara blanda de Similiano, ni tras la atareada honradez laboriosa de cuantos, previamente y en varias ocasiones, se habían interesado por su edad, profesión, domicilio, estado civil, lugar de nacimiento e —incluso— por el nombre de pila de sus padres.
Y tras la cegadora visión de Júpiter - tonante, Moisés - destrozante - de - becerros - áureos, Padre - ofrecedor - de - generosos - auxilios - que - han - sido - malignamente - rechazados, Virtud - sorprendida - y - atónita - por - la -magnitud - casi - infinita - de - la - maldad - humana, Pedro, muy justa y naturalmente, fue privado de la augusta presencia y conducido al proceloso averno en el que la caída, aunque rápida e ininterrumpible, se produjo a través de los meandros y complejidades que canta la fábula.
El primero de los cuales no era sino un largo pasillo laberíntico en el que los zigzagues maliciosos estaban dispuestos a lo largo y a lo ancho de dos y también a lo profundo de otra dimensión del espacio, mediante intercalación de artificiosos y disimulados escalones que ora subían, ora descendían sin aparente regla ni posible recuerdo. Tras del pasillo, por un momento, se atravesaba un patio lleno de automóviles y de inmóviles chóferes con cazadoras de cuero que miraban sin ver. Tras el que una nueva boca, ya más próxima a las fauces definitivas, engullía con poderoso sorbo las almas trémulas de los descendentes. Tras las que nuevas escaleras conducían a un espacio dispuesto al modo de bar americano, en cuya barra apoyados un momento, con otro empleado más severo que los de arriba y con máquinas de escribir mejor engrasadas, volvía a repetirse el ritual diálogo del nombre, apellidos, edad, etc., destinado a que todo error humanamente evitable quede evitado y nadie por tal error u otra omisión sufra submersión a él no destinada. Tras lo que nuevo serpenteante corredor, ahora subterráneo, con luces de neón simuladoras del día, del que ya las paredes berroqueñas son desnudamente hijas directas de la tierra, conducía a la primera de las solamente franqueables gracias al beneplácito del gnomo silencioso, al que era preciso mostrar un papel de color amarillo que llevaba en la mano el hábil guía. La próxima boca da paso a una garganta escalonada y tortuosa a través de la que, sin carraspeo alguno, la ingestión es ayudada por los movimientos peristálticos del granito cayendo así —tras nuevas rejas— en la amplia plazoleta gástrica donde se iniciara la digestión de los bien masticados restos. Allí efectivamente se procede al desguace de cada pieza individual recién cobrada, privándole de su carga de metales preciosos, plumas estilográficas, corbatas, tirantes, cinturones, gafas y cualesquiera otros objetos aptos para el suicidio, con lo que los desprovistos individuos de casta intelectual quedaban especialmente disminuidos, sujetándose los pantalones con las manos, sintiendo frío en la parte del cuello, lanzando una mirada apingüinada sin cristales, temerosos de ofender a los bien intencionados esbirros a causa de su voz modulada con excesivo refinamiento. El capataz de estas maniobras da luego un número y bajo las cóncavas criptas y abovedados corredores se desliza el conducido prisionero hasta llegar al lugar exacto de su ubicación definitiva en este infierno en el que, a diferencia de aquellos en que más hábiles demonios atormentan estridentes condenados, no se oyen los gritos de éstos sino que guardan un profundo silencio que tan sólo rompen con intervalos de varios años-luz para solicitar, ya la gracia de una micción, ya la de una cerilla cuando los tribunales superiores han permitido, con benignidad inacostumbrada, que el tabaco no sea incluido en la lista de mortíferos objetos que han de ser ineludiblemente requisados.
La celda es más bien pequeña. No tiene forma perfectamente prismática cuadrangular a causa del techo. Éste, en efecto, ofrece una superficie alabeada cuya parte más alta se encuentra en uno de los ángulos del cuadrilátero superior. Aparentemente, cada dos células componen una de las semicúpulas sobre las que reposa el empuje de la enorme masa del gran edificio suprayacente. Estas cúpulas y paredes son de granito. Todas ellas están blanqueadas recientemente. Sólo algunos graffiti realizados apresuradamente en las últimas semanas pueden significar restos de la producción artística de los anteriores ocupantes. Las dimensiones de la celda son más o menos las siguientes. Dos metros cincuenta de altura hasta la parte más alta de la semicúpula; un metro diez desde la puerta hasta la pared opuesta; un metro sesenta en sentido perpendicular al vector anteriormente medido. Dadas estas dimensiones, un hombre de envergadura normal sólo puede estirar a la vez los dos brazos —sin tropezar con materia opaca— en el sentido de las diagonales. Por el contrario, ni un hombre muy alto podría llegar a tocar el techo. La cama no está orientada en el sentido de la diagonal, sino paralela al plano normal de la puerta y apoyada en la pared opuesta a ésta, por lo que un hombre de buena estatura al dormir debe recoger ligeramente sus piernas aproximándose a la llamada posición fetal sin necesidad de alcanzarla totalmente. La puerta es suficiente para pasar por ella sin tener que inclinarse y está fabricada en madera seca de buena calidad. A media altura hay en ella un ventanillo de 15 por 20 centímetros, siendo la dimensión mayor la vertical. Este ventanillo aunque obturado por tres barrotes de hierro permite una perfecta inspección de cuanto contiene el espacio habitable de la celda. La altura a que este ventanillo está situado es tal que obliga a los guardianes de altura reglamentaria a inclinar ligeramente la cabeza para ver al que hay dentro. En el caso de que el prisionero esté de pie sobre el lecho, el guardia sólo ve la parte inferior de su cuerpo a partir del ombligo y la inclinación que debe hacer para verle completamente es más grande. Esta inspección visual es posible gracias a una bombilla colocada en un agujero de la pared sobre el marco de la puerta. Por lo tanto la luz ilumina al mismo tiempo la celda y el estreches corredor. Este corredor está de tal modo dispuesto que nunca hay celdas enfrente sino sólo una pared lisa. Entre esta pared lisa. —también blanqueada— y la puerta queda un espacio de cuarenta centímetros por el que deambulan los guardias. En aparente contradicción con la magnitud de los muros de granito y la profundidad a que tan curioso laberinto se ha establecido, cada puerta individual no está cerrada sino mediante modesto cerrojo de baja calidad semejante al que pueda ser utilizado, por ejemplo, en un gallinero. El prisionero, aplicando su cara a los barrotes puede llegar a ver el cerrojo, pero no manejarlo, a no ser que disponga de algún útil apto para esta manipulación, tal como alambre, cuerda, o fragmento de madera. Nada, sin embargo, en el interior de la celda puede ser considerado como fuente de aprovisionamiento de tales materiales. El ventanillo, desprovisto de cristal, al mismo tiempo que asegura la ventilación, permite sean encendidos por el guardia los pitillos que el prisionero pueda haber llevado consigo hasta el provisional aposento.
La luz es eterna. No se apaga ni de día ni de noche.
Dentro de la celda, además del aire y del prisionero, de la cal con que están pintadas las paredes y de los dibujos que en ésta hayan podido ser hechos, río hay otra cosa que un lecho. Este lecho está construido de un modo sólido, a prueba del peso quizá excesivo con que un hipotético campeón de lucha grecorromana o tesorero estafador del «Club de los Gordos» pudiera abrumarlo algún día. La idea básica que ha presidido la fabricación de este lecho standard merece ser estudiada con detalle. Se ha llegado a conseguir un tipo de lecho que excluye la posibilidad de desvencijamiento e incluso los molestos crujidos que pudieran producir los desacordados movimientos del prisionero. Asimismo resulta totalmente imposible el alojamiento o cría de parásitos en sus intersticios. Su sólida construcción. hace sumamente improbable que de él puedan obtenerse materiales arrojadizos u otros utilizables como ganzúa. Este lecho silencioso, indeformable, incombustible, intransportable, a prueba de fuego, a prueba de choque, a prueba de inundación, bajo el que persona alguna jamás podrá ocultarse, que nunca será arrojado alevosamente contra el guardián por preso mal intencionado está enteramente realizado en obra de mampostería rematada en capa de cemento amorosamente pulida por el maestro albañil de una vez por todas, con la precisión con que la camarera de un hotel de lujo alisa la colcha cada día. Así se ha conseguido armonizar las artes suntuarias con la arquitectura del modo más perfecto. Por un escrúpulo de humanidad y para dar todo el reposo tolerable a los miembros de los huéspedes, la almohada ha sido realizada en el extremo correspondiente del lecho asimismo en cemento, haciendo cuerpo con el resto del inmueble y de la altura aconsejada para un sueño perfectamente fisiológico: seis a ocho centímetros. Otras ventajas: la perfecta coaptación del lecho con las paredes y suelo de la celda hace inexistente esa rendija en que en reiteradas ocasiones se han introducido mensajes en cifra, biblias protestantes, fotografías pornográficas o cápsulas de cianuro. Y no sólo eso: la solidez, el cuerpo, la armadura del cemento prestan (una vez que deja de considerarse tal mole grisácea como lecho y se pasa a la no menos útil perspectiva de ver en ella un paisaje habitable o un accidente geográfico) sólido apoyo y campo de ejercicio a quien quiera ejecutar los diversos tipos de gimnasia que una celda de aislamiento permite al prisionero: ejercicios respiratorios, yoga, swing de golf con palo imaginario, ataques epileptiformes voluntariamente simulados, precipitación al abismo y subida de nuevo a la montaña. Sobre el lecho, en efecto puesto el preso en pie, un rotundo cambio en la perspectiva es conseguido. El aire de las regiones superiores es sin duda más puro, los dibujos de la pared son más escasos allá arriba, los pies del guardia son vistos a su paso tras el ventanillo y no sus robustos hombros, el suelo de la celda con restos quizá de miga de pan, quizá de grasa, quizá de colillas deletéreas queda a mayor distancia. La misma almohada se convierte en pequeña colina árida que huella Gulliver, al fin, en un mundo a la medida humana.