Como todo cosmos bien dispuesto también aquél en que el acontecimiento se desarrollaba estaba ordenado en esferas superpuestas. Había, pues, una esfera inferior, una esfera media y una esfera superior, cúspide y arbotante dinámico de todo el edificio. Muy clásicamente también, como de modo inevitable ocurre en toda teogonía, la esfera inferior estaba consagrada a los infiernos en los que —dejando de lado toda excesiva tendencia ormuzorimadiana— pueden situarse simultáneamente el reino del pecado, del mal, de lo protervo, de lo condenado a largas y bien merecidas penalidades, junto con lo térreamente vital, lo genesíacamente engendrante, lo antes-de-ser-castigado voluptuosamente gozador. De este modo, la esfera inferior del cosmos a que nos referimos, en la que con las dos superiores ninguna concomitancia ni relación (aparente) se descubría, estaba ocupada por un baile de criadas. En ella, indiferente a que más arriba el Maestro hablara (con perfecta simultaneidad en el tiempo y rigurosa superposición en el espacio) la turba sudadora se estremecía ya girando, ya contoneándose al son de un chunchún de pretendida estirpe afrocubana. En esta esfera inferior se producían sonidos y olores que apenas si habrían impregnado las esferas media y superior en el caso de haber estado éstas vacías. Pero no era así, sino que la esfera media almacenaba una muchedumbre casi comparable en número a la de la inferior, aunque muy diversamente compuesta. Antes de que el acto comenzara, esta multitud se disponía con un desorden browniano en los no muy lujosos acomodos de la sala y en los bullidores pasillos produciendo un murmullo perceptible en el que sólo a través de una ventana abierta al patio se deslizaba subrepticio algún acorde de corneta o solo de batería enérgicamente interpretado. Por lo que hace al olor, el que la esfera media poseía era una mezcla de diversos perfumes caros (algunos importados directamente de París a despecho de las dificultades de la balanza de pagos), lociones medicinales y crecepelos masculinos, abundante profusión de humo de tabaco rubio quemado y ciertos matices, apenas perceptibles pero inevitables, de sudor axilar y cuello de estudiante aficionado a la filosofía pero escasamente adicto al agua ya desde antes de la boga existencial. Finalmente, y para concluir este sumario repaso de nuestra teogonía, la tercera esfera superior y culminante —en varios sentidos— del conjunto, estaba constituida por el escenario del cine, donde junto con un pupitre sobre el que aparecían una luz, una jarra de agua, un vaso y una manzana, se establecía la presencia ominosa de un tableau noir de nada escrito. Esta tercera esfera no tenía una existencia sino virtual o alegórica hasta el momento preciso en que el Maestro ocupara su docente picota y el acto diera así comienzo.
Los condenados del sótano no tenían noticia de lo que —tres metros sobre sus cabezas— estaba ocurriendo y a causa de ello no presumían que la más aguda conciencia celtibérica se iba a ocupar, de modo deliberado, de elevar el nivel intelectual de la sociedad a la que (indignos es verdad) ellos también pertenecían. Pero era posible observar la reciprocidad y perfecta simetría del fenómeno, pues tampoco la muchedumbre de la esfera intermedia y quién sabe si ni siquiera el poderoso Maestro, tenía la menor noticia de la interesante realidad que bajo sus plantas se establecía con la simultaneidad ya antes indicada. Porque no deja de ser importante para un adolescente que ha reunido tres pesetas poder comprobar directamente cómo están constituidas sus compañeras de raza que han logrado también entrar en los elíseos campos aunque sin dispendio alguno. Porque de estos encuentros y no de otro modo —cual generatio insensible o acarreo de cigüeñas— es de donde brota la continuidad biológica primaria, talo germinal sobre la que el resto de las esferas navegan y son alimentadas tanto en sus necesidades corporales de diverso tipo, cuanto en provisión de artistas creadores, pintores, toreros y señoritas de conjunto. Pero las cosas son como son, vuelto sobre sí mismo el pueblo ignoraba al filósofo y la profusión de lujosos automóviles a la puerta de un cine de baja estofa, sólo le hacía experimentar las nuevas dificultades para el cruce de la calzada y no extraía de ellas ninguna valoración eficaz del momento histórico.
Los dos amigos —incluidos en la esfera intermedia— tenían a su derecha a un ex seminarista con chaqueta negra pintacaspiana típica de exclaustrado y a su izquierda una elegante de las tres haute. Por delante, por detrás, por los lados estaban rodeados de señoras de la misma extracción y de poetas de varios sexos. Balenciagamente vestida, tocada con un sombrero especialmente elegido para el acto —que figuraba un pequeño casco palasatenaico con la sola nota frívola de una plumita de colibrí rojo a modo de trofeo— movía incesantemente una dama, a la altura de su rostro, sus dos manos admirables. Mientras instruía acerca de sus ideas (tal vez existentes) a su compañera de localidad y afición filosófica, estas manos, como animales vivientes, describían amplios giros de trayectoria imprevisible. Sin posarse nunca ambos juguetes voladores se perseguían y mostraban la esbeltez de una línea no deformada por manchas de nicotina, ni por cutículas excedentes, ni por la gordura espúrea y basta que provocan hasta los más delicados instrumentos de trabajo. Pedro miró un momento las uñas que las adornaban. Más largas que lo ordinario, más cóncavo-convexas que lo ordinario, más rojo escarlatas que lo ordinario, le inquietaban como si le recordasen algo.
Pero ya el gran Maestro aparecía y el universo-mundo completaba la perfección de sus esferas. —Perseguido por los siseos se los bien-indignados respetuosos, los últimos petimetres se deslizaron en sus localidades extinguida la salva receptora. Los círculos del purgatorio (que como tal podemos designar a las localidades baratas, sólo en apariencia más altas que el escenario) recibieron su carga de almas rezagadas y solemne, hierático, consciente de sí mismo, dispuesto a abajarse hasta el nivel necesario, envuelto en la suma gracia, con ochenta años de idealismo europeo a sus espaldas, dotado de una metafísica original, dotado de simpatías en el gran mundo, dotado de una gran cabeza, amante de la vida, retórico, inventor de un nuevo estilo de metáfora, catador de la historia, reverenciado en las universidades alemanas de provincia, oráculo, periodista, ensayista, hablista, el-que-lo-había-dicho-ya-antes-que-Heidegger, comenzó a hablar, haciéndolo poco más o menos de este modo:
«Señoras (pausa), señores (pausa), esto (pausa) que yo tengo en mi mano (pausa) es una manzana (gran pausa). Ustedes (pausa) la están viendo (gran pausa). Pero (pausa) la ven (pausa) desde ahí, desde donde están ustedes (gran pausa). Yo (gran pausa) veo la misma manzana (pausa) pero desde aquí, desde donde estoy yo (pausa muy larga). La manzana que ven ustedes (pausa) es distinta (pausa), muy distinta (pausa) de la manzana que yo veo (pausa). Sin embargo (pausa), es la misma manzana (sensación)».
Apenas repuesto su público del efecto de la revelación, condescendiente, siguió hablando con pausa para suministrar la clave del enigma:
«Lo que ocurre (pausa), es que ustedes y yo (gran pausa), la vemos con distinta perspectiva (tablean)».
Vista la carencia de certificado legal del médico que la había asistido en sus últimos momentos, desembarazarse del cadáver de Florita (al mismo tiempo que cadáver cuerpo de delito), sólo Podía ser logrado por uno de estos tres procedimientos: falsificación de documento público, soborno de profesional colegiado no implicado en el homicidio intrauterino, sepelio clandestino fuera de sagrado. El cerebro activo del Muecas no cesó en la búsqueda de una solución para el problema, ayudado por Amador, que —fiel— regresó más tarde tras la agresión-interrogatorio de que había sido objeto por parte de individuo mal encarado. Cada una de las contradictorias soluciones presentaba sus propias dificultades. Lo mejor hubiera sido recabar de don Pedro la firma del certificado, pero era imposible porque dedicado full-time a la experimentación animal carecía de colegiación y por tanto no podía administrar la oportuna legalización al fallecimiento. «Si no hubiera tanta sangre llamaríamos al de ahí abajo», opinaba el Muecas. «Podría haber sido una repentina.» «No va a haber más remedio que enterrarla nosotros, pero iremos todos a presidio.» «En el corral hay sitio.» «Habrá chivatazo: ese tío no me ha gustado nada.» «Ése no es chivato.» «Ése no será chivato, pero te digo que éste está tramando algo.» «La vieja y el sabelotodo callarán por la cuenta que les tiene.»
Pero la redonda consorte se había puesto ya en camino y había ido de descubierta recorriendo kilómetros de polvo hasta llegar a alguna zona habitada por seres a los que la emigración no ha envilecido y poder escuchar (como en su aldea) la campana de una iglesia tañir a muerto y para que las debidas preces y responsos acompañaran al cuerpo de su malograda hija cuando sepultureros profesionales, con la habilidad y presteza que dan los años de trabajo, echaran las primeras paletadas de tierra rojiza sobre la caja que estaba dispuesta a comprar para depositar en ella el despojo exangüe, a despecho de cuantas complicaciones legales este deseo irresponsable, pero muy profundamente hincado, pudiera traer para cuantos habían decidido del destino en su presencia aunque sin su consentimiento.
El cuerpo de Florita, entre tanto, estaba en perfecto reposo, sin que se hubieran iniciado en él los secretos movimientos que acompañan a la muerte. La hermana, con el rostro deformado, colocaba unas florecillas alrededor y lo miraba.
Con regocijo, con júbilo, con prisa, con excitación verbigerativa, con una impresión difusa de ser muy inteligentes, se precipitaban los invitados en los dominios del agilísimo criado y se posaban luego en posturas diversas, ya sobre los asientos de las butacas gigantescas, ya sobre los brazos y respaldos de las mismas butacas que eran capaces de dar confortable acomodo a los pájaros culturales que en caramados en tales perchas y con un vaso de alpiste en la mano, lanzaban sus gorgoritos en todas direcciones, distinguiéndose entre sí las voces más que por su contenido específico, por el matiz sonoro' de los trinos. El «¡Qué fácil se le entiende!» era muy pronunciado; por aves jóvenes de rosado pico apenas alborotadoras y hasta humildes, incrédulas de su fácil vuelo hasta las ramas más bajas del árbol de la ciencia; el «Le he seguido perfectamente» indicaba un grado más en el escalón de la autosuficiencia y en quien lo profería, al mismo tiempo que agradecimiento, aprobación hacia la manera de explicar sus verdades el filósofo; el «Está mejor que nunca» era un graznido ronco de conocedor que cata las frutas del árbol y sabe si son aguacates, mangos, piñas u otra especie de tropical infrutescencia, al par que dictamina si el grado de maduración es el óptimo y si en el desembuche y pelado de la materia ofrecida se han seguido las reglas del buen gusto; el que afirmaba «Lo de la manzana ha sido genial, nadie ha explicado con tanta precisión y tanta claridad que la Weltanschauung de cada uno depende de su propio puesto en el cosmos», era ya un gran pájaro sagrado de vuelo nocturno, búho sapientísimo definitivamente instalado en lo más umbrío de la copa. Fuera de todas estas clasificaciones, pajarita preciosa pero también hábil pajarera, la señora de la casa volaba de rama en rama entonando canciones más complejas que al mismo tiempo que servían —como las de las otras aves— para su propia glorificación y adorno, tenían también fines más útiles de apareamiento y tercería de grupos, a veces sólo imperfectamente constituidos y de los que un movimiento continuo de composición-descomposición alteraba constantemente el equilibrio dinámico. Cuidando de que ningún pájaro-bobo mediante un aislamiento excesivo, ni ningún irresponsable avestruz mediante impremeditada coz, pudiera alterar la armonía del conjunto, distribuía sus bandadas por sus amplias estufas de aclimatación, donde encontraban acomodo tanto las aves por su nacimiento adscritas a elevados climas sociales, como las que manifestaban con revoloteos impúdicos, picoteos un tanto demasiado ansiosos en los comedores o trinos excesivamente inteligentes su oriundez de climas más bajos junto a charcas fangosas e inferiores arroyos poco claros. Estos pájaros lindos sólo Podían llegar a tales alturas, para ellos no predestinadas, merced a gracias especiales de plumaje o gorgorito que compensaran con su valor estético e «interesante» la mediocridad básica de su especie. Así como infrecuente mutaciones en el seno de una familia de perdices de matiz terroso hacen brotar sin causa aparente otra de plumaje nacarino, o entre vulgares pardales un tataranieto inesperado presenta un precioso pecho de color de fuego, los pájaros-toreros, los pájaros-pintores y hasta, en más rara ocasión, los pájaros-poetas o escritores (si acompañaba al don poético una noble cabeza de perfil numismático) podían, aunque hijos del pueblo, codearse allí con las aves del paraíso y con las nobilísimas flamencas rosadas, las que siempre seguían —a pesar de todo— distinguiéndose de los advenedizos por finura de remos, longitud de cuello y plumaje por más alto modisto aderezado.
—Ya veo que ha venido usted —dijo amablemente la pajarera mayor deteniendo su mirada sobre Pedro en facha de pingüino con su traje azul marino arrugado y estrecho—. ¿Le gustó la conferencia? —al mismo tiempo que oteaba el horizonte para encontrar un difícil acomodo a quien había de presentar como investigador desconocido muy amigo de Matías, sin otra gracia alguna. A no ser que aludiera al cáncer, palabra crudelísima que bien podría remover las entrañas del interés de cierta anciana marquesa en vías del definitivo arrugamiento, pero todavía amorosa cuidadora de la carcasa con tanto mimo transportada a lo largo del tiempo. Y como lo pensó, lo hizo, llevando del brazo al alarmado joven del que no precisaba escuchar el murmullo ininteligible, sino simplemente sonreír mientras atravesaban el frondoso ramaje del cocktail, algunos de cuyos retorcidos sarmientos ardían con llamaradas de risas y chisporroteo de agudos gritos de cotorras sorprendidas por el ingenio increíble de sus interlocutores.
Cuando Pedro se vio colocado frente a las dos nobles damas recogidas sobre sí mismas, tras haber hecho su gesto medio-reverencia, medio-besamanos fallido y tras haber oído cómo la palabra cáncer salía de la boca de su gentil presentadora y cuando ésta hubo desaparecido, comprobó con horror que (aunque anfitriona perfecta) la dueña de la casa había cometido un error de cálculo y algo muy particular estaba sucediendo acerca de lo que las dos grullas de piel endurecida preferían cambiar impresiones personales y ejercer una vigilancia implacable, por lo que sólo un resto muy menesteroso de atención le pudo ser concedido. Tras un lapso de tiempo indeterminado pero largo, se interrumpió el chismorreo confuso de las viejas y ambas le miraron fijamente detallando la calidad de su corbata y de sus zapatos.