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Authors: Luis Martín-Santos

Tags: #Clásico, Drama

Tiempo de silencio (28 page)

BOOK: Tiempo de silencio
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Nacer, crecer, bailar una vez en la fiesta del pueblo delante de la procesión del Corpus con el moño alto, porque era buena bailarina y se decidió que sí, que a pesar de todo, a pesar de estar determinada al dolor y a la miseria por su origen, ella debía bailar ante el palio en la procesión del Corpus, en la que el orgullo de la Custodia a todos los campesinos de la plana toledana salva, hundirse después, hundirse hacia la tierra, rodear el airoso talle (que la hizo elegir para la fiesta) de tierra asimilada, comida, enterrarse en grasa pobre, ser redonda, caminar a lo ancho del mundo envuelta en esa redondez que el destino otorga a las mujeres que como ella han sido entregadas a la miseria que no mata, huir delante de un ejército llegado de no se sabe dónde, llegar a una ciudad caída de quién sabe qué estrella, rodear la ciudad, formar parte de la tierra movediza que rodea la ciudad, la protege, la hace, la amamanta, la destruye, esperar y ahora gemir.

No saber nada. No saber que la tierra es redonda. No saber que el sol está inmóvil, aunque parece que sube y baja. No saber que son tres Personas distintas. No saber lo que es la luz eléctrica. No saber por qué caen las piedras hacia la tierra. No saber leer la hora. No saber que el espermatozoide y el óvulo son dos células individuales que fusionan sus núcleos. No saber nada. No saber alternar con las personas, no saber decir: «Cuánto bueno por aquí», no saber decir: «Buenos días tenga usted, señor doctor». Y sin embargo, haberle dicho: «Usted hizo todo lo que pudo».

Y repetir obstinadamente: «Él no fue». No por amor a la verdad, ni por amor a la decencia, ni porque pensara que al hablar así cumplía con su deber, ni porque creyera que al decirlo se elevaba ligeramente sobre la costra terráquea en la que seguía estando hundida sin ser capaz nunca de llegar a hablar propiamente, sino sólo a emitir gemidos y algunas palabras aproximadamente interpretables. «Él no fue» y, ante la insistencia de un hombre, tal como ella nunca había conocido que existieran —dotados de esa alta prepotencia— aunque bien que lo adivinaba a veces mirando la ciudad de lejos con su nube de humo encima surgida de ciertos agujeros que hasta tanto más tarde no había de conocer, repetir: «Cuando él fue, ya estaba muerta».

«Él no fue» y seguir gimiendo por la pobre muchacha. surgida de su vientre y a través de cuyo joven vientre abierto ella había visto, con sus propios ojos, írsele la vida preciosísima que, como único bien, le había transmitido.

[56]

—Bueno, ya está todo arreglado —le dijo el sonriente policía de ojos verdedorados. —¿Cómo?

—Sí. Todo aclarado. Gracias a la vieja. Puede darle las gracias. —¿Todo?

—Sí. Ahora le devolveremos sus cosas y queda usted en libertad. Y ante la mirada atónita e incrédula:

—Sí. En libertad, en libertad… Mire lo que hago con su confesión —y desgarró ante sus ojos en dos mitades largas el papel que había firmado unas horas antes—. ¡Se acabó!

Luego se echó a reír.

—Ustedes, los inteligentes, son siempre los más torpes. Nunca puedo explicarme por qué precisamente ustedes, los hombres que tienen una cultura y una educación, han de ser los que más se dejan enredar. Se defiende mucho mejor un ratero cualquiera, un pobre hombre, un imbécil, el más mínimo chorizo que no ustedes. Si no es por esa mujer, lo iba usted a haber pasado mal, se lo digo yo.

—Entonces…

—Sí. Todo está aclarado.

—Es lo que yo le había dicho: que a mí me habían llamado cuando ya estaba hecho el mal. No hubo nada que hacer.

—Sí. Ésa es la historia. ¿Pero quién iba a creérsela con la cantidad de tonterías que hizo usted luego? ¿A quién se le ocurre no dar parte? ¿Y sobre todo, a quién se le ocurre esconderse? ¿Y dónde? ¿Dónde fue usted a esconderse? ¿No se le ocurrió otro sitio?

—Estaba asustado.

—Sí. Pero eso no le disculpa. No pudo ser más torpe. No comprendo por qué. No llego a comprenderlo. Cuanto más inteligentes son ustedes más niñerías hacen. No hay quien lo entienda.

—Entonces, ¿puedo irme?

—¿No lo cree todavía, verdad? —dijo el policía echándose a reír de nuevo—. Se debe pasar muy mal ahí abajo. Salen ustedes destrozados. Mucho peor que los chorizos. No tienen aguante.

—Me voy, entonces…

—Espere. Ahí llegan sus cosas.

De un gran sobre de papel estraza comenzó a sacar papeles, dinero, cartas, fotografías… , varios objetos que Pedro llevaba encima y otros que habían debido coger en su domicilio.

Ahí está todo. Firme el recibo.

Pedro fue metiendo en sus bolsillos los papeles. Con movimientos torpes y mirada extraviada de miope. Se pasó las manos por la cara. Los cañones de la barba le rasparon. Imaginó un baño y un barbero. Luego se le ocurrió:

—¿Y tienen al que lo hizo?

—Ahí abajo está. Con el papá de la criatura, que tampoco es mal pájaro. A ésos se les ha caído el pelo. Pero usted, por favor, no vuelva a asistir a urgencias de ese tipo. No haga más tonterías, a trabajar, a divertirse. Deje usted tranquilos a los de las chabolas que ellos ya se las arreglan solitos.

Pedro se levantó y fue a salir. Por la puerta del despacho a lo largo del estrecho pasillo, pasaban una serie de jóvenes con aspecto de enfermos. Las escasas barbas crecidas les daban un inequívoco aspecto.

Ya se iba hacia la puerta del extremo del pasillo, por donde su instinto le indicaba que debía ser la calle, cuando lo llamó otra vez:

—Y conste, que si hubiera querido, lo empaqueto. Hay un delito de encubrimiento, que casi puede decirse que es complicidad… , pero le creo: Me ha caído usted simpático.

—Gracias, muchas gracias —se vio obligado a decir Pedro.

—De nada, hombre, de nada. Y, por cierto, me olvidaba. Ahí mismo le esperan. En la habitación de al lado —le guiñó un ojo, al tiempo que le alargaba la mano—. Es muy guapa. Enhorabuena. —Y volviendo a reír otra vez, se perdió por el pasillo en dirección opuesta.

En una estrechísima sala de espera, donde sólo cabía un banco y sobre él tres personas, le esperaba Dorita con Matías. La belleza de Dorita le sorprendió como si la viera por primera vez. No había pensado en ella desde el momento en que Similiano le hizo oír su voz. Los grandes ojos de Dorita, parpadeaban ciegos de lágrimas. Sus labios se encontraron con fuerza. Se sintió poseído por la violencia de este amor olvidado. «Te quiero», «Te quiero», decía Dorita con voz ronca cuando sus labios se despegaban. Matías, confuso, miraba por la ventana hacia la estrecha calleja. «Amor mío», le cogía la nuca con sus manos, apoyaba todo su cuerpo contra él. Pedro, no podía —tan pronto— reconocer como mujer lo que tenía en sus brazos. «;Cómo estás?», «¿Has sufrido mucho?». No podía devolverle las caricias. En los labios, al besar, sólo sentía la dureza de los dientes que podían hacerle hasta sangre, pero no darle voluptuosidad. La voluptuosidad no tenía importancia. «Te quiero.» Ella se estremecía, temblaba, oscilaba con todo el cuerpo a su alrededor, se le apretaba otra vez, lloraba, reía. «Me quiere —pensó Pedro—. No cabe duda que me quiere.»

—Bueno, bueno. Ya está todo arreglado —explicó Matías—. Todo arreglado. —Parecía haber hablado él también con el policía—. Se acabaron las tonterías. ¡Qué ratos nos has hecho pasar! ¿Sabes? Ya te tenía buscado un abogado, un abogado estupendo, un amigo mío… pero, chico, era pesimista. Has hecho tantas tonterías. Al fin, sin que hiciéramos nada, todo se arregló.

Abrazó a Matías también. Tras la explosión, Dorita había quedado en silencio, tranquila, cogida de su brazo.

—¡Vámonos! ¡Vámonos de aquí! —le entró el ansia de repente. Eran sus primeras palabras.

Riendo, de prisa, dando saltos, bajaron las escaleras. Al llegar a la calle el sol le deslumbró. Pasaban autos y autos y autos. Sonaban bocinas, cláxones, timbres de bicicleta, escapes de motos. Pasaba gente, gente, gente con un rostro indiferente como si nunca hubieran llegado a sentir la enorme ventaja de tener sobre sus cabezas aquel cielo con pequeñas nubes blancas, inmóviles en apariencia pero que se desplazan, se deforman lentamente, marchan hacia lo lejos, vienen de lo lejos. Un limpiabotas pasó con su caja negra en la mano y la visión de este personaje cotidiano, que se encaminaba sin prisa hacia su problemática clientela, le humedeció los ojos. «¡Limpia!», gritó el hombrecillo que había advertido su mirada fija, pero Dorita y Matías lo arrastraron hacia un taxi que pasaba y se lo llevaron a la pensión, donde la madre y la abuela le esperaban con un gesto entre alegre y reprobatorio. Matías lo dejó entregado a las abluciones, al baño purificador, a la buena cama, a las sábanas limpias, a las caricias apenas encubiertas de Dorita.

—Vendré a buscarte mañana. Estás invitado a cenar conmigo.

[57]

Que la ciencia más que ninguna de las otras actividades de la humanidad ha modificado la vida del hombre sobre la tierra es tenido por verdad indubitable. Que la ciencia es una palanca liberadora de las infinitas alienaciones que le impiden adecuar su existencia concreta a su esencia libre, tampoco es dudado por nadie. Que los gloriosos protagonistas de la carrera innumerable han de ser tenidos por ciudadanos de primera o al menos por sujetos no despreciables ni baladíes, todo lo más ligeramente cursis, pero siempre dignos y cabales, es algo que debe considerarse perfectamente establecido.

A partir de estas sencillas premisas puede deducirse la necesidad de establecer en cada hormiguero humano un a modo de reloj en movimiento incesante o de mecanismo indefinidamente perfectible dentro de cuyos engranajes, el esfuerzo de cada uno de aquellos varones meritorios vaya encasillado de modo armonioso para que —como consecuencia de todos deseada— se logre un máximum de rendimiento y de disfrute: de poder sobre los entes naturales, de conocimiento de las causas de las cosas.

Estos sublimes principios e intenciones informan los Institutos, los Consejos, las doctas Corporaciones, las venerables Casas matrices a tan importantes trabajos dedicados. Gracias a ese conjunto de instituciones (excesivamente complejo para que pueda aquí ser descrito) no hay juventud inquieta ni iniciativa original que no encuentre su puesto en el gran desfile de los constructores del futuro. Como un ejército aguerrido, llevando al brazo no armas destructoras no bayonetas relampagueantes, sino microscopios, teodolitos, reglas de cálculo y pipetas capilares las falanges de la ciencia marchan así en grandes pelotones bien organizados. ¡Guay de quien desprecie la menguada apariencia de alguno de estos fabulosos constructores! Bajo un traje arrugado puede ocultarse el afortunado poseedor de un cerebro que —aunque enclenque, voluminoso— emanará pensamientos todavía por nadie sospechados, fórmulas de nuevas partículas elementales, antiuniversos y semielectrones; bajo un rostro de apariencia estólida y frente estrecha puede yacer un capaz archivero incansable devorador de palimpsestos y microfílmenes. Esta multitud estudiosa e investigante dispone de edificios con amplias ventanas, escaleras y pasillos fabricados con auténtico cemento armado. Aunque su dieta sea deficiente y el corte de su traje poco afortunado, aunque oculten en su cartera de cuero negro un bocadillo con el que sustituir la deseada cena caliente, el bedel no les cortará el paso sino que les dejará con respeto encaminarse hacia los locales donde unas veces unas ratas desparejadas, otras veces unos volúmenes en alemán, otras veces una colección incompleta de una revista norteamericana les proporcionarán los útiles necesarios para la puesta en ejecución de sus ideas. Confortados con tan eficaces estímulos ¿qué de extraño tiene que cada día más y más abundantemente nos sorprendan con los altos productos de su genio? ¡Cuántas patentes industriales no surgen en nuestro suelo que apresuradamente adquieren los rapaces industriales extranjeros! ¡Cuántas drogas inéditas y eficaces no vienen cada día a mejorar los medios de lucha de nuestros voluminosos hospitales! ¡Cuántos teóricos desarrollos de las ciencias más abstrusas, la Física, el cálculo de matrices vectoriales, la química de las macroproteínas, la balística astronáutica no son comunicados a las Academias de los países cultos para su estudio y admirada comprobación! ¡Cuántos ingeniosos prodigios de las ciencias aplicadas no sorprenden al visitante de cualquiera de nuestras Exposiciones de Inventores!

Solamente algunas de las ramas ligeramente descuidadas del árbol de la sabiduría nacional permanecen todavía alojadas en viejos edificios, ya no a la altura de las circunstancias. En tales casos no se trata, pues, sino de modestos pabellones que con aire romántico y recoleto reposan en zonas umbrías rodeados de antiguos parques y de senderos donde corretean los niños desarrapados de la vecindad.

Hacia uno de estos pabellones se dirigió Pedro cuando hubo recuperado sus espíritus tras la subterránea y mortífera odisea. Llegado que fue a las verjas metálicas recuperó el
don
que generalmente perdía a poco de salir del recinto.

—Buenos días, don Pedro —le saludó el portero como si no hubiera pasado nada.

—¡Hola! —dijo don Pedro.

En la puerta principal del edificio, a la que ya llegaba el penetrante tufo de los perros situados en las plantas superiores, una vigorosa fregona se esforzaba en dar brillo a los desconchados azulejos.

—Buenos días, don Pedro —repitió como un eco del portero.

Yacía en posición genupectoral, con una bayeta de color gris en sus manos y a su lado un cubo. No parecía echar de menos la perfeccionada maquinaria que la ciencia que tan humildemente servía, había producido en otro lugar, con el fin de hacer posibles las mismas operaciones en posición erguida.

—¡Hola! —dijo don Pedro.

Y subió por la escalera ancha y descansada. Una laborante envuelta en bata blanca, le vio llegar.

—Buenos días, don Pedro.

—¿Ha venido? —preguntó sin especificar a quién se refería.

—Ahí está —dijo ella.

Pedro se aproximó a la puerta del despacho y llamó con los nudillos.

—Precisamente —dijo el señor Director— tenía que hablar con usted.

Y, mirándole fijamente, preguntó:

—¿Qué ha sido eso?

Pedro buscó una respuesta que no vino.

—¡Está usted loco! —afirmó el Director sin más averiguaciones.

—Yo…

—¡Completamente loco!

E invirtiendo el foco de su conmiseración:

—Me ha puesto usted en una situación muy desagradable.

—¿Yo le he puesto…?

—Muy desagradable. ¡Usted no tenía derecho a hacerme eso! El Director, tras este solemne exordio y constatación acusatoria, se reposó un momento antes de comenzar el discurso inevitable. Atusó con ambas manos la gris cabellera leonina que, a la alemana —como corresponde a quien ha cursado estudios en Francfort sobre el Meno—, reposaba blandamente en sus orejas y lleno de humanismo y de agudo sentido de sus responsabilidades profesorales, suspiró mientras tomaba asiento en el sillón, al otro lado de la mesa. Su gran cabeza se vino un poco hacia adelante, vencida por su honesta pesadumbre. La ciencia se acumulaba visiblemente bajo aquellas sienes hinchadas y brillantes. Vestía una bata blanca que, a diferencia de las de los números rasos de su escuadra, cerraba por delante, permitiendo que la severa corbata mostrara la perfección del nudo como símbolo de su interna necesidad de armonía y de belleza. Educado lejos del chato y corto positivismo anglosajón, habiendo tomado de la universidad centroeuropea un sentido filosófico ordenador de sus actividades, sabiendo que el puro dato científico sin un sistema racional que lo coordine dentro de las ciencias del hombre permanece ineficaz y hasta resulta pernicioso, estando al día de cuantas revistas de su disciplina se publican en las lenguas alemana, inglesa, francesa e italiana, elaborando libros en que era tan admirable la copia informativa como la elegante construcción, desdeñando un tanto —por buenas razones— hundir sus manos en la masa sucia de los escasos objetos de experiencia que un hombre puede llegar a abarcar a lo largo de una vida que las leyes biológicas imponen sea corta, lamentando el quantum que en tales investigaciones está reservado a la suerte, al simple hecho de una observación casual afortunada, prefiriendo a tal lotería alocada navegar en un plano más elevado recogiendo con brillante fecundidad la mundial cosecha de tales azares favorables para comprenderla y ordenarla dentro de las sienes admirables, el Profesor podía permitirse una sonrisa, entre irónica y astutamente penetrante, ante la ingenuidad de ciertos jóvenes que —recién llegados a sus manos— ya pretendían descubrir
algo
sin hacerse cargo de las dificultades que impiden tales prematuros y hasta insensatos descubrimientos.

BOOK: Tiempo de silencio
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