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Authors: Luis Martín-Santos

Tags: #Clásico, Drama

Tiempo de silencio (15 page)

BOOK: Tiempo de silencio
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La muchacha, en lugar de en la posición arriba indicada más favorable para provocar la expulsión del contenido uterino, yacía de lado en el jergón y con el cuerpo engatillado. Sus gritos dotados de sentido habían ido haciéndose más débiles conforme aumentaba la pérdida de líquidos vitales a lo largo de las horas transcurridas desde que la operación iniciada por el mago de la aguja tuvo su insatisfactorio comienzo. Este mago debía de haber equivocado la trayectoria del instrumento punzante, o tal vez la punta del mismo, a causa de su excesivo uso, había perdido la eficacia tantas veces demostrada. Era también posible que su excesiva juventud diera, tanto a los tejidos propios como a sus productos, una consistencia o una elasticidad diferentes de las acostumbradas. O bien que la contracción de la matriz, otras veces suficiente para el desembarace de las atribuladas hembras, esta vez sólo sirviera para dilatar las venas perdedoras de sangre y para hacerla sentir los rítmicos dolores que sus espaciados gritos indicaban. El hecho es que el mago cariacontecido y hasta quizá algo avergonzado,. había renunciado a toda actividad terapéutica y afirmaba simplemente que la naturaleza debía seguir su curso, como cualquier médico famoso del siglo XVII. Los, espíritus vitales a los que esta apelación se dirigía habían sin duda hecho un caso excesivo de la misma y habían tomado un curso tan violento como inundatorio. Previamente a este refugio en la fórmula oral y el exorcismo, el mago había querido completar ta acción destructora de la aguja con los medios al uso más recomendados. Hizo sentar encima del vientre de su hija a la redonda consorte, considerando que así se satisfacían al mismo tiempo las exigencias de una intensa gravitación y las del pudor debido; comprimió con una cuerda el fino talle de la muchacha a partir de la altura del ombligo rodeándola más fuertemente conforme las vueltas del cordel iban descendiendo hacia las más opulentas caderas; masajeó con ambas manos, una vez retirada la cuerda que había levantado la piel en la punta de los huesos coxales, la zona interesada haciendo rápidos movimientos de descenso enérgicamente mantenidos hasta conseguir la expulsión de toda materia fecal y de toda orina retenida; administró bebidas sumamente cálidas de composición secreta que escaldaron (ligeramente, es cierto) la bóveda del paladar de la no-madre-no-doncella; colocó agua fría sobre el vientre y agua hirviendo con un poco de mostaza en la parte baja de los muslos; y sudoroso, aunque no vencido, anunció que iba a sacarlo con la mano lo que se demostró completamente imposible y a lo que se produjo tanto la partida de Muecas hacia el salvador lejano, cuanto la irritación de la consorte —hasta entonces nunca vista— que lo redujo a la inacción no-dañina y al conjuro de los espíritus vitales.

La consorte, por el contrario, tuvo a bien autorizar la colocación entre las piernas de una ramita verde de hinojo que atrae al nene por el olor. Pero pronto la verde ramita perdió su color o bien fue arrastrada, o tal vez el olor no es percibido en tan temprana edad. También fue tolerado el rezo del rosario y cierta oración a santa Apolonia que conocía íntegra una anciana que —según decía, pero nada de ello era cierto— había sido de joven sacristana y que ella —a causa de su mucha edad— ya no recordaba que, en lo que estaba acreditada, era en el alivio del dolor de muelas. Fuera de estos restos de medicina primitiva característica de los estadios animistas, el resto de la actividad terapéutica indicaba más bien una weltanschauung activista-empírica, propia de los pueblos cazadores y ganaderos y, en cuanto tal, muy adecuada al ambiente pedigrístico de la chabola. Sólo a una fatalidad poco frecuente puede atribuírsele el fracaso pero ¿no hay acaso muertes también y a veces muy dolorosas y muy insospechadas en los más modernos hospitales que ostentan con orgullo las industriosas ciudades norteamericanas? Sí, allí también, bajo el duraluminio y el cobalto, siguen muriendo jovencitas a las que se ha asegurado previamente (y a sus amorosas madres) que es cuestión de un momento.

Al llegar don Pedro procedió, una vez desalojados los locales, como es de rigor, a establecer el diagnóstico de la afección evidentemente hemorrágica que aquejaba a la joven incubadora de sus ratones de experiencia. Durante el viaje, había acariciado la idea de que quizá hubiera habido un contagio virásico debido a la íntima convivencia y riñó cariñosamente al caballero ganadero por la forma como había conseguido la perpetuación de la estirpe a expensas de sus propias hijas y de sus calores vitales. Pero pronto hubo de advertir la insólita realidad de los hechos y una luz asombrada golpeó en su ingenuo cerebro. La sangre de doncella —otra vez— por un momento, le mareó. Sintió un vahído de comprensión y de miedo. Se volvió airado al Muecas para decirle: «¡Canalla!», o para gritar: «¡Trae una ambulancia!», o para pedir como los toreros: «¡Trasfusión!», pero ya entraba Amador y blandía en el aire los instrumentos con los que, con la urgencia debida, él en aquel momento, a pesar de su inexperiencia, debería cumplir con su deber. Se inclinó sobre la muchacha inmóvil. Ya no gritaba. Dormía o estaba muerta. Descubrió el pecho. Aplicó el fonendoscopio. Allí estaban los mordiscos de las ratoncitas. El corazón latía desde lejos. Levantó las gomas. Se quedó quieto. Amador a la oreja le decía: «Hay que hacer un raspado». Sí.

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Es preciso primero colocarla en la adecuada posición ginecológica, dilatar luego el cuello de la matriz agarrotado por la naturaleza previsora y finalmente limpiar con un instrumento de aspecto de cuchara el interior del recóndito nido. Al rozar con el instrumento este tejido hace un ruido rugoso, rasposo, dentero que parece querer indicar que la materia desgarrada no es viva sino correosa, leñosa, pedregosa. Este no-ser-viva la materia, para el inquieto don Pedro se le hacía un no-estar-viva que, en cualquier momento, podía producirse. La cesación de la hemorragia podía ser tanto éxito de la terapéutica como agotamiento de las venas vaciadas. Querría poder estar mirando mientras trabajaba la cara de la casi-muerta y preguntaba a Amador: «¿Tiene pulso?». Amador sostenía la mano de la chica y aplicaba sus cuatro dedos gordos, amaestradores de perros y ratones, en la muñeca de la frágil muerta. No sentía latido alguno, pero dejaba caer la gruesa cabeza benévola y los grandes labios en un signo afirmativo cauteloso al que la mirada de don Pedro se agarraba para poder seguir realizando su trabajo. «Los ángulos tubáricos» se repetía, sabiendo que es en estos ángulos —como en su día había estudiado— donde puede ocultarse algún fragmento de materia viva (no de la misma vida de la madre) y desde allí reiniciar hemorragias, infecciones e internas putrefacciones peligrosas. Un instinto más seguro que las cabezadas de Amador le decía que tales meticulosidades, tal hurgar cuidadoso con la cucharilla en los ángulos por donde la vida aboca a su más primario antro, carecía de toda utilidad. Los muslos de la muerta habían caído como grandes pétalos y el pequeño chorro de sangre estaba completamente interrumpido. «¿Tiene pulso?» «Siga, siga», contestó Amador sin atreverse a seguir mintiendo. «Siga, ya le falta poco», porque Amador creía que don Pedro quedaría más tranquilo si en adelante, en los días, meses y años que le quedaban para imaginarse aquella noche, supiera que efectivamente había procedido de acuerdo con las normas del arte. Don Pedro, pues, se esforzaba con gestos deliberadamente hábiles, casi táctiles, en sentir como con un dedo, si de la mucosa aterciopelada y sangrante no quedaba ya ningún fragmento por donde pudiera escapar la vida —si aún tuviera— de la muerta. El tiempo era largo y lento. Seguía repasando la oscura superficie interna, imaginando la forma de la cavidad ya limpia, escuchando y al mismo tiempo sintiendo en la mano, rígidamente transmitido por el instrumento, el crujir de la materia rota. La muerta no sufría y se dejaba con docilidad imponer unas maniobras que ya no tenían que ver con ella. Habiendo abandonado el aire al aire y la sangre al mundo se resignaba a la modesta utilidad de ser campo de aprendizaje para el sabio que (aunque la había estudiado minuciosamente) realizaba aquella intervención por vez primera. Pedro, comprendiendo el objeto de las graves cabezadas de Amador y con una airada conciencia que a sí mismo no se confesaba de: «La segunda vez lo haré mejor», y: «Una transfusión a tiempo podría haberla revivido», continuaba automáticamente el raspado y una vez concluido, taponaba con la gasa limpia destinada a los ratones, aplicaba un apósito, se limpiaba las manos, depositaba el cuerpo en forma más decente y se volvía hacia la madre redonda que todo lo había visto y luego miraba a Amador y todos esperaban el signo de su rostro, el descomponerse de su gesto, el arrojar un instrumento al suelo o la blasfemia que desencadenara el lamentable coro de las plañideras.

«Cuando llegué, ya estaba muerta», fue lo primero que contra toda evidencia dijo y se puso rojo de vergüenza porque aquello no era más que una disculpa dirigida a calmar el odio de la madre. La cual no había nacido para odiar, sino que intentó consolarle: «Usted hizo todo lo que pudo», antes de empezar a gritar, antes de arrojarse sobre la hija muerta y besar los labios que probablemente no había besado desde que —cuando era una niña— tuvieron, tras haber mamado, el propio sabor de la propia leche, antes de golpear al hombre que tenía al lado y de arañarle el rostro que hoy se dejaría arañar a pesar de su naturaleza de señor que, mañana indeclinablemente, volvería a adoptar y que continuaría oprimiéndola como un aro de hierro contra el suelo.

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Cuando la madre comenzó a gritar, todas a una gritaron también las plañideras. Como si desde siempre estuvieran preparadas a las muertes prematuras, las plañideras vestían ya previamente ropajes negros al irrumpir en el máximo número posible (que no era mucho) en la cámara mortuoria.

—¡Desgraciado! —gritó una ante el cirujano como si fuera a escupirle, alzando dos manos crispadas que, cuando ya iban a alcanzarle, se volvieron contra el propio rostro golpeándolo con fuerza—. ¿Qué has hecho de mi florecita?

—¡Mirarla! ¡Como un ángel! —se extasió una mujer de brazos remangados que, quizá por haber tomado parte antes en las manipulaciones del mago, creyera haber colaborado en la obra de arte.

Efectivamente, habiendo perdido la excesiva turgencia de su edad pudenda y de sus comidas bastas, estaba la pobre embellecida.

—Como si durmiera, se ha quedado…

Tales comentarios iban escandidos por el ritornello incesante de: «Hija», «Hija», «Hija», «Hija», «Hija», que escapaba como un hipo de la boca abierta de la madre que, tras haber arañado al Muecas y dicho al médico lo que había que decir, se abandonaba a la necesaria desesperación.

Muecas, siempre sabio y sereno, organizaba la entrada y salida de curiosos y para mayor comodidad, sacó uno de los candiles que habían iluminado el anfiteatro y lo colocó en la antesala de la chabola. Pareciéndole luego poco propio el candil restante, encendió dos velas de estearina dispuesto a que nada quedara a faltar por su descuido de las honras fúnebres que deben ser rendidas. Poco más tarde fue quitando las jaulas-palacios de los ratones tan tiernamente conseguidos y los fue colocando a la intemperie, a despecho de que pudiera producirse la interrupción de algún difícil embarazo a causa del relente del amanecer.

Ya repuestas, las comadres fueron ocupando los lugares estratégicos y acurrucadas en el suelo, musitaron oraciones inaudibles, mientras que la de las mangas remangadas y otra delgada como un hilo comenzaban a amortajar a la muerta.

Todo esto habían mirado Pedro y Amador un tanto atónitos, un tanto sorprendidos, comprobando una vez más cómo la muerte no tiene nada de irremediable y cómo basta con tomar —tras ella— las necesarias providencias para que el curso de los acontecimientos reanude su marcha ordenada. Pero para Pedro y Amador, la muerte era otra cosa que un puro dolor o una sencilla toma de disposiciones: era un problema técnico. Allí estaba todavía don Pedro con su mano agarrotada en una pieza metálica de significación dudosa; allí estaba Amador con su bombona de gasas estériles todavía entreabierta; el «Hija», «Hija», «Hija», de la madre se había convertido en un runrún continuo como de motor o de cascada que pronto deja de oírse y habiendo sacado a la desgraciada hasta los espacios inciertos que hacían de plaza o de calle entre las latas extendidas, la uralita y los tablones robados de las obras, su sonido se echó de menos. Muecas no miraba a don Pedro a la cara y ni siquiera pudo llegarle a decir (eso que él sabía tratar mejor que la consorte): «Usted hizo lo que pudo». La hermanilla más joven miraba en cambio al padre de hito en hito y se apretaba con las dos manos el vientre como para protegerlo de todo mal. No lloraba. Miraba al padre que tan concienzudamente tomaba sus disposiciones y que llegando al cabo de ellas, la ordenó:

—Saca algo de beber al señor doctor.

Trajo otra limonada agria con su poco de azúcar y con su agua fría, que fue bebida con ansia.

—Dame a mí otra —pidió Amador. .

Y se la dio.

Don Pedro no se iba porque sentía que aún había allí algo que hacer. Y recordó de pronto lo que era.

—¿Quién hizo el aborto? —preguntó al Muecas.

—Pero, señor doctor, usted lo ha visto. Usted mismo hizo lo que…

—¿Quién lo hizo?

Las comadres miraron agudamente a Pedro. Suspendieron sus rezos. Ya amortajada la muerta asistía al debate. Dos o tres hombres que habían estado hasta entonces inmóviles, sin ayudar y sin llorar tampoco, desfilaron silenciosamente y desaparecieron.

—La empezó la hemorragia —dijo el Muecas— porque Dios quiso. Nadie la ha tocado. Fue sólo ella, que empezó poco a poco y cada vez más, era como un río. Yo por eso fui a buscar al señor doctor, porque no conozco, pobre de mí, ignorante. Me pareció que se ponía mala. Y ella lo decía la pobre, que no se sentía bien, que no la probaba. Se nos iba en sangre, pobrecilla.

La hermanilla miraba al Muecas de hito en hito; se le había abierto la boca y respiraba muy de prisa entre los labios temblorosos. Estaba muy blanca. De repente saltó adelante con la cara contraída.

—¡Fue usted! ¡Fue usted! ¡Usted, padre! ¡Fue usted el que…!

El bofetón del Muecas la tiró al suelo donde empezó a llorar a grandes gritos que luego se convirtieron en lamentos inarticulados, en convulsiones y en un ataque de nervios disparatado, insoportable, mientras arañaba, mordía, desgarraba su ropa, se orinaba y el Muecas daba ciegas patadas en aquella masa viviente y agitada, sin conseguir cortar el paroxismo.

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