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Authors: Luis Martín-Santos

Tags: #Clásico, Drama

Tiempo de silencio (11 page)

BOOK: Tiempo de silencio
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«Y ese muchacho andará por ahí hecho un perdido, cauro si fuera un. perdido, igual que mi difunto, cuando él en realidad es otra cosa y lo bien que le vendría a nuestra niña. La tonta de Dora, me creo que ya le ha puesto sobre aviso, le han insinuado demasiado claramente que la niña es un bombón, una perita en agua para una boca que reconoce todavía demasiado poco. Un hombre corrido sabría apreciar, pero este pobre infeliz —que en el fondo es un in feliz que parece que le quiero como si ya fuera hijo mío— no aprecia. La ve como una niña y si se deja sentir demasiado la intención saldrá de estampía, buscará otra pensión y a otra cosa. Nuestra niña a mecerse en la mecedora o todo lo más a cargársela a cual quiera de esos miserables representantes o capitanes de patata que no tienen donde caerse muertos. Como si para ellos estuviera la criatura. Antes prefiero que haga. lo que hizo la madre que aunque incómoda al menos no es miserable. Pero no. No seamos tan negros. Todavía ha de picar. Yo creo que picará. Él, es así, un poco distraído como intelectual o investigador o porras que es. No acaba de ver nunca claro y como no es corrido, tarda más en apreciar la categoría de la niña. Pero el día que se vea comprometido no ha de saber defenderse y ha de caer con todo el equipo y cumplir como un caballero, porque eso es lo que él es precisamente, un caballero, que es lo que a mí siempre me ha hecho tilín. Un señor, lo que se dice un señor. Alguien que cumple con la que hay que cumplir y no como esos años, sinvergüenzas, carne de chulo. Como el efebo de su padre que Dios le haya perdido de vista. El caso es que cuando sale estoy que ni. sé. No me duermo. A mi edad dormimos poco aunque estemos bien conservadas. Y cuando sale me lo estoy imaginando por esos cafés de camareras, si. es que hay todavía, y par esos reservados, llevado por malas amistades, él que estoy segura que ni batir palmas sabe, entre malas mujeres de esas borras frescas que pueden hacerle cualquier cosa y pervertírnoslo y hacerle parecer lo que no es y abrirle los ojos. No es que él no los tenga abiertos claro está el angelito, que es estudiante de biología, pero a veces tiene ese aspecto tan inocente que me sorprende, porque a mí me parece que otro hombre no la habría dejado como todavía está la niña ésta como el día que salió del vientre de su madre, que ni la ha tocado y eso que yo le puse la alcoba a su lado y venga la tonta de la Dora a decir: “Como que la niña duerme sola”, cuando esas cosas los hombres las averiguan y no hay que decirlas nunca en voz alta. Tiene que ser inocente este hombre o tan bueno que no se ha aprovechado aún. De estos hombres creo yo que no había en mi tiempo. Y a él le gusta, clara que le gusta, esa se nota. Se le ponen !os ojos tiernas mirándola cuando la muy pícara, aunque inocentona también y sin veneno, se balancea en la mecedora como una pánfila y le mira de reojo. Yo no sé cómo —es tan inocente este hombre. Pero que me lo van a malear es un hecho. Casi me da miedo lo de que la niña duerma sola, que es dar muchas facilidades y cualquiera de ésos, como el representante, se puede aprovechar y creer que es para él el bocato di cardinale como decía mi difunto de la parte esta mía del muslo cuando la tocaba porque es tan blanca —y aún se conserva— y hacía como que la mordía. ¡Qué guasón! ¡Ése sí que era hombre! Pero éste también me gusta. Me gusta y aunque no sé cómo ponerle en el disparadero de su hombría porque no estaría bien, digo yo, celestinear a la nieta en quien ha celestinao a la hija con tanto provecho como yo lo he sabido hacer. Porque esa tonta cuando el bailarín la dejó como la dejó, si no por mí y por mi celestineo, que no me da vergüenza porque al fin y al cabo Dios ha hecho así el mundo, me la encuentro al cabo de unos meses en el mismísimo arroyo porque no he visto menos aptitudes para darse importancia y para ponerse en valor como decía aquel chistoso que la quería poner en valor, el francés digo que entendía de todo y quería ponerla en valor en París de la Francia, que si no estoy allí avispada me quedo sin valor y sin hija. Pero nanay la hija de mi madre, estaba yo ya entonces bien bregada cuando se acabó del todo lo del cambio de la edad y lo mismo me daba y los ambientes de los cafetines concierto me los sabía como las yemas de mis dedos, sólo que donde bien se puede vender tal mercancía no es sino en la propia casa en una casa decente y honrada en que cada uno cree que es la excepcional virtud engañada y se vuelven mieles y tienen tentaciones de hablar de matrimonio, aunque al fanal se contienen porque todo se nota, no faltaría más. El caso es que estoy aquí toda preocupada porque ha salido un sábado. Por la noche. Un sábado. ¿Es mi hijo acaso? Y aunque fuera mi hijo. Un hombre se tiene que foguear como los soldados y más éste que nunca ha. ido a la guerra. Es lo que les pasa a los hombres de ahora. No llegaron a tiempo a la última guerra y con tanta paz y la alimentación floja que han tenido en la infancia, están poco seguros de lo que es una mujer y creen que es como un diamante que hay que coger con pinzas y que hay que hablar con ella antes en francés para averiguar lo que tiene dentro. —Si hubieran estado en avances, conquistas y violaciones y aprendieran así bien lo del botín y el sagrado derecho a la rapiña de los pueblos conquistados y no lo hubieran leído sólo en novelas, otro gallo les cantara. Otro estilo tendrían, pobres de nosotras, y este tontito no sólo habría pasado por la alcoba de mi niña, sino que ahora ya estaría muy lejos y nosotras todas despavoridas, le habríamos visto pasar como se nota la pezuña de Belcebú, más por el ruido que hace y el olor a chamusquina que deja que por las palabras de miel que salen de su boca. Pero claro es que si él hubiera sido como el protervo, la niña hubiera seguido durmiendo en mi cuarto y todos los planes se habrían hecho de otro modo y a lo más a que se hubiera llegado, a contar chascarrillos verdes con la tonta de la Dora, que siempre se ríe con esas cosas y yo hubiera fruncido mi hocico y le hubiera dicho lo de la casa decente y le habría mandado con viento fresco que buena falta le haría. Pero el caso es que no, que es como nuestro san Luis Gonzaga, que no le faltan más que el rosario y los lirios y que nos aguanta conversación y que se está las horas muertas en el comedor por la noche y que ya no me extrañaría de él nada, ni siquiera que me viniera un día, de azul marino, a pedirme su mano con un ramo de flores violetas que es el color que corresponde a mi edad aunque esté tan bien conservada.»

[18]

La inmediata proximidad de los lugares sagrados, templos de celebración de los nocturnales ritos órficos se adivina en ciertos signos inequívocos. La organización municipal provee al buen orden en la zona al mismo tiempo con una prudente reducción de la potencia del alumbrado público y con un no menos prudente aumento de los funcionarios abrepuertas que, desprovistos hace ya años de su ombligo luminoso, no por eso dejan de ostentar con orgullo un manojo de llaves relucientes y un impávido rostro al que nada espanta cabalgando sobre la bufanda espesa. Los obreros jóvenes en gabardina —que anteriormente hubieran sido llamados menestrales— así como los representantes del aprendizaje de diversas profesiones liberales y algunos hombres de generaciones más tardías, mejor provistos biológica que crematísticamente, constituyen el grueso de esa marcha colectiva pletórica de dificultades, sembrada de escollos imprevistos, necesitada de heroicos esfuerzos, facilitada únicamente por cierta camaradería vergonzante expresada más en el no, mirarse a los ojos de los hombres, que en auténticos golpes cariñosos en la espalda de los que mutuamente se desconocen pero que se saben unidos en gavillas incongruentes por una misma naturaleza humana impúdicamente terrenal.

Ya desde el primer momento, los complicados actos a realizar en el estéril intento de aplacar la bestia lucharniega están marcados por el sello del azar. ¿Por qué entraremos en el 17 y no en el 19? ¿Quién puede adivinar en cuál de estos portales nos detendremos definitivamente? ¿Quién sabe si aquel objeto de nuestro instinto del que guardamos un recuerdo grato y nebuloso, hoy, en este momento preciso de la noche, no estará dormida, indiferente a nuestra posible llegada? ¿Quién puede asegurar que, en el caso de que no lo esté, no haya sido transferida al 21 o al 13 de la misma calle? ¿Quién puede estar cierto de que en el momento de percibir su misma materialidad corpórea bajo un disfraz ligeramente modificado (falda negra ceñida en lugar de traje de baño rojo, bata rameada amarillenta en lugar de deuxpieces azul cielo, cabellera negra y dientes relampagueantes en lugar de pelo desteñido a dos tonos y boca fruncida con dentadura rota en mesilla de noche, piel morena bien empolvada en lugar de bozo en el bigote discretamente desarrollado, senos turgentes bajo sostén negro francés en lugar de pechos caídos bajo blusa de seda de color verde) pueda ser reconocida por el aturdido sacrificante? ¿Quién puede esperar que, en el caso de su reconocimiento, la mariposa vital del deseo alce su vuelo otra vez en lugar de ser aplastada por el mazazo de la náusea al advertir que desciende las escaleras acompañada de otro hombre al que acaba de servir en nuestra ausencia? Sea como fuere y renunciando a tan enojosas interrogaciones, el azar es el dios que, más aún que el amor, preside tan sorprendentes juegos.

Doña Luisa tenía allí las complicadas funciones de mujer-esclusa. Cuando el flujo multitudinario de los sábados rebosaba los pasillos, superando todo posible cálculo o planificación para su endose en los diversos hábiles espacios de la casa, ella con el solo desplazamiento de su humanidad vetusta, obturaba del modo más eficaz el paso por la encrucijada clave y enviaba a los despojos de la calle bien hacia el salón, bien hacia una cierta sala de espera siempre vacía de mujeres, bien de nuevo a la lóbrega escalera hacia el reino de los serenos y de su auxiliar resignadísimo, una viejecilla arrugada que abría la puerta de la calle desde dentro y que —cuando no lo hacía— permanecía sentada en una silla como las que suele haber en las iglesias. En estos casos, cuando doña Luisa impedía de modo total el paso y la esclusa ya no sólo era dique sino hasta rompeolas, la veterana alcanzaba toda su grandeza. Encrespadamente el dragón del deseo la golpeaba con sus alas rojas y lengüetazos de fuego chamuscaban sus nobles guedejas grises, pero imperturbable continuaba impidiendo la entrada a quienes no habían llegado a merecerla. Tal vez únicamente una cierta actitud humilde, unos ojos tiernos, un conocimiento antiguo cimentado en bases económicas, una belleza varonil tocada de los atributos de la extrema juventud podían conmover la severidad de su celo discernidor en las noches concurridas. Así es como Matías pudo alcanzar que él y Pedro penetraran en el alcázar de las delicias en el mismo momento en que el pueblo bajo era rechazado a pesar de que ostentosamente mostraba en las encallecidas manos el necesario billete de cinco duros fruto de su honrado trabajo.

La atmósfera del salón a aquella alta hora de la noche era irrespirable. Las emanaciones de los cuerpos acumulados desde media tarde en tan reducido espacio, el humo del tabaco al que no había modo de dar salida ya que toda apertura de ventana al exterior está rigurosamente castigada, el polvo levantado cuando el barro de los pies de los visitantes consigue paulatinamente desecarse, los perfumes baratos, las toses repartidas en mil partículas esféricas y microscópicas, la brillantina chorreante de muchas cabezas masculinas constituían un fluido denso sólo a cuyo través era dado admirar los cuerpos esculturiformes apenas velados por las vestimentas más inverosímiles y breves de las blancas de cuya trata era cuestión, apoyados en una de las largas paredes. Contrastando con el estruendo de la tumultuosa escalera y con la riqueza de elementos táctiles, aromáticos y visuales, un discreto silencio avergonzado daba un aire aún más litúrgico a la escena. El deseo mudo se expresaba en miradas casi de refilón, casi ocultas, casi disimuladas. A veces dos o tres clientes, más impresionables que lo habitual, hablaban entre sí en un pequeño corro, para defenderse de la mirada desnuda de las mujeres que intentaban discernir con la rapidez posible a su futura víctima-verdugo. La provocación se reducía aquí a los gestos más esenciales; una mirada franca, directa y abierta como nunca en hembra desconocida puede volver a encontrarse, un entreabrir de boca ingenuamente perverso, un oscilar de hombros y caderas con el que se intenta sugerir tal vez la imagen de islas lejanas, un tremolar de senos que sólo es escandaloso porque persiste un tenue tejido sobre la indecisa agitación. El silencio que envolvía la escena las reducía a pesar de su objetividad palpable y olible a un amenazante aspecto de fantasmas prestos a desvanecerse. Pero por la magia de, la voluntad podía lograr, cualquiera de los. machos, gracias al simple gesto de inclinar a un lado la cabeza de modo significativo mirando fijamente a la presa, que ésta instantáneamente suspendiera su primaria pantomima y recogiendo con una mano la falda demasiado estrecha o bien el cabello demasiado suelto o cualquier otra parte de su anatomía poco apta para la marcha, iniciara un camino rápido hacia las ergástulas amatorias seguida de su comprador que, en la misma escalera podía, depositando su mano sobre la cadera precedente-oscilante, comprobar la naturaleza no fantasmal sino física del objeto alquilado, lo que debía ser seguido de la entrega ritual del ya citado billete de cinco duros, junto con alguna excrecencia monetaria para las acólitos portadoras de toallas y cubos de agua. «Buena fichada hoy», decía maliciosa la. acólita paradójicamente dotada de autoridad y poder sobre la misma sacerdotisa, al entregarle una pieza redonda de aluminio que aquélla cuidadosamente guardaba en una bolsita de tela colgada del cinto, donde la ficha se reunía con sus semejantes constituyendo un pequeño montón sonoro, cifra de una explotación y esperanza de un futuro nunca redimible.

Pero Matías era como de la casa y las sencillas ceremonias de la elección que acaban de ser descritas no podían serle aplicadas tan directamente, tan sumariamente, menos aún en un día en que —como hoy— su copiosa borrachera acompañada del don de la omnisciencia, le permitían exigir más refinados preliminares al encuentro final con un cuerpo desconocido. Así pues, rompiendo el religioso silencio en que el salón estaba —como es debido—, lanzó el flujo de su oratoria inadecuada en un burdel barato.

—¡Vírgenes de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos! Como azucena entre lirios as¡ a ti te busco, oh desconocida de la noche. ¿Dónde está la elegida de mi corazón? ¿Dónde está el cálido pecho en que pueda reclinar mi fatigada cabeza?

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