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Authors: Javier Peleigrín Ana Alonso

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Tatuaje I. Tatuaje (2 page)

Por dónde entramos? —preguntó Marta, tirando hacia abajo de su top de lentejuelas grises para ajustarse el escote—. En la parte de atrás, que era la herrería, me han dicho que toca Betadine. ¿Os gusta Betadine?

—Podemos entrar por el huerto y recorrerlo todo —sugirió Erik.

Las chicas asintieron encantadas y caminaron delante hasta el boquete en la tapia por el que se accedía al huerto. Álex iba a lanzarse tras ellas cuando el brazo largo y musculoso de Erik lo detuvo.

—Si hubiera sabido que Jana iba a venir, no te habría traído —dijo gravemente. Álex se le encaró con una sonrisa más irritada que alegre.

—Por qué? Crees que va a hacerme algo? —preguntó con ironía.

Trató de reemprender la marcha, pero Erik volvió a impedírselo.

—No seas idiota, Álex. Te complicaría la vida. Es esa clase de chica, no sé cómo no te das cuenta. La sonrisa se fue borrando lentamente de los labios de Álex.

—Veo a Jana todos los días en el colegio —dijo con frialdad—. Así fue el curso pasado, y así volverá a ser este año. Vamos a la misma clase y sigo estando entero, ¿ves? No me ha devorado todavía.

—Álex, estoy hablando en serio. Sé lo que te pasa con Jana, he ido viendo cómo te obsesionaba cada día más, y no me gusta. No me gusta porque no es propio de ti. Tú siempre has tenido muy claro lo que quieres y lo que no quieres…

—Y si la quisiera a ella? —dijo Alex de pronto.

Su propia pregunta le calentó por dentro como un trago de licor, de esos que se te suben instantáneamente a la cabeza.

Erik no contestó inmediatamente. Durante unos segundos, los dos escucharon sin prestar atención el hipnótico ritmo de la música resonando al otro lado de la tapia.

—Estás confundiendo las cosas —dijo Erik al fin—. No creas que no lo entiendo, fue esa maldita coincidencia entre la muerte de tu padre y la de los suyos… Sin darte cuenta, te convenciste a ti mismo de que eso había creado un lazo entre vosotros. Un lazo que cada vez se va volviendo más fuerte… Pero no te equivoques, Álex. Ella no es como tú crees que es. Es mucho más peligrosa.

Álex clavó sus ojos claros en los de su amigo. Estaba empezando a perder la paciencia.

Y tú qué sabes de ella? —preguntó, desafiante—. En el colegio nunca le diriges la palabra. Erik desvió la mirada.

—No me gusta —murmuró—. Es preciosa, desde luego, pero hay algo en ella que no me gusta. Oye, solo te pido que tengas cuidado…

—Pues vale, muchas gracias por la advertencia. Y ahora, si no te importa, ¿puedes dejarme entrar en la fiesta, o me has traído aquí solo para sermonearme?

Erik le pasó un brazo sobre los hombros y lo zarandeó cariñosamente. Era un poco más alto que él.

Le prometí a tu hermana que te cuidaría —replicó con suave ironía—. Y me matará si no lo hago.

Los dos rieron, y el nudo de tensión que se había creado entre ellos se disolvió al instante. Marta e Irene, desde la entrada del huerto, les hacían gestos de impaciencia.

—Marta se ha quitado el piercing de la nariz —observó Álex mientras caminaban a su encuentro—. Se lo has pedido tú?

—Claro que no; pero me dijo que lo había hecho por mí. Sabe que odio los piercings, supongo.

—Cualquier cosa para agradarte, no? —dijo Álex en tono malicioso.

Estaba decidido a tomarse la revancha bromeando un poco sobre la relación entre Marta y su amigo, pero, de pronto, sus ideas tomaron un rumbo diferente.

—Es curioso —murmuró—. Jana y Marta eran bastante amigas hasta que ella se hizo el piercing. Entonces se distanciaron… Marta me dijo un día que había sido por culpa de esa estupidez. Por lo visto, Jana también odia los piercings. Qué coincidencia, ¿no? Como tú, la misma manía…

Erik estaba a punto de contestar cuando la música se transformó bruscamente en un conocido tema de hip hop. Los ojos intensamente azules del muchacho brillaron un momento antes de que todo su cuerpo comenzase a moverse al ritmo de la música, en una improvisada coreografía de impresionante precisión y elegancia. Cuando Erik bailaba, era como si el mundo se detuviese a su alrededor. Resultaba imposible no admirar los armónicos movimientos de sus largos brazos, la forma en que su torso acompañaba los cambios de ritmo de los pies, sin esfuerzo, como si cada centímetro de su cuerpo fuese elástico.

Álex escuchó divertido los aplausos espontáneos que estallaron alrededor de su amigo. La sonrisa obnubilada de Marta era todo un poema, e incluso Irene lo observaba fascinada… No había una chica en el mundo que no sucumbiera ante el hip hop orgulloso y masculino de Erik.

Cuando el tema terminó, la gente que los rodeaba volvió a aplaudirle. Erik ejecutó una irónica reverencia y luego se encaminó tranquilamente hasta donde le esperaba Álex. Pero, antes de que pudiera llegar a su altura, Marta se abalanzó sobre él y lo abrazó.

—Eres fantástico —dijo, casi llorando de histeria—. En serio, eres fantástico…

Y, poniéndose de puntillas, le estampó un beso en el pequeño escorpión que el muchacho llevaba tatuado en la nuca, antiguo y olvidado como una cicatriz.

Capítulo 2

Empezaba a perder la esperanza de ver a Jana esa noche cuando la descubrió al fondo de una habitación llena de humo, inmóvil entre un montón de gente que bailaba. Álex llevaba ya unas cuantas cervezas encima, y había besado a Irene durante un bis de Betadine, en la antigua herrería. Al terminar el concierto, ella había intentado arrastrarlo a un rincón para continuar con las caricias, pero él se había escabullido. Aún notaba un agradable cosquilleo en el cuello, donde Irene le había rozado con sus negras uñas de vampiresa… Se sentía absurdamente alegre y absurdamente desesperado a la vez. Se sentía, sobre todo, inexplicablemente ligero, porque el peso que suponía el tener que engañarse constantemente acerca de Jana había desaparecido como por arte de magia.

Si, la quería, la quería para él. Había sido capaz de decírselo a Erik, y, de esa forma, se lo había confesado por primera vez a sí mismo. Estaba harto de controlarse, de burlarse de sus propios sentimientos como si fuesen estúpidos. No lo eran. Quería a Jana para él, y la tendría… No sabía nada de ella, no sabía si tenía novio o si había salido alguna vez con alguien del colegio. Solo sabía que llevaba demasiado tiempo pendiente de cada uno de sus movimientos en clase, mirándola angustiado cuando se encontraba cerca, conteniéndose para no rozarle la mano al pasar junto a su pupitre… Y ya estaba bien. No eran unos críos, y no podían seguir así toda la vida. De modo que iba a ser esa noche. Si ella aparecía, claro… Le diría lo que no le había dicho nunca a ninguna chica. La acariciaría, la besaría, suplicaría si hacía falta. No quería asustarla, desde luego… Aunque algo le decía que Jana no era de las que se asustan con facilidad. Todo en ella irradiaba seguridad, sosiego. Su sonrisa… Había algo insultantemente inalcanzable en aquella sonrisa.

Pero él estaba dispuesto a intentar alcanzarlo. Y, a la quinta cerveza, había llegado a convencerse de que lo conseguiría. Aun en la distancia, se dio cuenta enseguida de que no llevaba maquillaje. Eso era precisamente lo que la hacía resplandecer como un faro en medio de todas las mascaras emo que la rodeaban. Con una punzada de dulzura, Álex comprendió la audacia de aquella decisión de Jana. Ella no necesitaba cubrirse con un complicado maquillaje para expresar sus sentimientos, porque su cara lo decía todo: lo que sentía…, pero también lo que no sentía. Con sus labios perfectos y sus aterciopelados ojos Castaños, aquel semblante ofrecía una curiosa mezcla de pasión y frialdad. Atreverse a exhibir al desnudo unos rasgos tan seductores y a la vez tan distantes suponía todo un acto de valentía en una fiesta emo.

Sin embargo, Jana no parecía en absoluto consciente de su hazaña. Sonriendo levemente, escuchaba en silencio los ruidosos chistes de uno de los chicos del grupo con el que había venido. Llevaba un sencillo vestido negro que se ajustaba a la cintura y luego caía con un gracioso vuelo hasta la parte superior de las rodillas. Era mucho más recatado que la mayoría de los modelos que circulaban por la fiesta… Sin poder apartar la vista de aquel vestido, Álex comenzó a abrirse paso entre la multitud, caminando como un sonámbulo. Ni siquiera oía ya la música, ni las voces. El viejo granero, de pronto, le parecía extraordinariamente grande.

Tenía la angustiosa sensación de que nunca iba a llegar hasta donde Jana le esperaba sin saberlo, maravillosa y perfecta como una criatura mágica. Acelero el paso, sin perderla de vista en ningún momento. Y entonces, la vio sacar el móvil del bolso y llevárselo a la oreja. Sus labios se movieron y una leve expresión de enfado altero la serenidad de sus facciones. Haciendo un gesto con la mano, se aparto de sus amigos para dirigirse al fondo del granero, probablemente con la intención de alejarse de los altavoces del equipo de música y poder oír mejor lo que le decían.

Un grupo de chicas muy maquilladas se cruzo entonces en el camino de Álex, estorbándole por un momento la visión. Cuando volvió a mirar hacia el fondo del granero, Jana había desaparecido. Sencillamente, se había esfumado… O quizá solamente había salido por la puerta trasera.

La puerta daba a un callejón maloliente, con un par de contenedores de basura atravesados en el asfalto y una farola rota al final, iluminando una escalera de piedra adornada con geranios que ascendía hacia la Antigua Colonia. Jana tenía que haber subido por allí, de modo que Álex, sin pensárselo mucho, la siguió procurando no hacer ruido con sus pisadas. Cuando llegó al último escalón, vio la silueta de la muchacha atravesando una rotonda desierta.

Esperó a que se introdujera en una de las empinadas calles del otro lado para ir tras ella. El ruido de la fiesta ya no era más que un eco lejano mezclado con la rítmica respiración del mar. Ahora, a pesar de la distancia que los separaba, los pasos de Jana resonaban con nitidez delante de él, seca y metálica. Llevaba tacones… Y todo el cuerpo de Alex respondía con una intensa vibración a cada uno de aquellos pasos, acelerando los latidos de su corazón y el torbellino de sus pensamientos. Se sentía como un cazador al acecho de su presa, buscando el mejor momento para caer sobre ella y atraparla… Aunque, al mismo tiempo, lo único que quería era protegerla, envolverla en un cálido abrazo y permanecer así mucho tiempo, pegado a ella, sin hacer preguntas.

Caminaba con rapidez, disfrutando de la brisa tibia que le azotaba la cara, sin prestar apenas atención a la melancolía de los lugares que iba atravesando. La Antigua Colonia era un laberinto de calles serpenteantes aferradas al acantilado, con edificios en otro tiempo lujosos que, desde hacía décadas, languidecían abandonados tras sus diminutos jardines polvorientos. Al otro lado de aquellas fachadas amarillas y azules (resultaba difícil distinguir sus deslustrados colores a la luz de las farolas), con sus porches de altas columnas y sus miradores acristalados, malvivían aun algunos ancianos, herederos de las ruinas de un esplendor olvidado. Era una lastima… El gran terremoto de los años ochenta había acabado para siempre con la ya escasa vitalidad del barrio, por lo que algunas familias que aun resistían en él habían decidido instalarse en las nuevas urbanizaciones que se estaban construyendo a lo largo de la playa, más seguras y menos cargadas de recuerdos.

Corrían muchas leyendas sobre la Antigua Colonia. Se consideraba casi milagroso que sus edificios se mantuviesen en pie, dados los importantes daños estructurales que habían sufrido la mayoría de ellos durante el terremoto. Rara era la casa que no exhibía alguna grieta de un extremo a otro de la fachada, o un agujero en el tejado, o una columna rota en el pórtico, o cualquier otra herida provocada por el sismo. Sus antiguos habitantes las habían abandonado porque amenazaban con derrumbarse y, sin embargo, allí seguían, intactas… Parecían viejos fantasmas arquitectónicos, espectros inmóviles y amenazadores de un pasado que se resistía a morir. Pero su incomprensible solidez no constituía el único misterio de aquel lugar. ¿Quién, sin ir más lejos, renovaba los parterres de geranios y petunias cada primavera, sustituyéndolos por pensamientos al llegar el otoño? ¿Por qué los cipreses y eucaliptos de los descuidados jardines seguían creciendo como si nada hubiese sucedido? Los servicios municipales se habían desentendido hacía tiempo de aquella parte de la ciudad, que siempre había gozado de una autonomía especial. Sin embargo, la basura no se apilaba en las calles, y solo algunas rodadas ocasionales en el asfalto ponían de relieve la acumulación de arena y polvo sobre ellas, el caso era que Álex llevaba años sin pisar la Antigua Colonia.

En toda su vida no debía de haber entrado allí más que una o dos veces, de pequeño. Recordaba vagamente una de aquellas ocasiones, con su padre… Entonces había sentido miedo. Y ahora también lo sentía; pero no eran los decadentes edificios ni las calles desiertas los culpables de aquella sensación. No, la culpable era Jana… ¿Adónde iba tan deprisa, a aquellas horas, en un lugar semejante? ¿Viviría allí?

Los pasos de la chica sonaban ahora algo más lejanos, y la había perdido momentáneamente de vista. Por primera vez desde el inicio de la persecución, Álex se detuvo a tomar aliento y miró a su alrededor. Se encontraba en una encrucijada, y los muros de piedra del parque de San Antonio, que coronaba el punto más alto de la Colonia, se erguían al final de una de las tres calles que le rodeaban. Más allá de los muros, la torre de la iglesia del cementerio perforaba el cielo estrellado con su silueta oscura. El parque estaría cerrado a esas horas… Y sin embargo, Alex estaba seguro de que Jana se había metido por la calle del parque, aunque hacía rato que no oía sus pasos.

La brisa se enredó en la copa de un magnolio altísimo, que sobrevivía milagrosamente con la mitad de sus ramas clavadas en la casa vecina. Cuando sus pesadas hojas dejaron de agitarse, se hizo un profundo silencio. Con la ferocidad de un depredador frustrado, Álex se lanzó a la carrera por la calle del parque, jadeando a medida que la pendiente se hacía más pronunciada. Las suelas de goma de sus zapatillas producían un chasquido elástico al rebotar en el empedrado, y las piernas le ardían por el esfuerzo. Al llegar arriba se detuvo, exhausto… La puerta metálica que daba acceso al parque estaba cerrada.

Había empezado a bordear el muro en busca de otra entrada cuando oyó un ruido a sus espaldas. Al volverse, vio un gato siamés encaramado a una montaña de escombros, observándole atentamente con sus ojos como linternas verdosas. El montículo de piedras rotas se hallaba pegado al muro, un poco más allá de la puerta, y, por encima de él, Alex descubrió una melladura en la pared de piedra, como si un gigante le hubiese pegado un mordisco justo en aquel lugar. Con un poco de habilidad, se podía escalar el montículo de escombros y encaramarse a la pared rota. El gato emitió un aullido metálico cuando Álex se le acercó, y luego se escabulló calle abajo, mientras el muchacho se agachaba para observar el amasijo de tierra y piedras rotas adosado al muro.

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